martes, 6 de junio de 2017

CELOS

CELOS
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Candela se enamoró siendo jovencita. En el pueblo no le faltaban pretendientes, pues era esbelta y risueña, pero puso sus ojos en un apuesto hombre de la capital, negociante de telas. Pronto se les vio agarraditos  de la mano, sonrientes como dos girasoles. Al lado de Candela caminaba su hermana Lucía, de “carabina”. Era un cometido harto  incómodo, así que, a veces, se hacía la despistada y, por el rabillo del ojo, veía los besos robados. Y en el cine, se sentaba en medio de los tortolitos.
Lucía trabajaba en la sastrería de su padre, hilvanando prendas, confeccionando trajes en papel, tomando medidas a los clientes… Su padre, convencido de las aptitudes de Lucía, la puso a trabajar bajo las directrices de Madamme Charlotte, en Madrid. Y allí, se presentó Hermógenes con el muestrario de telas. Al principio, sintió pena por aquella moza hermosa alejada de su pueblo y de su familia, por lo que la invitó a dar cortos paseos con el beneplácito de Madamme.    Luego, le fue regalando libros de Sánchez Ferlosio —El Jarama—; de Blasco Ibáñez —La barraca—; de Martín Vigil —La muerte está en camino—… Los paseos se volvieron cada vez más largos. Parece que, en uno de ellos, por El Retiro, fueron vistos por Celestina —una amiga de Candela—, que trabajaba en Madrid.
En la siguiente visita de Hermógenes a Frías, Candela le mostró la carta y le exhortó a que fuera sincero. Él, viéndola tan serena, con el azul límpido de sus ojos, no sólo lo asintió, sino que le confesó que había ido enamorándose de Lucía, poco a poco,  casi sin pretenderlo. Mientras Hermógenes  se confesaba, Candela guardaba silencio.

La duración del curso de modista oscilaba de dos a tres años. Pero Lucía logró el título en un año. Su madre la apremiaba a que volviera al pueblo, que fuera buena con su hermana y se alejara de “su amiguito”, mas fueron sus manos  expertas, su capacidad para elaborar los diseños más primorosos, las que lograron su nombramiento de especialista en un período tan inusual. Antes de volver a casa, las aprendices y Madamme la ayudaron con el ajuar, sabor a azahar.
Candela suavizaba sus nervios con los dedos al piano, silenciaba los gritos de su mente escuchando música sacra y curaba su herida en el corazón confeccionando su  ilusionante ajuar —Hermógenes Candela.

            Lucía y Hermógenes vivían en la casona que sus padres tenían en el centro de Valladolid. Sí, con los tres hijos como tres soles, era un matrimonio que rezumaba felicidad. Y, cuando se jubilaron los padres y fueron a vivir con ellos, Lucía agradeció al Señor que la hubiera colmado de tanta dicha —quizá  demasiada.
Y llegaron los tiempos difíciles: la inactividad fue succionando la vida de su buen  padre. Hermógenes enfermó de una rara incapacidad. Pasaba días postrado en la cama, generalmente inconsciente. Cuando la sangre irrigaba su cerebro, la sonrisa iluminaba su rostro y la casa. Besaba los labios y las manos de su esposa que con tanto anhelo lo cuidaba, y fue entregando su vida con amor.

Nada más decir “adiós” y “hasta luego” a su querido padre y esposo, se presentó Candela con su negra y alcanforada maleta. Ansiaba abrirla ante Lucía.  Contenía sábanas de seda con las iniciales “HC”: toallas de tejido egipcio, también marcadas con las letras “HC”; cojines bordados con dos corazones “HC”. Lucía, burlada por tal afrenta, pidió a su madre que la despidiera. Pero su madre fue inflexible: “Debes perdonarla”. Pero  fueron enrojeciendo las ascuas, después de aquella  ofensa.
En otra ocasión, Candela se presentó con un vestido confeccionado por las monjas del convento de Miraflores, que velaba el vestido que Lucía había elaborado para la primera comunión de su hija. Carmen prefirió el modelo de la tita. La hemorragia iba incrementándose. Un invierno, Candela venía engalanada con la capa original salmantina que años atrás le había regalado su novio. Todos la aplaudieron, a excepción de Lucía y de su madre.
A comienzos  de la primavera, Candela llegó  desmaquillada, inclinada por el  peso de la maleta —llevaba botellitas de agua bendita del Jordán—.
—Sí, esta casa necesita de mucha agua bendita para apagar el fuego que está quemando los cimientos —pensó  Lucía.
Aquella vez, Candela —con mucho disimulo—, fue cotejando si Carmencita estaría dispuesta a acompañarla a Burgos a finales del curso escolar. Abiertamente,  Lucía no puso reparos.
Mientras los niños jugaban fuera y los mayores echaban la siesta, Lucía [¿Carmencita?] se acercó al bolso de Candela y vio en él la esquina ocre de un impreso de adopción.    Corrió a la habitación de su madre que descansaba en una butaca; el papel oscilaba violentamente en las trémulas manos de Lucía [¿Carmencita?]. Cual bomba que está a punto de explotar, con la granada en una mano y asida a Lucía con la otra, irrumpió en la habitación de Candela. No hubo tiempo de quitarse el salto de cama.
                                           San Vicente de la Barquera, a 21 de mayo de 2017
                                            Isabel Bascaran                  


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