martes, 20 de marzo de 2018

JUGUETE ROTO


LA CASA DE LOS GITANOS
Resultado de imagen de BURRO MEDIO DORMIDO

No era de los gitanos, por supuesto. Era de la familia Gil, unos oriundos del pueblo que tenían bodegas de vino en el Puerto de Santa María, donde vivían.
Una casa  toda de piedra, grande y hermosa, que parecía condenada a permanecer eternamente cerrada; que tenía adosadas las ruinas de una cuadra que, a juzgar por las vigas quemadas que conservaba, en algún tiempo debió de ser pasto de las llamas; y haciendo escuadra con estas ruinas, había una socarrena, donde vecinos cercanos guardaban  madera y aperos de labranza. De frente y hasta  el vértice que separaba los caminos que van a  la Corraliega y al Cotero, tenía una braña  con un trozo  de tierra sin yerba, donde solían ‘ganar la cebada’ los burros de aquellos barrios.
Que yo recuerde, solo un par de veranos vinieron los dueños a pasar el mes de agosto en la casa de piedra: Antonio Gil, el oriundo, su esposa Emilia, una andaluza  morena, flamencota y con pachorra, y sus tres hijas, Emilita, Encarnita y Pilarin, de edades  parecidas a las de los críos que habíamos en el barrio. Antonio, como buen bodeguero, era bebedor. Además, era sociable, hablador y amigo de invitar a cuantos le rodeaban, cosa que, sin proponérselo, le comprometía a ser el último que por las noches salía de los bares, antes de que el dueño diera media vuelta a la llave de la cerradura.
Regresaba tarde a  la casa, y Emilia, preocupada, salió más de una noche en su busca. Una de aquellas noches encontró cerrada la taberna del pueblo y, pensando que estaría alternando en la de Treceño, continuó camino, porque la experiencia le había dicho que más de una vez  su marido necesitó ayuda para volver; y a la salida del pueblo, justamente frente a la puerta rota y desvencijada del cementerio, vio un bulto en el suelo. Emilia, maternal y solícita, se agachó  y comenzó a darle tiernas palmadas: “Antonio, hijo, haz un pequeño esfuerzo, que yo te ayudo a levantar…” –Fue al encontrar tanto pelo en sus palmadas cuando Emilia se percibió de que estaba acariciando a un burro medio dormido.
Así era Antonio, y así era Emilia. Otro día, en la taberna de Agustina, Antonio bebía con unos amigos cuando entró Emilia con el brazo izquierdo vendado y sujeto a un pañuelo que llevaba atado al cuello. Sorprendido, el hombre preguntó: “¿Qué te ha pasado, Emilia?” Y la andaluza, soltando con aire la venda, le respondió: “No me pasó  nada, mira. Pero como saliste de casa enfadado conmigo, lo hice para ver si me hablabas…” –Sería  Emilia así por ser andaluza, o sería por ser…
Pero, salvo esos dos años, que yo recuerde, la casa permaneció totalmente cerrada hasta muchos años más tarde, que la compraron Concha y Víctor, para hacer de ella una mansión.
Los gitanos la hicieron sede de su estancia, al menos durante tres o cuatro días al mes, que era la frecuencia con que  el clan de El tuerto vino durante muchos años  a mi pueblo. No la casa propiamente dicha, sino la braña donde pacían sus burros y donde, entre cuatro piedras grandes, encendían el fuego donde guisaban y se calentaban, y la socarrena donde extendían los colchones en que habían de dormir.
Nosotros, los críos del barrio, lo pasábamos en grande jugando con los hijos de El tuerto: Rosa, la mayor, una gitana guapísima, de ojos azules como el cielo y un lunar en la mejilla que la agraciaba de forma especial… Con ella  y sus muchos hermanos, aprendimos a cantar mientras jugábamos al corro, cogidos todos de las manos, aquello de: Tú eres Pepe ‘Lalomero’, tu eres ‘ma’ vida, tu eras ‘ma-mór’, tu eres ‘ma’ vida, de mi corazón…
Pero, un día, el clan de El tuerto dejó de venir, y se nos rompió el juguete. Solo quedó la casa, que los viejos aún seguimos llamando ‘de los gitanos’.

Jesús González©

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