domingo, 15 de enero de 2017

UNA VEZ SOÑE

UNA VEZ SOÑÉ QUE…

Resultado de imagen de JARDIN CUBIERTO DE HIELO

Una vez soñé que se moría la camelia.
La planté en un lugar resguardado, con orientación oeste. Los dos primeros años apenas creció, pero tampoco languideció. Hacia noviembre, le cubría la base del tallo con tierra abonada. Era el único cuidado que le ofrecía. El anhelo para que diera señales de vida se desvanecía.
Un invierno, la nieve cubrió el jardín y los verdes sépalos. Entre ellos aparecieron unos botones rojizos. ¡Se me humedecieron los ojos! ¡Por fin, daba señales de vida! Las yemas se fueron abriendo formando unas rosas achaparradas. Los pétalos no solo aguantaban el frío sino que hermoseaban con él la entrada, hasta la primavera. Y durante los meses templados iba pasando de la niñez a la adolescencia: se transformó en un arbusto precioso con la fronda uniforme y verde lustroso, superando al jazmín que la protegía; era como el broche que engalanaba el jardín.  Innumerables pecíolos y en cada uno, no uno, ni dos, sino siete yemas se preparaban para deshacerse de sus cataratas y juntarse a la belleza del día. En febrero, las rosas achaparradas cubrían el verde arbusto como una tarta de fresa: nadie la ninguneaba. Era la obra de un orfebre que había insertado cientos de rubíes en un irisado diamante.
Aquel invierno granizó. Los cristales golpeaban las persianas como chinas primero y como petardos después. Al  amanecer, corrí, bien abrigada, al jardín. Vi cómo el granizo daba saltos desde los sépalos al césped: las flores eran protegidas por la fronda: era como un paraguas verde que aguantaba el ataque del hielo cristalizado.  Sentada en una silla abatible, quise deleitarme con aquella parcelita-paraíso con sus azaleas y margaritas africanas como damas de honor, los ciclámenes y geranios como pajes, y el jovencito limonero emanando su elixir.
Una vez soñé que se moría la camelia.
Tomé un café bien cargado, me abrigué y salí a examinarla. Una capa gruesa de hielo cubría el césped, el cortejo de flores y la camelia. La sonrisa, también, se me iba helando; solo sentía el sabor del cafetito que me dio fuerzas para sentarme en la silla bajo un blanco plumífero. El tenue sol fue licuando, poco a poco, la  capa de hielo. Las flores fueron esponjándose, absorbiendo tanta carga que se separaban del pecíolo. En las dos horas que la estuve observando, el césped se tiñó de sangre…

San Vicente de la Barquera, a 6 de enero de 2017

Isabel Bascaran

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