jueves, 18 de enero de 2018

MANIAS

MEDITERRÁNEO
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Clara se levantó como cada día, a la misma hora. Su masía, blanca como la espuma del mar, se alzaba orgullosa sobre el acantilado. De hecho, olía a pinos y buganvillas, que se extendían y alzaban por toda la propiedad. Las puertaventanas, pintadas de un añil brillante y suave, espiaban las olas que rompían a sus pies. Eran las seis de la mañana. Le encantaba levantarse cuando el día empezaba a despertar.
Se dirigió a la cocina y, como era manía en ella, calentó agua en la tetera; sólo entibiarla, ni más ni menos. Cogió un vaso de cristal tallado y lo llenó hasta arriba, y exprimió en él el zumo de medio limón. Ni se acordaba ya de cuántos años llevaba repitiendo la misma historia.
Miró a través de la ventana cuando los primeros rayos de sol nacían sobre aquel mar azul turquesa, cegándola con aquella explosión de luz: la luz del Mediterráneo.
Salió de la casa y atravesó descalza todo el inmenso bosque jardín. Bajó por la escalera, en la que cada peldaño era una profunda hendidura, fría, esculpida en las rocas. Cuando por fin sus pies se sintieron envueltos por aquella arena de oro de su calita de la Costa Brava, respiró muy profundamente. Deslizó de su cuerpo, muy despacio, la combinación de satén perlada, que cayó al suelo como a cámara lenta. Su cuerpo seguía siendo aún joven, esbelto; pero frágil, aunque su andar era firme. Se zambulló en el agua cristalina, sólo unos pocos minutos. Salió y se puso la ropa, que se le pegó por completo a la piel.
Subió a la masía, se duchó y extendió sobre su cuerpo una fina capa de crema Opium. ¡Cómo adoraba aquel olor en su piel! Sus amigas le decían que a ella le olía diferente, extremadamente suave.
Desayunó las naranjas, las semillas y la tarta de chocolate con almendras –otra de sus tantísimas manías–. Cogió una cesta de mimbre, que había comprado en un pueblecito del Ampurdán, y la bicicleta. Pedaleó por todo el camí de ronda, que serpenteaba por los escarpados acantilados, hasta llegar en pocos minutos a S´Agaró. Compró pescado fresco y unas verduras a María, una payesa del pueblo. Dio una vuelta por las calles adoquinadas, con sus pronunciadas pendientes, y adquirió varias cosas que necesitaba.
Miró el reloj de la Iglesia y vio que ya era la una. ¡Cómo pasaban las horas en aquella bella localidad, con su buena gente y con ese cielo tan inmensamente azul que parecía sacado de la misma paleta de Van Gogh! El corazón se le aceleraba: era su tierra, la que ella tanto adoraba.
Se fue a comer a un pequeño restaurante frente al mar, donde los obenques de los barcos no dejaban de sonar. Pidió ensalada con xató y gambas de Palamós. Miró y, cuando nadie la veía, cogió el pan redondo de payés y le hizo la señal de la cruz por el reverso, antes de cortarlo con el cuchillo –lo vio hacer a su abuela, lo veía en su madre y ella, desde que tuvo uso de razón, también lo hacía; era otra de sus grandes manías.
Se levantó, pagó y se marchó, y el aire tras ella olía a oriente, de jazmín y canela fresca, que dejaba a Mateo, el dueño, sin aliento.
Una vez en casa, se cambió y se puso un vestido blanco de fino hilo ibicenco. Se preparó una manzanilla y salió a la glorieta del jardín. Al salir, acarició con ternura a Vargas Llosa, y le pareció que él le sonreía desde las tapas de La fiesta del chivo, que reposaba sobre un velador de roble antiguo con incrustaciones geométricas de marfil. Se rió para sus adentros.
De repente, empezó a repasar su vida. Su hija vivía en Los Ángeles, donde estudiaba Historia en la universidad. Su marido se iba muy temprano por la mañana a su despacho de Barcelona. Llegaba a la hora de cenar, casi siempre con bombones o flores…, que seguramente compraba su secretaria. Los fines de semana cogían el velero e iban hasta Cadaqués, a ver a los amigos. Su subconsciente estaba a muchas millas de allí, huyendo de donde sólo había cabida para el aburrimiento que le proporcionaba aquella gente. Si algo detestaba era la gente aburrida.
Cuando se dio cuenta, las lágrimas resbalaban por sus pálidas mejillas hasta llegar a sus labios rojos. El viento mecía sus cabellos como el fuego. Lo tenía todo… ¿Lo tenía todo? Reposaba, pensaba y sabía con toda certeza que sólo le quedaban dos cosas: la soledad y su mar Mediterráneo, ese mar que nunca la abandonaría.


Francis Cortés Pahissa ©

1 comentario:

jezabel dijo...

Me sorprendiste con tu relato, te lo dije en directo, pero cuando le subí al blog le volví a releer y me gusto mas que la primera vez, espero con ansias los siguientes textos... aunque del beso no tenemos tuyos espero que este mes si tengamos.