miércoles, 8 de marzo de 2017

EL DESAYUNO

Paronimia
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            Solía llegar pronto a las inmediaciones de mi trabajo para que me diera tiempo a desayunar antes de empezar. A esas horas de la mañana, la cafetería donde acostumbraba a entrar, en pleno Paseo de Gracia de Barcelona, estaba siempre llena de gente y hacerse con una mesa era tarea poco menos que imposible, por lo que yo habitualmente desayunaba en la barra. No obstante, aquel día tuve suerte y me hice con la mesa de una pareja que acababa de levantarse. Así que allí estaba yo, cómodamente sentado, leyendo el periódico y tomándome un rico y humeante café con leche y un par de donuts ―¡qué tiempos aquéllos, en los uno comía lo que le venía en gana sin preocuparse por el colesterol!
            Me llamó la atención una señora, muy puesta ella, que desentonaba aparatosamente con el resto de quienes allí estábamos, aprestándonos a iniciar nuestra jornada de trabajo: vestía un abrigo corto de visón que la hacía parecer tan extraña como alguien vestido de frac en un partido de fútbol; peinado de peluquería, gafas grandes de concha, con incrustaciones de piedrecillas que brillaban como un pequeño firmamento alrededor de sus ojos; y sobre todo, joyas, muchas joyas. Pendientes de brillantes, un collar de perlas que le daba un montón de vueltas al cuello, anillos en casi todos los dedos, y pulseras que hacían mucho ruido al mover las manos. La mujer estaba claramente fuera de lugar, pero ella iba muy digna.
            Se movía entre las mesas, contrariada por no encontrar dónde sentarse. Cuando me crucé con su mirada, sentí un ramalazo de solidaridad y, sin pensármelo dos veces, me dirigí a ella:
            ―Si lo desea, puede compartir esta mesa conmigo. No va a ser fácil que encuentre una libre a estas horas.
            Exhibió una sonrisa encantadora y aceptó enseguida.
            ―Ay, qué amable es usted, no sabe cuánto se lo engrandezco ―dijo, mientras se sentaba―. Ya no existen muchos caballeros que tengan estas diferencias con las señoras. Ahora todos van a la suya, y además, como me ven así, tan arreglada, pues están llenos de perjuicios y les da como cosa dirigirse a mí.
            Ciertamente, había muchas conversaciones alrededor y yo no estaba seguro de si la había oído bien o me llegaban algunas sílabas deformadas por el ruido de fondo.
            ―¿Qué le apetece a usted tomar? ―le pregunté, al tiempo que hacía un gesto para que se acercara un camarero.
            ―Pues mire, la verdad es que me es inverosímil, no soy adepta a nada. Pero tomaré también un cafés con leche y un donus, como usted.
            Me recordó a otra persona que conocí hacía años, que se empeñó en contarme los detalles del parte metrológico y que aún me hace reír cuando me acuerdo de ella. ¡Qué más puede uno pedir que una señora emperifollada y diciendo disparates para empezar el día con buen humor! Así que le sonreí y le hablé de alguna tontería para tirarle de la lengua, aunque pronto pude comprobar que la señora no necesitaba mucha ayuda para eso.
            ―Perdone la indiscreción ―me cortó a la primera oportunidad―. Espero que no me acuse de inferirme en su vida privada, pero, como veo que ya no es usted un polluelo pero no lleva alianza, me pregunto yo: ¿cómo es que no se ha casado aún? ―y hacía muchos gestos con las manos para que sonaran las pulseras.
            ―Muy observadora, señora, pero sí: me he casado; y tres veces, por falta de una. Los hay que no aprendemos nunca.
            ―¡No me diga! ¿Es usted un polígramo?
            ―No, mujer, ni polígramo ni poliedro. Tres veces, pero no juntas: una después de la otra. ¿O es que me ve usted cara de masoquista?
            ―No, no, eso tampoco ―se apresuró a contestar―. Aunque no veo qué tendría de malo. De hecho, sin ir más lejos, mi hermano Arturo, que es el primigenio de mi familia, es masoquista de la Renfe y le va muy bien. Lo mismo lleva el tren a Madrid que a Bilbao, y nunca se pierde. Pero bueno, me alegro mucho de que no sea usted un prevertido, que ahora la gente se ha vuelto obesa con todo lo hace referencia al seso. Y ustedes los hombres, no me dirá que no, en lo único que piensan cuando están con una mujer es en sus pechos y su angina, ¡qué cochinos!
            ―Bueno ―me dio por seguirle la corriente―, ¡y si encima es una angina de pecho, ya, ni le cuento! Somos así.
            ―¡Ay, qué escurrente es usted, qué cosas dice! Pero no me diga que no tengo razón. ¿Y qué me dice de esos jóvenes tan modernos que lo mismo van con chicos que con chicas, como si fueran hierbafroditas? ¡Qué desgenerados! Mire, yo soy muy compresiva, pero con eso no puedo.
            ―Bueno, bueno, son una cosa… Yo, con los hierbafroditas, tampoco puedo, ¿eh? ―le seguí la corriente―. Y dígame, señora, ¿usted tiene hijos; algún nieto ya, a pesar de ser tan joven? ―y se hinchó, encantada con la alusión a su lozanía.
            ―Sólo una hija, Marujita. Pero no podré tener nietos, porque fíjese usted qué desgracia: resulta que ella es esméril, y su marido, para colmo, omnipotente. Pero se lo han tomado bien, ¿eh? Tienen una aptitud muy positiva. Están pensando en adaptar un niño, pero no sé, no sé. Estas cosas hay que pensarlas bien con el celebro.
            ―Bueno, no se preocupe; es que ahora, con tanta contaminación, hay mucha omnipotencia por ahí. Pero, bien pensado: ¡para qué quieren ustedes niños dándoles la murga! Usted, a pasarlo bien con su marido, que son cuatro días.
            ―¡Ay, mi marido! ¡Si yo le contara! Yo nunca hablo de mi marido de moto propia. Para no aburrir a la gente, ¿sabe? ―e inmediatamente se puso a hablarme de su marido―. Mi Ambrosio era médico, un endoclino muy inminente, y siempre estaba en el candelabro, siempre en olor de multitudes. Un día, un 30 de mayo ―me acuerdo porque era el día de San Frenando―, le iban a dar una medalla por una técnica que había descubierto para extripar tumores por lamparoscopia.  
            ―Uy, con eso de la lamparoscopia me imagino que habrá que tener mucho cuidado. ¡Mire que si se le muere el paciente electrocruzado! ―arriesgué yo, por ver si se daba cuenta.
            ―¡Qué tonterías dice usted, hombre! Pero le entiendo, ¿eh? Ya sé que la treminología médica es difícil para los que no están familiarizados con ella. A lo que iba: mi Ambrosio siempre fue muy puntual, como un reloj sueco, y aquel día, como era el ojomeneado, pues aún tenía que serlo más. Pero esa mañana se durmió, por lo que se levantó de muy mal humor y salió de casa a toda prisa, hecho un obelisco. Con tan mala suerte que, al cruzar la calle, le atropelló una frugoneta y el pobrecillo se quedó estratégico. A los dos meses, espiró, y ahora descansa en el pantalón familiar.
            ―Sí que lo siento, señora. Una verdadera desgracia. Con las frugonetas hay que ir con un cuidado…
            ―¡Qué le vamos a hacer! Pero no se crea, ¿eh?, que una tiene mucho sabor propio y sabe resinarse y tomar la vida como viene. No se gana nada siendo intrasingente.
            ―Por supuesto. Eso nunca. La intrasingencia no lleva a nada bueno.
            ―Afortunadamente, mi Ambrosio me dejó bien y no me falta de nada ―dijo, mientras se repasaba ella misma sus múltiples y ostentosas joyas―. Lo que pasa es que no soy de presumir. Además, soy muy sencilla y no me gusta lapidar el dinero, que como suba la infracción te quedas a dos velas. Yo pienso que tirar el dinero es un fragante delito, ¿no le parece a usted también?
            ―Bueno… fragantísimo.
―Hay gente que se piensa que tengo un poco de decencia senil, pero no es verdad. Lo que pasa es que soy muy abierta y enseguida le cojo efecto a la gente, como a usted, y se lo cuento todo. No le molesta, ¿verdad?
―¡Qué va, mujer! Cuando se le coge efecto a alguien, ya se sabe. Pero, bueno, se me hace tarde y he de irme a trabajar. Ha sido un placer desayunar con usted y no le exagero nada si le digo que no la olvidaré fácilmente.
            ―Ay, no me sea usted croqueto. ¡Qué cosas tiene! Va a conseguir que me romborice. Y muchísimas gracias por la invitación, es usted todo un caballero.
La habría invitado de todas formas, pero estaba claro que a la señora no le gustaba lapidar los cuartos. Así que pagué la cuenta, salimos juntos de la cafetería y nos despedimos.
            Cuando llegué al trabajo, mis compañeros me miraron sorprendidos, porque no acostumbraba a retrasarme.
            ―¿Te ha ocurrido algo? Diez minutos tarde, no es normal en ti.
            ―Nada, que he estado desayunando con todo un presonaje y vengo con la cabeza como un biombo.
            ―¿Te traigo una café y una aspirina?
            ―Pues igual sí.

José-Pedro Cladera ©

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