miércoles, 8 de marzo de 2017

EL DESAYUNO

EL  DESAYUNO

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“Es el Cola Cao desayuno y merienda.
  Es el Cola Cao desayuno y merienda ideal…”
Y llegaba mi tía cargada de besos dulces, expandiendo el  perfume ―cual dama que era― y acarreando un paquete familiar y vistoso de Cola Cao. Nos lo traía para que fuéramos un poco más urbanitas. Mi madre lo colocaba en la repisa de la chimenea ―para que nos eclipsara―, aunque yo nunca lo probé y mis hermanos  tampoco   lo hicieron.
“Lo toma el ciclista que es el amo de la pista,
              Y  también el boxeador, que lucha que es un primor.”
Mi padre, atraído por el slogan dos veces atractivo ―energético y con sus ídolos―, añadía, de vez en  cuando, un cucharón a su tazón de leche con sopas hervidas de borona. Y la caja era sustituida por otra con sus colores nítidos y dibujos primorosos.
            Con los años, a la leche con sopas hervida a fuego lento, le fui añadiendo café aromático y antisomnífero.
            Y llegaron los hijos y por escrito solicitamos los cereales Corn Flakes. 
“A los del pueblo, no nos gustan esos productos tan exóticos”, nos aseguró la jefa de la cooperativa. Pero pronto llegaron los copos de maíz y cambió nuestro desayuno: zumo de naranja recién exprimido, un tazón de cereales y una tostada de miel con un vaso de café ―las hijas, quizá por los genes del abuelo, empezaron a disfrutar del Cola Cao―.  Así, nuestros desayunos fueron tomando un cariz real.
            Me levantaba a las 6:30 y preparaba legumbres, pescadito frito, huevos cocidos, bacon  ―más o menos, el menú de la comida y de la cena―; el aroma que se expandía por el resquicio de  la puerta hacía de despertador para mi familia. Además del desayuno ordinario, empezaron a picar de aquí y de allí y hacían lo que se llama “un desayuno completo”. A veces, les abría una lata de alubias blancas y otra de Corn Beef, que hacían las  delicias de mi marido.
            Con los estómagos repletos y exhalando diversos aromas, a las hijas solo les tocaba hacer sus camas; el fregado lo iba haciendo entre bocado y bocado y luego me dedicaba a la limpieza de la cocina…, ¡puf!
Me restregaba con fuerza y brío. Volaba al autobús mientras me abotonaba el abrigo. Y así, cual posesa, pasaron treinta y tantos años. En el colegio, apenas tenía tiempo para el cafecito; el sandwich lo engullía como engullen los pavos. 
Durante todos esos años anhelé levantarme a las 7:30, ¡una hora más tarde, para no volverme loca! Pero no cayó esa bicoca; todo lo contrario: caí enferma. A las clases, se me juntaban las correcciones de los cuadernillos, las reuniones de padres y madres…, auxiliada solo por un café de máquina.
            Llevo ocho años jubilada en Serdio, donde la tranquilidad es absoluta: cerca de  los Picos y del mar. Cada vez que me acerco, San Vicente me saluda, las naranjas y los limones me tiñen los ojos, la bandada de gaviotas desayuna esparciendo un olor a abono; “la finca”, segada por un experto, me hace partícipe de su hermosura; las flores que embellecen el camino me hacen sonreír; hasta el milano, que desde su observatorio escudriña su desayuno, mantiene su porte soberbio. Todo es telúrico, la tierra de la región me hace sentirme de esta forma tan especial. Cuatro curvas pueden tragarte si no vas arrimada a la cuneta, las palmeras esbeltas ondean a cámara lenta.  Freno  en el recodo: pasa en fila y a paso ligero la vacada holandesa. A cada paso, ven más cerca la tierna hierba… Desde su coche, el dueño “urbanita“ me saluda. 
También a mí se me ensaliva la boca ante el café deleitoso…

                                             San Vicente de la Barquera, a 31 de enero de 2017
                                                                         Isabel  Bascaran







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