sábado, 3 de febrero de 2018

EL BESO



EL BESO 
Imagen relacionada
Fue el tema propuesto esta vez para nuestro Taller de Escritura y, al escucharlo, de sopetón, me recordé de Mena.
Verás: La conocí en mi pueblo siendo ya una anciana, pero alegre y jovial. Las arrugas de su rostro invitaban a suponer una mujer de juventud hermosa, y la luz de su mirada despedía continuos destellos de simpática sinceridad… Aunque natural de aquí, había vivido en Madrid, en Cádiz, y en Murcia, y tenía en su haber un montón de vivencias, que con frecuencia relataba con su gracejo especial…
Contaba, por ejemplo, que, siendo ella niña, su padre se desplazó desde Caviedes a la feria de San Mateo, en Reinosa, acompañado de otro vecino del pueblo. A pie, por supuesto, los cincuenta kilómetro más o menos que hay de uno a otro de estos lugares. Sendos atados de borona y tocino al hombro junto a  la bota del vino, y…’pies, para qué os quiero…’
            Les sorprendió el ocaso del día tras remontar los pueblos de  Cabuérniga y, pensando dónde habían de guarecer  en la noche, descubrieron  una luz  a lo lejos, lo que les hizo suponer  la cabaña de algún pastor, y se encaminaron a ella. Efectivamente: Llamaron a la puerta y les abrió un hombre de aspecto consumido, al que expusieron su viaje a la feria de Reinosa y la  necesidad de pernoctar aquella noche  entre la yerba seca de su pajar.
Amablemente, el hombre los invitó a sentarse al calor de la lumbre que tenía encendida, cuando, de repente, se abrió de nuevo la puerta y entró la pastora. Con la mirada de un basilisco, se dirigió a su marido, le dio dos bofetadas por haberlos admitido sin su permiso y, sin más contemplaciones, reanudó sus quehaceres.
Entre resignados suspiros, el hombre les preguntó quedamente qué les parecía la clase de mujer que le había tocado en suerte, y el padre de Mena, todo comprensivo y consolador, le respondió: “No se queje usted, que le pega, pero le deja llorar. A mí, la mía me pega, y encima no me deja llorar para que no encuentre ningún tipo de alivio…”
Contaba también que tuvieron un bar cuando  la familia vivió en Cádiz. Llegó al Gran Teatro Falla una compañía de zarzuela, y soñó con asistir a la representación, cosa imposible porque su marido estaba en el bar hasta altas horas de la madrugada y los niños eran pequeños. Solucionó el problema una amiga tan deseosa como ella  de ir al teatro: “Mira, le damos de cenar a los niños, los acostamos, que se duerman pronto, nos vamos al teatro y todavía volvemos a casa sin que tu marido haya vuelto del bar”.
Santa medicina: dicho, y hecho. Se fueron al teatro, vieron la zarzuela, regresaron y, por el camino  a casa, encontraron algunas vecinas que la advirtieron:  “Menuda la espera a usted en su casa, doña Filomena: los niños se despertaron y empezaron a barrear de tal forma que a la Juana, su vecina, no le quedó  más remedio que bajar al bar en busca de su marido, por miedo a que les pasara algo grave a las criaturas…”  Otra vecina: “Ojúuuu cómo está su marío. Tuvo que cerrar el bar y que venir a cuidar de los niños… ¡Usté verá cuando llegue a la casa!”
Cuando llegó a la casa, Mena fue derecha a su marido, le echó los brazos al cuello y le llenó de besos la cara mientras le susurraba al oído: “Si quieres, mañana me das una paliza; pero ahora mismo no me digas ni media palabra, que están todas las vecinas escuchando por las  ventanas del patio.” Y abriendo ella la suya, que daba  también al patio, comenzó a cantar: “Siempre me dices lo mismo, tus consejos no quiero escuchar…”, de la zarzuela que terminaba de ver.
Pero fue otra historia la que me recordó ‘El Beso’ del tema obligado: Hablando un día de jóvenes gamberros, Mena aseguró que los hubo en todas épocas. Mira, me dijo: “No es por vanidad, sino la pura verdad. De jóvenes, tu tía Mena (tuve una tía que también se llamó Mena) y yo éramos las mozas  más guapas de toda la comarca. En aquél entonces fuimos famosas las Menas de Caviedes.
Un día fuimos juntas a Santander. Con vestidos nuevos, zapatos nuevos, bien peinadas, bien empolvadas, parecíamos dos auténticas señoritas, cogidas del brazo y caminando sin prisa alguna por el Paseo de Pereda, cuando unos mozos que venían detrás nos empezaron a chistar: “He, la de acá, la de acá”. Y nosotras, todas tiesas, sin hacerles ningún caso. Ellos, insistentes: “La de acá, la de acá”. –“La de acá” era yo y, con mucho disimulo, le miré con el rabillo del ojo. Era guapo y buen mozo, pero seguimos tan tiesas.– “La de acá, la de acá”, insistió el muchacho. Y cuando al fin me volví para sonreírle ampliamente, repitió mirándome a la cara: “La de acá, bésale el culo a la de allá”. Soltó una risotada, se dieron media vuelta y se alejaron de nosotras…


       Jesús González©

2 comentarios:

jezabel dijo...

Me encantan tus textos, pero prefiero escucharlos de tu voz que leerlos yo, cada vez que lees un texto, me recuerdas las historias que me contaban de pequeña y me encanta esa sensación.

José-Pedro dijo...

Muy buena la perspectiva de la foto.