martes, 20 de marzo de 2018

JUGUETE ROTO


JUGUETE ROTO
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Marisa miraba embelesada la mañana desde la ventana. El otoño, ya avanzado, comenzaba a dar su peor cara. El cielo plomizo presagiaba tormenta. Y llegó: el viento meneaba sus cortinas vaporosas de muselina; un rayo rasgó el cielo y a un  retumbar de truenos le siguió una buena granizada. Ya no se podía posponer el cambio ni eludir lo que se venía encima.
Comenzó a recoger la ropa de verano metiéndola en bolsas y cambiando las perchas de sitio con la ropa de abrigo. Seguro que los edredones pedían a gritos sacarlos de donde estaban comprimidos, y subió a la buhardilla con los brazos llenos.
Le saludaron las maletas, mantas, almohadas, cojines, bolsas con ropa y cajas con juegos de los niños, amén de los adornos navideños, de peluches y algún que otro pequeño mueble que, dando pena tirarlo, se había quedado a engrosar tan singular espacio.
De repente, sus ojos se posaron en una maleta que hacía mucho tiempo que no abría. Lo hizo y, ante sus ojos, aparecieron algunos de sus juguetes de cuando era muy pequeña: cuentos, dos muñecas, un saltador, un diábolo, y unos cuantos álbumes de cromos, todos siempre a falta de algunos que nunca salían. Sisí, Pollyana, Los Diez Mandamientos… Había una cajita y enseguida se acordó de lo que contenía. La abrió y apareció su juego de café de porcelana, chiquito; el azucarero y dos tacitas rotas afeaban el conjunto –así se quedaron y así se guardaron.
Dejó todo  para otro momento  y decidió arreglarlo con un pegamento bueno y transparente, de los que se usan ahora. Bajó con ello, recordando como lo había roto.

Una tarde de verano; tendría unos seis años…
–Mamá, ¿me dejas bajar a la acera a jugar con mis cacharritos?
–Vale, pero que no se te ocurra salir a la carretera.
–¡Que no, mamá!
Cogí una alacena de madera, preciosa, que me habían traído los Reyes Magos, e introduje unos cacharritos y el juego de café. Casi no podía bajar las escaleras.
Me puse a jugar junto al portal. Al poco rato, apareció mi amigo Juan Manuel, que vivía en una casa contigua a mi piso.
–¿Vienes a jugar a mi casa?
–No puedo, ¿no ves que estoy jugando con mis cacharritos?
–¡Pues tíralos!
–¡Ah, pues vale!
Ni corta ni perezosa, crucé la calle. Al otro lado, había una finca grande, sin construir y los bordes, con bardales. Dejé la alacena vacía.
Me fui con él a su casa. Siempre me daban miedo unos cuadros oscuros al subir la escalera hacia el mirador donde estuvimos jugando. Su madre nos dio la merienda, pero yo no hacía más que pensar en mis cacharritos. Dije que me iba.
–Crucé de nuevo la carretera para recuperarlos. Me puse los brazos llenos de arañazos. Conseguí recogerlos todos, pero el juego había caído encima de una piedra grande…
–Mi madre estaba furiosa.
–¿Dónde estabas? Miré por la ventana y no te veía. Ya iba a bajar a buscarte.
–¡EN CASA DE JUAN MANUEEL…!

Marisa volvió de su ensimismamiento… ¡El juego estaba quedando perfecto! Hasta pensó hacerle un hueco en la vitrina. Tendría que buscar una pequeña bandejita.
Puso la televisión. Estaban echando las noticias –como siempre, nada agradables–. De repente, otra vez la tragedia: asesinato de una joven. Se la veía en la cama, desmadejada. Alguien había confundido a un ser humano con una muñeca y, después de jugar con ella, decidió romperla…
                                                          
                                                                       Mª EULALIA DELGADO GONZÁLEZ
                                                                                  Febrero 2018

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