Isidro era un hombre meticuloso y concienzudo. El día que
decidió que iba a matar a su mujer, compró una carpeta de color rojo y la
guardó en la caja fuerte de su despacho, de la que sólo él conocía la
combinación. En ella, fue archivando, uno tras otro, los sucesivos planes y
estrategias que iba diseñando para llevar a cabo su criminal propósito. Estaba
decidido, no había otra solución que acabar con ella. El divorcio no era una
opción a tener en cuenta, porque la considerable fortuna que disfrutaba era de
su mujer, y la muy pérfida había dispuesto habilidosamente las cosas para que
no le quedara a él ni un céntimo si la abandonaba. No había otra salida.
Llevaba años siendo un pelele, un monigote, en las manos de aquella mujer
marimandona y despótica. No soportaba más sus continuas humillaciones y
vejaciones. La odiaba. La iba a matar.
La carpeta roja se llenó de variopintos designios de
asesinato cuidadosamente clasificados, con profusión de detalles, cada uno de
ellos, acerca de los preparativos, materiales necesarios, modo de ejecución,
coartadas… Y cada proyecto concluía con un capítulo en el que él mismo se
convertía en su más implacable crítico y descubría y analizaba los
inconvenientes, los riesgos inherentes a cada estrategia, los puntos débiles.
¿Cómo estar seguro de que no había, en algún lugar, unos ojos escondidos,
testigos accidentales del empujón al borde del precipicio? A pesar de su
exhaustiva documentación sobre las distintas sustancias tóxicas, sus dosis
letales y la rapidez de sus efectos, ¿cómo evitar dejar un rastro sobre dónde
las adquirió, sobre su interés por esos temas en sus indagaciones en Internet?
Envenenamiento, ahogamiento, estrangulación, atropello, apuñalamiento,
degollamiento, desnucamiento, defenestración, electrocución, enterramiento en vivo,
inyección letal, son sólo algunos ejemplos de los muchos métodos que,
cuidadosamente elaborados y pormenorizados, archivaba en su carpeta roja. Pero
ninguno le satisfacía. A su escrupuloso examen, todos presentaban algún fallo,
algún riesgo inasumible, el peligro de dar con sus huesos en la cárcel y perder
tanto la fortuna como la libertad.
Le asaltó el desánimo. Estaba a punto de desistir de sus
conyugicidas intenciones cuando, por azar, conoció a un anciano y estrafalario
doctor Hermógenes, con el que entabló una rápida amistad. Un buen día, le
comentó al estrambótico galeno, a modo de mera elucubración, por pasar el
tiempo, lo difícil que resultaba planear un crimen perfecto. Para su sorpresa,
el extravagante personaje le indicó que él conocía un método absolutamente
infalible y con total garantía de impunidad, pero que raramente se ponía en
práctica porque exigía unas dosis enormes de perseverancia, disciplina y
meticulosidad que los humanos raramente reúnen. Pero esos eran, justamente, los
rasgos que mejor configuraban el carácter de Isidro, así que no tardaron en
ponerse de acuerdo en el pago de una elevada suma en metálico a cambio del
asesoramiento del doctor Hermógenes.
El plan constaba de dos etapas bien diferenciadas: una
primera fase, preparatoria, absolutamente imprescindible, terriblemente
exigente, dura, larga, penosa y extenuante, de seis meses de duración, en la
que Isidro debería seguir al pie de la letra las instrucciones del desaprensivo
doctor, con la advertencia de que únicamente la absoluta sujeción a ellas
garantizaría el fin perseguido; y una segunda y decisiva fase, de ejecución, de
un mes de duración, cuyos detalles no le revelaría hasta la fecha de su
comienzo, a fin de evitar cualquier posible descuido o indiscreción que pudiera
dar al traste con todo el plan.
―Durante estos primeros seis meses, mi querido amigo, voy a
convertirle en otra persona que ni usted mismo reconocerá cuando se mire en el
espejo. Cambiaré su cuerpo; cambiaré su mente. Usted dejará de ser,
propiamente, un ser humano. Usted será una máquina perfectamente desarrollada y
entrenada, física y mentalmente, para el único propósito para el que habrá sido
creada: para el crimen perfecto. Una máquina de matar.
Cada día, puntual como un reloj salido de una fábrica suiza,
a las cinco de la madrugada, Isidro arrancaba a correr dos horas por las
colinas cercanas a su casa, subía y bajaba pendientes, saltaba arroyos,
sorteaba todo tipo de obstáculos, ya hiciese frío, lloviese, granizase…;
indómito ante cualquier inclemencia o su propio cansancio. Luego se duchaba,
desayunaba un copioso menú elaborado cuidadosamente por el doctor Hermógenes
para cada día de la semana, rico en proteínas, grasas animales, hidratos de
carbono y azúcares, y se iba a trabajar. Al mediodía, iba dos horas a un
gimnasio y levantaba pesas y se ejercitaba en toda clase de aparatos para
fortalecer todos los músculos de su cuerpo. Antes de cenar, pedaleaba
frenéticamente durante otras dos horas en una bicicleta estática que había
tenido que comprar para la ocasión, cambiando los ritmos continuamente para que
su corazón se fortaleciera y se acostumbrara a las rápidas recuperaciones. Y
durante todo el día, a intervalos regulares, ingería ingentes cantidades de
complementos vitamínicos y pastillas fortificantes que el doctor le había
recetado. Cada noche, para que su cuerpo descansara de los grandes esfuerzos
del día, dormía diez horas seguidas en una habitación separada de la de su
mujer, a fin de no correr el peligro de caer en la tentación de alguna veleidad
sexual con su futura víctima que trastocara sus planes.
A los tres meses, ya saltaba a la comba con la agilidad de un
boxeador, pedaleaba en la bicicleta como un corredor de fondo, levantaba pesas
como un atleta, hacía flexiones como un consumado gimnasta y realizaba todo
tipo de exigentes ejercicios de los que antes ni se hubiera imaginado capaz,
sin pestañear y sin mostrar signos de agotamiento. Su capacidad de resistencia
era ya brutal. Y sólo estaba a la mitad de su entrenamiento…
El corrompido doctor le había advertido que, tan importante
como la fortaleza física, era lograr una inquebrantable resistencia mental. Una
vez puesto en marcha, nada podía hacerle dudar de su objetivo. Por ello,
asistía a largas sesiones de ejercicios para fortalecer la mente y que ésta
estuviera al servicio de sus planes al igual que lo hacía su cuerpo. Sus
músculos eran ya resistentes como el acero; su mente, inflexible a cualquier
flaqueo.
En esos tres meses y en los tres siguientes que aún le
restaban de su preparación, toda su energía debía estar focalizada a lograr su
objetivo. Las distracciones estaban prohibidas; las relaciones sexuales,
absolutamente vetadas. Todo tiempo libre, todo vestigio de energía sobrante,
debía destinarse a intensificar su transfiguración física y mental. E Isidro,
perseverante y tenaz por naturaleza y espoleado por los impresionantes
resultados que constataba en su propio cuerpo, no dudaba en seguir las
instrucciones al pie de la letra, su mente fija en esa fecha, cada vez más
próxima, en la que iniciaría la fase decisiva de ejecución de su criminal
cometido.
Concluidos los seis meses del período preparatorio, Isidro
era un hombre irreconocible para su mujer, sus amigos, vecinos y compañeros de
trabajo. Nadie se explicaba su asombrosa metamorfosis. Aquel hombre normal que
habían conocido, que físicamente no destacaba en nada, era ahora un gladiador
musculoso que rezumaba testosterona por los cuatro costados y cuya mirada,
decidida, enigmática, siniestra, impenetrable, daba miedo y hacía que la gente
evitara aproximársele.
―Amigo mío, está usted listo para iniciar la fase de
ejecución. Escuche atentamente lo que voy a decirle: el cuerpo humano tiene una
asombrosa capacidad para resistir grandes esfuerzos, incluso padecimientos
inimaginables, pero únicamente si dispone del tiempo necesario para reponerse y
recuperar fuerzas. Eso lo han sabido todos los tiranos y todos los
explotadores. A los esclavos se les permitía dormir y descansar, ya que, de lo
contrario, sus fuerzas decaían rápidamente y no servían para nada y si, aún
así, se les obligaba a seguir trabajando sin darles tiempo a reponerse,
acababan muriendo de ataques al corazón. Hay que descansar o, de lo contrario,
las defensas del cuerpo caen en picado y sobreviene el shock cardiogénico: la muerte.
Usted, amigo mío, está ahora preparado para acometer esfuerzos sobrehumanos
sucesivos con una enorme resistencia y un asombroso tiempo de recuperación,
porque para ello le he entrenado concienzudamente. Usted es ahora una bestia
incansable. Su mujer, no… Si la obligamos a asumir enormes esfuerzos
consecutivos, implacablemente, sin piedad, sin darle tiempo para que su
organismo se recupere, al cabo de dos semanas, suplicará treguas y descansos
que usted bajo ningún concepto le concederá. Usted será inmisericorde,
despiadado, inhumano; no le concederá ningún respiro y llevará su capacidad
cardiovascular al límite. Al cabo de un mes, sus reservas estarán totalmente
agotadas y su corazón, incapaz de cumplir ya con su cometido, fallará
irremisiblemente y ella morirá. Y usted no habrá hecho nada ilegal. Su herencia
está asegurada. He hecho de usted la máquina de matar perfecta.
―¿Pero cómo convenzo yo a mi mujer para que corra por las
mañanas, vaya al gimnasio, monte en bicicleta…? ¡Pero si a mi mujer no le ha
interesado jamás el ejercicio físico!
El doctor Hermógenes le tocó el brazo para que se callara, le
sonrió y le dirigió una mirada pícara. Acercó más la silla y en un tono de voz
más bajo, como si alguien pudiera accidentalmente captar alguna de las sutilezas
de su exposición, pasó a detallarle lo que debía hacer a partir de ese día,
todos los días, durante ese último y decisivo mes.
A partir de entonces, Isidro ya no saldría de casa hasta que
el plan hubiese acabado. A la hora acostumbrada en que sonaba su despertador, a
las cinco de la mañana, tomaría a la mujer por sorpresa, aún dormida, y la
poseería frenética, salvajemente y sin dar la más mínima muestra de piedad o
conmiseración, haciendo oídos sordos a sus quejas y lamentaciones, durante dos
horas. Posteriormente, a lo largo del día, debía aprovechar cualquier descuido
de ella, preferentemente cuando estuviera cansada por sus tareas domésticas,
para repetir sus feroces embestidas, obligándola, incluso con violencia si
fuera necesario, a doblegarse a él donde quiera que la pillara. Era
absolutamente esencial no darle tiempo para que se recuperara. En cualquier
momento que la viera rendirse al cansancio y tumbarse en el sofá o recostarse
en una butaca, agotada por la falta de preparación física que él sí poseía,
había que aprovechar la ocasión, pues son esos momentos de bajón de reservas
cuando mayor fruto se cosecha con una súbita y bárbara ofensiva. Por la noche,
bajo ningún concepto debía concederle más de tres horas seguidas de sueño.
Debía estar en guardia, porque ella recurriría a todo tipo de estratagemas para
engañarle y encontrar tiempo para recuperarse: fingiría estar dormida,
indispuesta, enferma, mareada, desmayada… No debía ceder ante ninguna de estas
argucias ni cualquier otra que se le pudiera ocurrir. Debía ser implacable,
inflexible, inclemente y feroz.
Sólo una persona tan meticulosa, concienzuda y perseverante
como Isidro podía llevar a cabo un plan tan exigente sin pestañear: una persona
con un plan tan perverso como perfecto, aguijoneado por la perspectiva de
disponer en breve de la jugosa herencia de su mujer. Así que se puso manos a la
obra con toda la determinación, el coraje y la fuerza que había tan
escrupulosamente acopiado durante los meses precedentes.
Había convenido el doctor Hermógenes que, en la ultimísima
fase del plan, a falta de una semana para su fatal desenlace, visitaría a
Isidro a fin de hacer los ajustes necesarios en la dieta diaria y recetarle los
reconstituyentes y mayores complementos vitamínicos que considerara necesarios
para tan extenuante etapa del proyecto. Pulsó el timbre y esperó. Transcurridos
unos segundos, que le parecieron más de los necesarios, se abrió la puerta y
ante él apareció Isidro, apoyándose en dos muletas, la piel amarillenta y
apergaminada, apenas un par de mechones sueltos y despeinados sobre su cuero
cabelludo, los ojos hundidos en sus cuencas, un persistente temblor en las
manos, envuelto en una bata gris y calzando zapatillas de cuadritos de colores.
El médico estaba perplejo.
Aquel ser encogido, sin carne, huesudo, le recibió con una
sonrisa macilenta que dejaba entrever ya sólo unos pocos dientes desperdigados
aquí y acullá. Le hizo gestos de que pasara y le indicó una silla junto a la
mesa camilla, sobre la que había toda una serie de envases medio vacíos de
complejos vitamínicos, frascos de jarabes reconstituyentes, vigorizantes,
botellas de preparados energéticos y fortalecedores, cajas de Viagra y espráis
estimulantes.
La cara de una mujer morena, sana, lozana, vistiendo un
sugerente salto de cama que al doctor Hermógenes le pareció inapropiado para
recibir a una visita, se asomó desde la puerta de la cocina y le regaló una
atractiva sonrisa llena de dientes blanquísimos:
―Hola. Enseguida acabo con los platos, me pongo algo y estoy
con usted.
Y desapareció de nuevo entre sonidos de cubertería, vajilla y
enseres varios, todo ello aderezado con una hermosa voz de soprano, bien
afinada, que cantaba alegremente, con sorprendentes gorgoritos y ágiles
arpegios:
― ¿Por qué has pintao en tus ojeeera
la
flor de liiirio real,
¿por
qué te has puesto de seeea?
¡Ay, campaneeera! ¿Por qué serááá?
El doctor Hermógenes miró, incrédulo, a Isidro, quien, con
voz susurrante para que no se le oyera desde la cocina, le confió:
―¿Oye usted? ¡Canta, canta, zorra! ¡Si supiera que apenas le
queda una semana de vida!
José-Pedro Cladera ©