sábado, 3 de febrero de 2018

MANÍAS

PAPA, AQUÍ HUELE A DIOS…
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…Dijo la niña, mientras su padre podaba el seto de romero de la casa que la familia conservaba a duras penas en un apartado pueblo de Castilla. Tener ocho años ayuda a asociar el olor a romero como ingrediente del incienso y, a su vez, a este con Dios o, al menos, con la comprensión de Dios que una niña alcanza tras asistir a muchas misas en su colegio de monjas. Arrastrar a tu familia a la casa donde naciste y dedicar tu tiempo libre a que esta no se caiga nos [1] ayuda a disfrutar de todo aquello que la vida en la ciudad te niega.
Los intangibles de la felicidad, de la transcendencia, han caído en el olvido. Hemos sido incapaces de ver con claridad dónde queremos vivir más allá de si me cabe el coche en el garaje, el sofá de Ikea en el salón o la barbacoa en el jardín. No nos hemos parado a pensar en el tejido social en el que se desenvolverán nuestros hijos, las posibilidades de emprender negocios junto a nuestra casa, dónde pasearemos sin coger el coche o en qué bar cercano quedaremos con nuestros amigos a ver el partido el día que nos hartemos de lo poco que acompaña nuestra flamante smartfullhdtv. En otras palabras, no sabíamos lo que queríamos y, mientras lo pensamos, hemos consumido una cantidad de territorio nunca antes vista.
Cada ser humano tiene, en lo más profundo de su ser, unas necesidades y unas expectativas respecto a su casa. Conozco a quien, después de doce [2] horas de trabajo, necesita descalzarse y caminar por su jardín, quien descansa mejor pensando que su vecino de arriba es policía, quien pasear con su perro cuando las calles están en silencio es lo mejor del día, parejas que han convertido su casa en un santuario de cenas con amigos y sienten el vacío cada vez que no es así. Conozco a gente que consigue, casi siempre por puro azar, de su casa o donde esta se encuentra, momentos de felicidad; pero no conozco a nadie que haya pensando en ello cuando la compró, seguramente porque tampoco conozco a nadie, en condiciones de que le concedan una hipoteca, que sepa a qué huele Dios.

Santos Gutiérrez 

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