domingo, 16 de noviembre de 2014

ALICIA




No era una de esas bellezas de revista, pero era resultona, sensualota, divertida, y atraía a los hombres como un imán a las limaduras de hierro. Era, sin duda, la más deseada del grupo. Las había más guapas, las había más inteligentes, las había más divertidas; pero ninguna tenía el gancho, el magnetismo, el embrujo de Alicia. ¿Cuál era su secreto? Quienes no la conocían bien, las malas lenguas, lo tenían, como siempre, muy claro: si a pesar de no tener nada especial, decían, atraía tanto a los hombres, la causa sólo podía ser, sentenciaban, que era de fácil entrepierna y que así, cualquiera. 

Pero nada más lejos de la realidad. Si Alicia estaba siempre asediada por un enjambre de moscones en celo que pululaban a su alrededor es porque tenía a su favor algo más poderoso que la belleza, la simpatía o la inteligencia: tenía a su favor el atractivo de lo prohibido. Era, en las distancias largas, un reclamo; en las cortas, un bloque de hielo. Nadie podía alardear de haber conseguido el más mínimo progreso con ella, no digo ya en asuntos íntimos, sino ni siquiera en materia tan intrascendente como cogerla de la mano o darle un beso. El imán atraía con fuerza, pero, en cuanto la distancia se acortaba, cambiaba de polo y repelía con la misma pujanza. Era una frustración molesta, pero acabó convirtiéndose en una especie de reto colectivo, porque, se decía el enjambre, era cuestión de tiempo que la naturaleza se impusiera, que ella bajara la guardia y que alguien se llevara el gato al agua. Cuanto más prohibida la fruta, más poderosa su atracción.

En los bailes, si el danzante burlador maniobraba con el ritmo para arrimarse, ella interponía un codo obstructivo y frustraba el ansiado rozamiento. Cuando alguien intentaba abrir brecha en la defensa dándole al verbo, ella se mostraba refractaria a todo discurso romántico. Las caricias, carantoñas, besos, arrumacos, mimos y zalamerías salían desdeñados a los primeros intentos. Y ya no digamos los roces, palpaciones, sobes y tocamientos, que, incluso en sus fases más tempranas, retrocedían ante el inminente guantazo. Inalcanzable fruta prohibida. Codiciada manzana de Adán. 

Un buen día, ocurrió algo totalmente inesperado. Alicia, de natural lánguida y desapasionada, apareció cambiada, radiante como nunca, pletórica, guapa, eufórica, exultante. Anunció que se había enamorado. Así, sin más explicaciones. Naturalmente, la noticia concitó una gran curiosidad por conocer quién había logrado traspasar la barrera, fundir el hielo, despertar a la hembra de su desganado letargo. Comenzaron a circular todo tipo de conjeturas sobre el afortunado personaje. La expectación subía como la espuma y no se veía el día en que Alicia presentara a su flamante novio, al envidiado conquistador, que ya, aun sin conocerlo, se había ganado la aureola de maestro en artes amatorias, diestro en lidias de alcoba. Todos anhelaban conocer sus secretos y aprender de su pericia. Finalmente, un día, Alicia apareció con él. 

Mbolo era senegalés. ¡Era enorme! Debía de medir casi dos metros y pesaría sus ciento y pico de kilos, todo fibra y músculo, ni pizca de grasa. Su cabeza era grande, como una sandía, sin rastro de cabellos, y brillaba bajo las lámparas como cobre bien bruñido, como si emanara luz propia. Vestía una camisa y pantalón que parecían a punto de reventar con la musculatura subyacente, y en los pies, grandes como raquetas de andar por la nieve, en lugar de zapatos, calzaba sandalias, sin duda porque no encontraba en las zapaterías nada de su número. Cuando Alicia entró, cogida de su mano, pareció a todos como si se hubiera encogido, así de pequeñita se la veía, casi colgando del brazo de aquel desmesurado ejemplar de la jungla africana. 

El negro Mbolo, algo nervioso, mostraba una sonrisa afable, abierta. Sus labios eran gruesos, como dos morcillas extendidas horizontalmente a través de su cara y entre las que mostraba una colección de dientes blanquísimos que no tan sólo superaban en tamaño a los que exhibían en la boca los demás, sino que también parecían hacerlo en número. Alicia lo iba presentando a todos, uno a uno, y las dos pupilas negrísimas del exótico espécimen flotaban sobre el fondo blanco de sus ojos moviéndose en todas direcciones, examinando, algo incómodo, al grupo de curiosos que le rodeaban y le escrutaban. Una de sus manos, mayúscula, se extendía para apretar las de los demás, que las retiraban lo antes posible, temiendo que, en su compresión, fuera la tenaza a causarles lesiones permanentes. Todo en él era gigantesco, hasta grotesco, estrambótico. Alicia, colgada de su otra mano, lo miraba con ojos de cordero degollado, a punto de salivación, enternecedora imagen de la felicidad. Sin duda, era una mujer enamorada.

En los días sucesivos, la conversación giró, naturalmente, en torno a qué podría tener aquel ejemplar traído de remotas tierras que hubiera obrado tan radical cambio en Alicia. A ver: atractivo, atractivo, pues no… Sus fosas nasales parecían ser capaces de albergar un puño y, como era tan grande y todos le miraban de abajo arriba, daba la impresión de que se le veía hasta el interior del cerebro. Sus brazos, sus piernas, su cuello; todo era sobredimensionado y le proporcionaba un aspecto de fiera mastodóntica; fiera sonriente, pero fiera. En definitiva, que la creencia generalizada era que Alicia no se habría quedado prendada de él por la guapura, galanura o distinción. Los tiros debían de ir por otros derroteros.

Alguien sugirió que quizá fuera muy divertido y que, a lo mejor, la habría conquistado con esas artes, ya que sabido es de todos que las mujeres se derriten ante una verborrea bien instrumentada y recreativa. Pero eso tampoco parecía tener mucho sentido, porque, aunque se le veía voluntarioso, el donjuán subsahariano apenas balbuceaba palabra en español. Tanto era así que estaban todos maravillados ante la hasta entonces ignota habilidad de Alicia para comunicarse por signos. No se entendía, la verdad, cómo podía el bueno de Mbolo ser divertido si ni siquiera hablaba el mismo idioma que Alicia. No, no, tenía que haber algo más. Había que seguir pensando.

Se llegó a aventurar que era posible que el africano estuviera particularmente bien dotado… de materia gris; que fuera capaz de sortear con una gran mollera el escollo del idioma y deslumbrar con su penetración… intelectual a la enamorada Alicia, que ante tal cohetería estaría en las nubes. Pero también esa explicación se antojaba como prendida con alfileres, porque la mirada del gigante parecía… más bien obtusa. De hecho, sólo se avivaba con chispa cuando veía alguna bandeja de bocadillos, pero, incluso entonces, su brillo, aun siendo atractivo, no parecía revelar especiales atributos en la sesera. Que no, que no, que tampoco debía de ir por ahí la cosa.

Algo debían de estar todos pasando por alto. ¿Qué tendría ese Mbolo que hacía que Alicia irradiara felicidad por los cuatro costados? ¿Qué sería? No hay nada que dé más rabia que saber que ha de haber una explicación fácil, probablemente incluso obvia, y no ser capaces de dar con ella. “¿Y si fuera…?”, comenzó a elucubrar una de las chicas del grupo. Como ya se sabe que las mujeres son más perspicaces en estas cosas de las relaciones, todos prestaron muda atención. “¿Y si fuera… porque tiene mucha pasta?” Sin embargo, eran ya conjeturas lanzadas a la desesperada, porque el senegalés no tenía un duro y estaba viviendo a expensas de Alicia, a quien el enamoramiento la compensaba sobradamente de su nueva atadura financiera. 

El caso es que Alicia cada vez fulguraba con más gozo. No se separaba de su macho azabache más que lo imprescindible y, a menudo, pasaban días enteros sin que salieran de casa, tal era la autosuficiencia de su amor. Al final, la felicidad de Alicia acabó siendo una rutina y dejó de preocupar a la gente, que ya no se preguntaba por qué. Era así y ya está. Pero un enigma sin resolver es como una piedrecilla en el zapato, que te va incordiando hasta que la sacas de ahí. Por eso, creo que algún día, como si nada, a alguien se le encenderá una lucecita en el cerebro y dará con la solución. 

Porque, no será… No será que Mbolo… No será que Alicia… No, no, deja, deja. Eso sería… ¿un sinsentido? 

José-Pedro Cladera ©

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