El día atraía a todos
los sentidos. Una atracción casi
misteriosa me ligaba con el mar. Me puse
el bañador celeste, un vestido playero y las sandalias Nike; la toalla y la
pamela estaban listas en el auto. Eché una ojeada a la tabla de mareas: bajamar
a las 10:30. Disponía de horas y más
horas para mi paseo y para mis reflexiones junto al mar. El sol lucía tan majestuoso que me llamaba
desde la playa.
Ya en el parking, me
coloqué las gafas en tiara, me quité el vestido playero, me extendí la crema
protectora, a tientas, así la toalla y me froté suavemente los ojos picajosos,
¡cuánta crema desperdiciada! Me senté en
una piedra cercana, con la caricia de la toalla en los ojos.
El sol había
desaparecido al igual que las lágrimas y el escozor. Según me adentraba en la arena, empecé a
sentir frío; aceleré el paso para recuperar el calor. Ahora eran bultos los que veía pasar a mi
lado, se oía la estampida de la gente. Me
alivié en la toalla, sacudí frenéticamente la cabeza como se sacuden los animales
cuando salen del agua, y decidí caminar en contra de la marea humana Llegué hasta El Cabo, hasta la playa del
Inserso El mar iba encabritándose según
subía la marea: todo era bruma y agua y me alejé diez pasos de las olas: ¡Adiós
a su blandir sobre mis piernas!
El sonido de las sirenas se presentía cada vez más
cerca: uuuh… uuuh…uuuh…y pronto se
mezcló con el relincho: iiih, iiih,
iiih de un caballo. Este era un sonido estridente,
aterrador. El miedo a ser embestida por
las olas o por aquel ser mitológico me paralizó
A unos pasos, percibí El Pegaso: el jinete lo flagelaba
para que entrara, de cara, al mar. Pero
el equino golpeaba tercamente con sus cascos la arena, echaba niebla por sus
belfos, formando nimbos a su alrededor,
reculaba alzando las patas delanteras y optaba por la línea paralela a la
playa. Estaba visto que el cuadrúpedo
prefería ser maltratado con el látigo que entrar en las entrañas del
abismo. El jinete y su látigo no fueron
capaces de subyugar la voluntad impertérrita del caballo, y yo me alegré.
Con la imagen
inhumana, doliente y el ambiente salobre, sudoroso, estridente y brumoso seguí
alejándome del agua. No sabía a ciencia
cierta en cuál de las cinco playas me encontraba y la marea avanzaba con olas
ávidas de la Pleamar. Si me encontraba
lejos de la playa de la Braña, tendría que regresar al coche por la
carretera: expuesta a un atropello, o
probablemente, a una mortal caída ladera
abajo.
Una mancha en la
bruma, la mente cual nebulosa, sin poder
orientarme… Volví a percibir los cascos, a galope tendido, los músculos
estirados, la bella cabeza afirmante; nuestros ojos se encendieron, vi un destello de claridad en la bruma, vi
felicidad en sus ojos a la par que su salida: La Braña. A él
le esperaba una ducha reconfortante junto al sustento excelso.
Cerca de la de la playa
de Merón, dubitativos rayos atravesaban la bruma: ¡A buenas horas…, embaucador y mal
amigo!
San Vicente de la Barquera, a 27 de noviembre de 2014
Isabel
Bascaran ©
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