miércoles, 8 de marzo de 2017

EL DESAYUNO

El desayuno

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Bajamos a desayunar. Las caras, un poco abotargadas, cansadas; pero parecían felices después de una buena noche de fiesta, baile, y seguramente de buen sexo... Todos habíamos descansado muy poco...
Pudimos darnos el capricho, ahora que teníamos dinero. Queríamos a nuestros amigos y deseábamos agasajarles: a los de la infancia, con los que habíamos jugado a las canicas y a las muñecas; a los de juventud, con los que compartimos aula, estudios, instituto y, con otros, la universidad; a los amigos que van quedando en nuestras cunetas pero a los que guardamos un cariñoso espacio en el recuerdo; a los que vamos encontrando por el camino de la vida y también hacen nido en el corazón, algunos en el alma por siempre jamás.
Eran nuestros amigos y amigas, nuestra vida vista en caleidoscopio: vi a la frágil y delicada niña, a la adolescente buena estudiante y ansiosa por aprender, a la moza que conoció el amor, a la joven de las noches en vela ante los libros y apuntes, nervios por los exámenes, por las oposiciones (no superadas), a la joven madre y a la madre madura; a la mujer que, muy joven, se enfrentó a la muerte y al encuentro de un nuevo amor.
Todo eso vi en las caras esperando el desayuno. Y cuando, dos días antes, recibíamos en la puerta de aquella vieja casa a toda esta gente, la mayoría desconocida entre ellos, a los que no pretendíamos mezclar, era un acto de puro y absoluto egoísmo, de recuperar y disfrutar de nuevo trocitos de vida pasada, como si eso fuera posible.
Habíamos alquilado la casa dos meses antes, una de esas posadas rurales tan de moda, vieja pero con todas las comodidades, a la vera de un pueblín, en cualquier sitio. La dueña, una mujer de unos 70 años, menuda, hermosa y segura de sí misma, sería esos días nuestra cocinera; dos chicas la ayudarían en la limpieza unas horas al día. 
Saludos, presentaciones, abrazos. Unas 25 personas: algunas, con sus parejas; otras, solas.
Distribución de dormitorios, visita a la impresionante biblioteca (la mayoría compartíamos el amor por la lectura y además fue uno de los motivos para elegir esa casona), paseo por los alrededores... Libertad y también impunidad. Se apreciaron las primeras miradas cómplices; algunas, clandestinas; todos lejos de sus vidas y, al fin y al cabo, después de tres días no nos volveríamos a ver...
Cena opípara y divertida fiesta de disfraces, era la última noche. La dueña de la posada no perdía detalle, pendiente de todo y de todos; no hubo una sola queja. En la fiesta, solo había una condición: llevar máscara. Después de tres días compartiendo cada minuto, deberíamos conocer a la persona que teníamos al lado... y dejarse llevar...
Era casi de día cuando el baile, la fiesta, las risas y el alcohol se terminaron. Por eso, en el último desayuno, las caras se veían raras, cansadas, dichosas, culpables... Terminaba el paréntesis en la monotonía diaria, se avecinaba la avalancha de intercambios de teléfonos, de buenos deseos, la promesa de repetir...
Aunque ya estábamos casi todos, sentados y hambrientos, el desayuno no llegaba. Tampoco olía a pan tierno y café, ¿habría algún problema en la cocina? Al cabo de un buen rato, nos desperdigamos por la casa buscando y llamando a Rosalía, la dueña. Al fin, alguien la encontró. Estaba en la biblioteca, sentada en una butaca frente a un ventanal, con la cabeza abierta, muy blanca y seguramente muy fría; un hierro de la chimenea, manchado de sangre, cabello y algo blancuzco y repugnante, estaba cerca en el suelo; los lomos de los libros más cercanos brillaban con las salpicaduras de la sangre… Rápidamente, recorrí con la mirada todas las caras, que reflejaban  las más variadas emociones.
¡Estábamos en una ratonera!

Remedios LLano Pinna ©
Febrero de 2017
COMILLAS

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