martes, 20 de marzo de 2018

JUGUETE ROTO


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“Playa de Riazor”, petrolero. Destino: Golfo Pérsico.
Peso bruto: 53.600 toneladas.
Peso muerto: 103.000 toneladas.
Eslora: 252,00 metros.
Manga: 39,00 metros.
Punta: 18,92 metros.
Velocidad: 16,40 nudos.
Botadura: 7 de julio de 1970.
Tripulación: 52 personas.
Fue el mayor buque botado hasta entonces en el norte de España. Perteneciente a la Naviera Fierro. 

Elisa ya estaba arrepentida de haber preguntado a su suegro... ¿Cuántas toneladas...? No la dejó terminar. Le lanzó lo arriba escrito así, a bocajarro. ¿Para que no hiciera más preguntas?
Ella llevaba escasos meses casada con Luis. Era el año 1980. Veintitrés añitos, tímida, educada. Su suegro era el capitán del Playa de Riazor: hombre correcto, frío, distante; delgado, pelo muy negro, engominado, y un gran bigote, también negro.
El estrenado matrimonio recibió, un sábado, una llamada telefónica, muy temprano, como siempre, de la estrenada suegra de Elisa:
–Elisa, ¿os he despertado?, ¿qué hacéis, hija?
Elisa, para sus adentros: ¡Pués dormir! ¡Son las ocho y media y sábado!
Pero respondió;
–Desayunando.
–Os llamo para comunicaros que el viernes viene tu suegro a la ciudad y quiere que subamos los tres al barco. Estará fondeado a ocho millas, como siempre.
El viernes por la tarde, estaban los tres y un marinero sentados dentro de la embarcación del práctico del puerto. Primavera, sol, buena temperatura; pero el Mediterráneo, movidito. Elisa, inquieta; su marido y suegra, tranquilos, charlaban animadamente. Al cabo de una interminable navegación para ella, el práctico realizó la maniobra de abarloar. Elisa miró hacia arriba; le pareció imposible subir hasta allí. Una escalera de gato interminable, desplegada en la borda del gran buque, la esperaba, con cabos de cuerda y peldaños de madera, y allí arriba, unas cabecitas asomadas. Su suegra, decidida y acostumbrada, fue la primera en trepar, a la voz del marinero, que les explicó:
–Cuando suba con la ola el práctico, es el momento de sujetarse a la escala.
¡Dios mío!, pensó Elisa. Siguió a su suegra, a la voz de “¡ahora!” del marinero. Sin saberlo, comenzó a subir, peldaño a peldaño, aferrada a las cuerdas. Notaba como le dolían los dedos, seguida de Luis, que le decía que no mirase para abajo.
Ya a bordo, les recibió, el marido, suegro y padre, en ese orden. Elisa se asomó por la borda –¿yo estaba ahí abajo?–, pero se hizo la valiente. Ante la pregunta de su suegro, respondió:
–Estoy bien, gracias, Julio.
El petrolero era enorme. Les llevó a su camarote. Era como la habitación de un buen hotel: paredes enteladas verde hoja, gran cama, armario empotrado, escritorio de madera, sillón de cuero, baño, televisión, suelo enmoquetado, también en verde. Hizo que les sirvieran café y pastas. Más tarde, Elisa y Luis fueron con Julio por las salas de máquinas; su suegra, no, ya lo tenía muy visto. Les presentaba a los tripulantes que se iban encontrando. Las máquinas eran impresionantes, dos o tres pisos, un calor sofocante y ruido, mucho. Luego, los camarotes del personal, habitación del armador, comedores, etc. A Elisa le encantó el llamativo puente de mandos, enorme, tantos aparatos, y los grandes ventanales. Julio les contó que, a la gran chimenea del petrolero, en Guinea, la ametrallaron, y que esto era súper peligroso, ya que  iban a tope de petróleo y a la menor chispa..., ¡BUM!
Llegó la hora de partir. La bajada a la barca del práctico la realizó primero Luis, como buen caballero, y luego la suegra y Elisa. Todo bien, hasta que le tocó a ella. El fornido marinero, muy pendiente, cuando el práctico subió con las olas, grito “¡Ahora!” Pero Elisa no coordinó y se soltó de la escalera de gato a destiempo. –¡Aquí me quedo, aplastada entre el buque y el práctico!– Fueron segundos en el aire y, de pronto..., unos brazos fuertes, fornidos, le hicieron mucho daño en la cintura. Zarandeada, se vio a bordo de la embarcación, sana y salva, abrazada por Luis.
De esto hace treinta y ocho años y ella aún recuerda que se sintió como un juguete roto, volando en los brazos de aquel marinero que le salvó la vida, y eternamente agradecida.

                                                                              Ana Pérez Urquiza



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