LA CASA DE LOS GITANOS

No era de los gitanos, por supuesto. Era
de la familia Gil, unos oriundos del pueblo que tenían bodegas de vino en el
Puerto de Santa María, donde vivían.
Una casa toda de piedra, grande y
hermosa, que parecía condenada a permanecer eternamente cerrada; que tenía
adosadas las ruinas de una cuadra que, a juzgar por las vigas quemadas que
conservaba, en algún tiempo debió de ser pasto de las llamas; y haciendo
escuadra con estas ruinas, había una socarrena, donde vecinos cercanos
guardaban madera y aperos de labranza. De frente y hasta el vértice
que separaba los caminos que van a la Corraliega y al Cotero, tenía una
braña con un trozo de tierra sin yerba, donde solían ‘ganar la
cebada’ los burros de aquellos barrios.
Que yo recuerde, solo un par de veranos
vinieron los dueños a pasar el mes de agosto en la casa de piedra: Antonio Gil,
el oriundo, su esposa Emilia, una andaluza morena, flamencota y con
pachorra, y sus tres hijas, Emilita, Encarnita y Pilarin, de edades
parecidas a las de los críos que habíamos en el barrio. Antonio, como
buen bodeguero, era bebedor. Además, era sociable, hablador y amigo de invitar
a cuantos le rodeaban, cosa que, sin proponérselo, le comprometía a ser el
último que por las noches salía de los bares, antes de que el dueño diera media
vuelta a la llave de la cerradura.
Regresaba tarde a la casa, y Emilia,
preocupada, salió más de una noche en su busca. Una de aquellas noches encontró
cerrada la taberna del pueblo y, pensando que estaría alternando en la de
Treceño, continuó camino, porque la experiencia le había dicho que más de una
vez su marido necesitó ayuda para volver; y a la salida del pueblo,
justamente frente a la puerta rota y desvencijada del cementerio, vio un bulto
en el suelo. Emilia, maternal y solícita, se agachó y comenzó a darle
tiernas palmadas: “Antonio, hijo, haz un pequeño esfuerzo, que yo te ayudo a
levantar…” –Fue al encontrar tanto pelo en sus palmadas cuando Emilia se
percibió de que estaba acariciando a un burro medio dormido.
Así era Antonio, y así era Emilia. Otro
día, en la taberna de Agustina, Antonio bebía con unos amigos cuando entró
Emilia con el brazo izquierdo vendado y sujeto a un pañuelo que llevaba
atado al cuello. Sorprendido, el hombre preguntó: “¿Qué te ha pasado, Emilia?”
Y la andaluza, soltando con aire la venda, le respondió: “No me pasó
nada, mira. Pero como saliste de casa enfadado conmigo, lo hice para ver
si me hablabas…” –Sería Emilia así por ser andaluza, o sería por ser…
Pero, salvo esos dos años, que yo recuerde,
la casa permaneció totalmente cerrada hasta muchos años más tarde, que la
compraron Concha y Víctor, para hacer de ella una mansión.
Los gitanos la hicieron sede de su
estancia, al menos durante tres o cuatro días al mes, que era la frecuencia con
que el clan de El tuerto vino
durante muchos años a mi pueblo. No la casa propiamente dicha, sino la
braña donde pacían sus burros y donde, entre cuatro piedras grandes, encendían
el fuego donde guisaban y se calentaban, y la socarrena donde extendían los
colchones en que habían de dormir.
Nosotros, los críos del barrio, lo
pasábamos en grande jugando con los hijos de El tuerto: Rosa, la mayor, una gitana guapísima, de ojos azules
como el cielo y un lunar en la mejilla que la agraciaba de forma especial… Con
ella y sus muchos hermanos, aprendimos a cantar mientras jugábamos al
corro, cogidos todos de las manos, aquello de: Tú eres Pepe ‘Lalomero’, tu eres ‘ma’ vida, tu eras ‘ma-mór’, tu eres
‘ma’ vida, de mi corazón…
Pero, un día, el clan de El tuerto dejó de venir, y se nos rompió
el juguete. Solo quedó la casa, que los viejos aún seguimos llamando ‘de los
gitanos’.
Jesús
González©
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