miércoles, 22 de noviembre de 2017

Iinfancia

LA INFANCIA
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            Soy una persona que afortunadamente recuerda muy bien su infancia. Comencé el colegio con tres añitos y aún recuerdo mis ganas de leer los dibujos de los cuentos y chistes, que llamábamos entonces. Puse mucho interés y creo que fui una de las primeras de clase en aprender. He tenido la gran suerte de conocer a mis cuatro abuelos; por parte de mi madre, los disfruté incluso de casada y con hijos.
            Siempre fui delgaducha y mala comedora. Mi madre me atiborraba de vitaminas, que, al paso de los años, dieron su fruto. Si cierro los ojos, me veo en brazos de mi abuelo Andrés, escuchando sus cuentos, que aún sigo yo contando.
            Tendría yo cinco añitos y, sin haberme preguntado, me desperté un día, o me despertaron mis padres. Sé que aún era de noche y hacía mucho frío: un abriguito rojo y unas botitas azules. Mi padre me tomó en sus brazos y, en compañía de mi abuela Pilar, nos metimos en un taxi, rumbo a Bilbao. Yo no entendía nada de nada. Mi abuela me explicaba que el cambio de aires le iba a venir muy bien a mi apetito y que en casa de mis tíos lo iba a pasar muy bien y, además, estaba mi prima.
            El viaje fue interminable. Al llegar, todo me parecía grande y ruidoso. Lo que más me gustó fueron las luces de neón, pues San Vicente me parecía en blanco y negro, y Bilbao era todo color.
            Cuando desperté al día siguiente, asomé mi cabecita a un gran ventanal. Pensé: “¡Qué suerte he tenido! Hay caballitos. Estaremos en las fiestas”. Más tarde, me explicaron que, en las ciudades, los había todos los días.
            Luego estaba el ascensor. Era el primero que yo veía en toda mi vida. Me encantaba subir y bajar, y eso que vivíamos en el primer piso. Y los porteros, que –todo sea dicho de paso– estaba un poco mosqueada con ellos, pues todos los días lo mismo: “Niña, ¡qué ojos tan grandes tienes!”. Yo pensaba en el lobo de Caperucita, y mis tíos sonreían: “Hija, ¡qué soñadora eres!”.
            Cuando volví, mis hermanos –que somos tres, y seguidos– apenas nos conocíamos.
            El verano siempre me acompaña lleno de gratos recuerdos, como ir al muelle a esperar a mi padre a que volviera de pescar y nos metiera en su barco. Luego estaban las comedias: cogías tu silla y en la plaza nos reuníamos todas las primas y la abuela. A pesar de no tener palomitas, era todo un espectáculo.
Luego estaba mi otra abuela, Josefa, la madre de mi padre, que viajaba a Madrid y, cuando nos iba a despedir, preguntaba a mi madre que qué le traigo a los niños cuando vuelva. “Josefa, un corte de tela para hacerles un vestido”. Yo, implorando con mis ojos: “Cuentos, abuela, cuentos, por favor. Sobre todo, de la pequeña Lulú”. Al final, nos traía las dos cosas.
Una de las cosas de las que guardo peor recuerdo son los Reyes, pues año tras año eran costureros. Por eso creo que no me ilusionan las labores.
Luego, el tema del cine de los domingos. Todas mis amigas, a general; yo, con mis hermanos, a butaca… ¡Qué envidia me daba el gallinero!
Como los polos de hielo: “No, no, que te hacen daño a la garganta. En todo caso, un helado”.
Me quedo con estas pinceladas, pues os aseguro que tendría para un libro.

Mari Carmen Bengochea ©


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