lunes, 27 de marzo de 2017

GOLONDRINAS

                                                       LA GOLONDRINA    

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Herb y sus amigos van  finalizando su jira por Orlando. Las últimas actuaciones apenas exigen ensayos. Los aplausos requieren su presencia bajo las tenues luces del  escenario.
            Las golondrinas, en cambio, aletean a porfía interminables horas antes de emprender su migración. ¡Están muy inquietas! ¡La próxima luna llena está tan cerca…! Las más experimentadas, las más recias, las que tienen en sus alas el peso de tantos kilómetros, son las maestras de las más novatas, de las más débiles. El éxodo desde el sur del Sahara hasta el norte de España les supondrá cientos de kilómetros.
Luego llegan los trinos para que las más cercanas acudan; después, las voces agudas para aquellas que viven más lejos. Llega el frenesí del encuentro general. Se saludan y van colocándose cerca de las conocidas; se rozan sus picos, se acicalan unas a otras. Y suena una especie de pitido. Todas vuelan en círculos, el aleteo es nervioso. Por fin, llegan las guías, que ocupan los primeros puestos. Vuelan durante la dulce luz de las estrellas, vuelan bajo la tenue luz del alba. Y avanzan, avanzan; despiertas o en duermevela. Se aparean durante el vuelo, se  cuentan sus cuitas; sus gorjeos son sones para las parejas. Aminoran o aceleran el vuelo al compás de su pareja. Van reconociendo el paisaje y luego avistan sus frescas casas de veraneo.
            Herb es un aerófobo. Siente con todo su corazón declinar la propuesta de su esposa; negarse a las pocas solicitudes de Theresa le produce un gran sinsabor, pero Herb  teme más al avión que al mal que le carcome las entrañas.
Al despedirse de sus amigos vecinos, las lágrimas mojan las mejillas sonrosadas de Herb. Sus abrazos son todavía fuertes como los de Hércules. Los de Theresa, sin embargo, son ligeros como el roce de una pluma; más, sentidos como los de una hija. Les cuesta separarse, parece que los dedos se han pegado por el contacto con los ojos, como si se hubieran convertido, de pronto, en pegamento.
El matrimonio se pone en marcha. Theresa ha dispuesto lo imprescindible: seis botes de aceitunas, verdes y negras; seis tabletas de chocolate, blanco y negro; y la nevera portátil, con agua fresquita. Durante muchos años han hecho el recorrido desde Florida a Hoosick, a ochenta kilómetros de Nueva York: mil cien kilómetros, sin pararse a pernoctar.
Herb ya ha disfrutado de dos botes de aceitunas y de mucho chocolate. Mientras, va rememorando las horas pasadas en su tractor verde y cantando a pleno pulmón su música preferida. Nadie interrumpe sus actuaciones; su perro Brown da sus tonos de soprano… Su esposa ya se ve abrazando a su hija Karla. Sus manos se han asedado y dorado con la kresala durante los cuatro meses que han pasado en el litoral.  De pronto, interrumpe sus recuerdos, algo extraño sucede: su esposo está estacionando el coche ante un restaurante Inn. Theresa protege la cara con las manos.  No  se atreve a mirarle. Hoy  es el aniversario de su primer encuentro. Él,  emigrante polaco; ella, procedente de Suecia. Su vida ha sido la de una pareja de enamorados; ninguna voz altisonante, ningún improperio. Y ahora… Le va mirando desde las ventanillas de sus manos. Las lágrimas le impiden ver con claridad la silueta de su querido esposo. Su corazón late como el plumón de las golondrinas… Llega un botones y, sin pronunciar palabra, saca la maleta del portamaletas. Luego, un suave “Hello” y le abre la puerta con amabilidad. Theresa camina a cámara lenta hacia el hotel.
Herb va a su encuentro. Parece fatigado, algo le va a decir, pero le da un beso y le coloca algo metálico en su mano derecha. Theresa le mira a los ojos azules que se abren como una parcelita en la galaxia. Es el destello de la llave de la habitación.  Ambos se funden en un abrazo.

                                         San Vicente de la Barquera, a 20 de marzo de 2017

                                                  Isabel Bascaran

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