lunes, 27 de marzo de 2017

GOLONDRINAS

GOLONDRINAS
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Sin querer que sea así, el pensar en ellas me retrotrae  a los años de mi más tierna infancia, porque posiblemente las golondrinas  sean los primeros pájaros que conocí en mi vida. Y te explico el porqué: Nací en una vieja casa ubicada en medio de cuatro casas más, unidas una a la otra lo mismo que se unían del brazo las muchachas de mi pueblo cuando los domingos por las tardes, después del rosario, salían a pasear cantando por la carretera. Aunque remozadas, las casas de mi barrio siguen conservando aquellos largos corredores con barandillas  y tornos de madera, donde yo descubrí por vez primera las golondrinas:
De dos en dos. Negras y blancas, como las monjas. Su presencia anunciaba la primavera. Las recuerdo de espalda, agarradas  sus  finísimas patas  a cualquiera de los dos largos alambres donde mi madre colgaba a secar  ropa de la colada. Juntas. Mirando siempre hacia afuera; al resto de las casas del pueblo que se extendían a lo largo del panorama. Emitían entre ellas dos un leve gorjeo, que siempre me dio la impresión de que era un parloteo, una crítica que hacían sobre mi persona cada vez que me veían salir al  balcón. Los días soleados estaban como más contentas. Los gorjeos se transformaban en trinos encadenados con un final alargado al que los críos de mi pueblo le inventamos una  letra, que decía: “Fui por mar, vine por mar, hice una casa como un pilar, y tú, te quedaste en casa, ¿y no hiciste ‘naaaaaaa’…?”
En el techo del corredor de mi casa había no menos de media docena de nidos, donde criaban. Trabajadoras meticulosas, con tierra amasada y largas yerbas que sirvieran como nervios de acero, reconstruían poco a poco  alguno de aquellos nidos que mis hermanas habían roto en invierno, con la esperanza de que a la primavera siguiente buscaran otro lugar. Porque la realidad era que las dichosas golondrinas ponían el piso del corredor hecho una pena con la tierra que caía y los excrementos que  dejaban. Cartones ponían en el suelo, pero siempre eran un incordio.
Respetábamos a las golondrinas, porque desde niños nos las mostraron nuestros mayores como aves protegidas por el cielo. Nos aseguraban que las golondrinas fueron quienes le arrancaron a Cristo las espinas que de su corona le habían quedado incrustadas en la cabeza, y nos aseguraron que si alguno les prohibía anidar en el techo de su casa, se le moriría la mejor vaca que tuviera en la cuadra. Y nada mejor que la mejor vaca poseía nadie en el pueblo.
Es curiosa la actitud de las golondrinas, que siempre les gustó vivir cerca de los humanos, sin ser excesivamente amigas de ellos. Gorriones y pisonderas se dejaron acercar mucho más a ellos y,  sin embargo, siempre anidaron más lejos.
Todavía hoy me sigue alegrando la presencia de las golondrinas, porque, entre otras cosas, son un certificado de buen tiempo. Y decoran el espacio vacío, con sus alas y colas horquilladas, sus  vuelos  raudos y sus picos chicos de anchas bocas con las que atrapan mil insectos que pululan en el espacio…
Jesús González ©



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