NOCHE
Y DÍA
Tras
abrir la puerta del baño, miró a su alrededor para asegurarse de que no hubiese
nadie. Retumbaban los graves con ese sonido hueco y amortiguado que sólo se genera
en los servicios de los garitos poderosos. Había sido un día caluroso de verano
y Bacon y Tano habían decidido, como otras tantas noches, poner rumbo al Friends,
uno de los templos de la noche electrónica capitalina. Se dirigió a la última
puerta a la derecha —como le había indicado Tano antes de entrar—, la empujó y
descubrió con agrado que, sobre el dispositivo del papel higiénico, le esperaba
una espesa línea de farlopa y un turulo enrollado. Eran principios de los
noventa y había algunos segmentos de la juventud que habían desarrollado esos
hábitos tóxicos de mezclar alcohol y coca de forma habitual y, en los días
especiales, también lo aliñaban con algunas pastillas de MDMA. La aspiró con
vehemencia y pasó el dedo humedecido para limpiar y aprovechar los restos que habían
quedado.
Una
vez fuera, todavía con el amargor en la garganta y la euforia inmediata
generada por la zarpa, comenzó a buscar a Tano, abriéndose paso entre la
multitud de cuerpos poseídos por el ritmo sincopado de los beats; algunos, con las miradas perdidas y otros, con ojos de
lascivia. Le encontró apoyado en la barra, pavoneándose en compañía de una tronca
–o eso parecía por los ademanes que hacía–. Tano le miró y sonrió con un gesto
de ‘no me molestes demasiado, que he pillado cacho’.
—
Ah, por cierto, te presento a mi amigo Bacon, que andaba por ahí perdido y creo
que se tenía que ir. ¿Y tú, perdona, te llamas?
—
Me llamo Genoveva, pero me puedes llamar Geno.
—
Yo soy Tano —ella le plantó dos besos que sobrepasaban con creces lo que uno
estaba acostumbrado para una primera presentación.
Bacon
y Tano se miraron con complicidad y cierta maldad al escuchar el seseo de su
nueva conquista. Les seguía haciendo gracia esa forma de hablar que tenían
algunos –claramente, con un personaje así, se trataría de un rollo de una
noche.
—¿Nos
disculpas un momento? Tengo que darle una cosa del coche a mi amigo —dijo Tano.
Salieron
fuera y Tano le suplicó a Bacon que, por favor, abriese la tienda en el turno
de mañana. Había habido un contratiempo de última hora con la persona que tenía
que abrir y Tano, además de estar con el calentón de la pija, no era lo bastante
fuerte para poder ir a trabajar después de haber empezado a consumir sustancias
varias.
Bacon
respondió que ni loco volvería al Noche y
Día; que habían quedado para salir de fiesta y que no estaba en sus planes
rematarlo regresando a aquel infierno. Tano siguió rogándole y rogándole, argumentándole
que la mañana no tenía nada que ver con el turno de noche, que de día iba gente
normal.
—Gente
normal —repitió sus palabras con desdén–. ¿Me estás vacilando o qué?
Volver
al Noche y Día a aguantar a
proxenetas queriéndose hacer amigo tuyo —pensó Bacon.
Bacon
había estado dos veranos, durante los meses de julio, trabajando allí para
sacar algo de dinero de cara a agosto. El establecimiento era uno de tantos que
la familia de Tano tenía en aquella zona y que él dirigía, y éste, sin duda,
era el más rentable: un 24 horas en el epicentro del infierno.
En
aquellos dos veranos, Bacon hacía los turnos de noche, desde las once hasta las
siete de la mañana. Su misión consistía en estar en la caja, acompañado de un
imprescindible guardia de seguridad, cobrando sobre todo a la comitiva de
muertos vivientes, prostitutas, chulos y yonquis que pululaban por aquel lugar
y a aquellas horas. Todos los que pasaban por allí eran sospechosos, pues, ¿por
qué alguien iba a hacer la compra en un lugar donde todo costaba diez veces
más? Sólo podría perderse allí dentro algún excéntrico o turista muy despistado.
Lo
que más se vendía, sin lugar a dudas, eran los yogures líquidos, ‘la bebida
oficial de los yonquis’: era fácil de digerir y los mantenía vivos. Pero
también había otro producto estrella y que iba casi a la par que los yogures, el
chocolate blanco Milkybar, cuyo papel de plata tenía unas propiedades
especiales para poder quemar los chinos de caballo y así dar las bocanadas
aspirando con un billete o canutillo (tendencia más limpia que degollarse los
brazos con agujas, aunque, de la misma forma, a nivel estético, les destrozaba
la boca y era igual o más adictivo). También se vendía mucho alcohol del duro y,
por supuesto, cervezas; éstas, sobre todo, a los proxenetas que intentaban
apostarse allí dentro como si fuese un bar y había que invitarles cortésmente a
que abandonasen el local. En las cámaras frigoríficas, algunos de los negros
que trapicheaban con las pelotas de caballo que ocultaban debajo de su lengua
las dejaban escondidas entre los quesitos, flanes y yogures y, de vez en cuando
y si intuían que había pasma, tenían que tirarlas o tragárselas.
Los
días más cruentos, se producía alguna pelea en el interior, como aquel desgraciado
que prácticamente se desangró de un navajazo en el estómago y que trató de
frenar la hemorragia con un paquete de pan Bimbo, que fue lo primero que
alcanzó como síntoma [Nota 1] de supervivencia. Otras veces, entraban
vagabundos desarrapados, que al final resultaban ser policías, y te enseñaban
la placa diciendo que iba venir una banda de iraníes a atracar y que no hiciesen
nada, que entregasen el dinero, que ellos les cogerían más tarde en la calle. Sin
dudarlo ni un segundo, en aquellos casos, no arriesgaban la vida jugando a Baretta versus una banda de sicópatas
con recortadas y se procedía a cerrar la tienda y, al día siguiente, se le
comunicaba a Tano, que para eso eran amigos.
Por
allí, todos eran sospechosos; se encontraba a antiguos compañeros del colegio,
que se delataban llevándose la tabletita de Milkybar –éstos, aunque con trajes
caros y todavía a esas horas bien planchados (seguro que trabajarían en alguna
consultora o agencia de publicidad), mostraban una delgadez extrema y
progresiva en sus caras; ser de buena familia les otorgaba algunos comodines de
más en el descenso a los infiernos–. Otros, que siempre le habían parecido en
la infancia y adolescencia de tendencias afeminadas, por allí se pasaban
travestidos, a calzón quitado –ya no había nada que ocultar, al menos entre
ellos y en ese momento.
Volver
al Noche y Día para coger los
alicates y los guantes de látex –se le revolvió el estómago sólo de pensarlo–.
Eran las herramientas de defensa que Bacon utilizaba para cobrar y devolver el
dinero. Los yonquis tenían las manos tan hinchadas de los picotazos que
cualquier rozadura les producía heridas y, debido a su escaso control motriz,
al intentar pagar sus yogures, se arañaban y pequeñas tiznas de sangre salpicaban
el mostrador beige. Y por si fuera poco, las putas, a la hora de abonar, y para
que no se lo quitasen los chulos, se sacaban los billetes de las bragas o de
los zapatos. Además, la mayoría de esos talegos
venían requemados de inhalar los chinos. Los guantes y alicates, sin duda, eran
el gran aliado para no contaminarse sabe Dios con qué. Volver al Noche y Día, no, nunca más
Tano
insistía tanto y Bacon sabía que era el único que podía hacerlo en aquel
momento. Al fin y al cabo, eran demasiado amigos para negarle un favor.
—Y
tú te llamas Tano, de Cayetano, ¿verdad? –preguntó la pija.
—No.
Se llama Tano, de gi-ta-no —aclaró Bacon, marcando bien las silabas.
En
ese momento, no pudieron más que retorcerse de risa y empezar a dar espasmos cada
uno por un lado, de lo cómica que les había parecido la pregunta; solían reírse
de todo y de todos, con una sensación de inmortalidad que se tiene en esas
edades tempranas. Le llamaban Tano, ya desde el colegio, por su tez morena, y probablemente,
con un sombrero y un bigote, se hubiese mimetizado sin problemas en cualquier
clan de los poblados.
—¡Qué
graciositos sois! —dijo Genoveva, todavía creyendo que lo de Tano, de gitano,
era una broma más.
Subieron
los tres al coche y atravesaron la ciudad en menos de diez de minutos. Sólo
interrumpían su marcha los camiones que limpiaban las calles mientras sonaba en
el interior I’m Waiting for the Man,
de ‘la Velvet’.
Ante
el estupor de ella, aspiraron la última línea en la puerta del Noche y Día. Tano le entregó las llaves
del local y, con su pija dentro, salió derrapando; tenían prisa por consumar la
noche.
Empezaba
el día y Bacon observó el escaparate, que dejaba ver el interior del local con
una luminosidad diferente de la que conocía. La previsión para hoy era la misma
que la del día anterior: máximas de 44 grados. Respiró hondo varias veces el
aire fresco que quedaba del amanecer y empezó a abrir los cierres, cometido que
no había hecho nunca hasta entonces. Cuando solía aterrizar por allí, estaba
todo el circo montado y esta vez, además, no habría guardia de seguridad.
Se
dirigió al cuarto donde le había indicado que estaba el general de la luz. Observó
los plomos, buscó el interruptor, lo pulsó y estalló un fogonazo de luz azul en
el cuadro que se traspasó por todo su cuerpo y que le catapultó, golpeándose
contra la pared de atrás. Se quedó tendido en el suelo unos instantes y, poco y
poco, se levantó, incrédulo de lo que acababa de pasar y también agradecido de
seguir con vida, aunque con el corazón muy acelerado. Se decidió a coger un
palo de escoba y, por fin, encendió las luces del súper.
Ya
sólo quedaba abrirlo al público. Se dirigió a la entrada y allí estaba esperando
un cliente. No podía ser lo que estaba viendo, no había caído en que todavía podría
recibir a las huestes de los after-hours.
Lo dejó pasar. Mediría casi dos metros, sólo las plataformas que llevaba serían
de unos veinte centímetros; entró tambaleándose de tal forma que parecía que
fuese a tirar un lineal entero. Cogió un yogur líquido, como no podía ser de
otra forma, y se fue acercando a la caja con el clásico balanceo etílico. Se
plantó frente a Bacon. Tenía el pelo enmarañado, el rímel totalmente corrido y
el blanco de los ojos ensangrentados.
—Son
275 pesetas —dijo Bacon. Allí todo costaba diez veces más.
Aquel
personaje de alto voltaje, por lo que hizo después, debería llevar en la sangre
un cóctel de sustancias monumental; abrió el bolso y rebuscó con extrema torpeza
hasta que lo encontró. Bacon se quedó perplejo e incrédulo durante unos
segundos y, en un acto reflejo, saltó por encima del mostrador y empezó a
patearle hasta sacarlo de la tienda. Arrodillado y con las medias destrozadas,
el gigante balbuceaba como podía y, amenazante, decía que iba a llamar a la
policía. Aquella escena, dentro de su violencia, a Bacon le resultó, de lo
ridícula que era, hasta divertida. Volver al Noche y Día, nunca más –volvió a decirse–. El travesti había sacado
un condón usado, lleno de semen mezclado con las monedas dentro, y lo había
dejado caer sobre el mostrador, que seguía siendo beige para que contrastasen
bien todos los colores.
Cualquiera
en edad avanzada y después de tantos imprevistos, hubiese sufrido un infarto,
pero Bacon tenía todavía un corazón joven y fuerte. Estuvo tentado de echar el
cierre y poner fin a aquel marrón, pero también pensó que aquello no podría ir
a peor.
Volvió
a sentarse frente a la caja registradora para relajarse de alguna forma;
todavía no había trasiego por la calle. Intentó pensar en algo positivo y recordó
con agrado la última vez que anduvo por la zona de paseo con su madre y, al
pasar por la artería principal, todas las prostitutas le saludaban con cariño o
le hacían ademanes con la cabeza. Por supuesto que su madre conocía la
experiencia de Bacon en el Noche y Día.
Si no, hubiese sido cuanto menos impactante presenciar cómo a tu propio hijo,
en un trayecto tan corto, le habían reconocido más de diez meretrices. También
le reconfortó pensar que, a pesar de que manipulaba su dinero con los alicates,
no habían sido para nada rencorosas; al fin y al cabo, Bacon, para ellas, dentro
de sus noches de terror, era un aliado que les proporcionaba un intercambio
mucho más sano: yogures, tabaco y cerveza a cambio de dinero.
Al
rato, escuchó gritos y bullicio en el exterior. Se giró para mirar por el
escaparate y vio que se trataba de Tina, una de las dos componentes de Las
Grecas, una habitual de la zona. Dio gracias. Tina, aunque estaba loca de atar
y montaba unos follones tremendos en la calle, sabía que no podía entrar en el Noche y Día; lo tenía totalmente
prohibido y nunca más lo intentó desde que la echaron, por lo que Bacon creía
que no estaba tan loca como la gente decía. Se apoyó en un coche justo frente
al escaparate y se quedó observándola de arriba abajo. Iba como de costumbre:
con su chándal de tergal combinado con tacones y esa inseparable bolsa de plástico
que siempre la acompañaba y que a Bacon le intrigaba lo que podría llevar ahí
dentro. Su corazón se fue relajando, parecía volver a las pulsaciones normales,
y los primeros rayos de sol caían levemente sobre el pelo y la frente de Tina.
Éste
pudo leer en los labios que ella decía:
Prefiero
no pensar
Prefiero no sufrir
Lo que quiero
Es que me beses
Recuerda que deseo
Tenerte muy cerca
Y sin darte cuenta
Te alejas de mí
Prefiero no sufrir
Lo que quiero
Es que me beses
Recuerda que deseo
Tenerte muy cerca
Y sin darte cuenta
Te alejas de mí
Y Bacon contestaba:
Sí
me "aconvenzo-"
Dame tu "ausensi- "
Que sabe a besoos
Nay na nay na nay na
Dame tu "ausensi- "
Que sabe a besoos
Nay na nay na nay na
Y así estuvieron
durante un buen rato, o eso creyó él.
EPÍLOGO:
El Noche y Día, con la proliferación de los
recién llegados Seven Eleven, echó el
cierre un año y medio después. La policía decidió trasladar el menudeo de
heroína a los poblados de la periferia, haciendo desaparecer de la zona a las
bandas, a los camellos y, por ende, a los yonquis. Los colectivos de gais y
lesbianas fueron, poco a poco, reformando las viejas viviendas y reconvirtiendo
la escenografía del barrio. Llegó un momento en que aquello
se convirtió en un hervidero de tendencias y un reclamo para los modernos. Las
prostitutas, los lupanares y güisquerías clásicas se adaptaron también a los
cambios y convivieron sin problemas con el nuevo vecindario. Hasta que se hizo
tan popular que aquel antiguo infierno terminó vendiéndose a un diablo todavía
más poderoso: las franquicias de moda y sus productos sin alma. Hoy, donde
estaba el Noche y Día, hay un hotel
de diseño aséptico para guiris.
Tina, con tan solo 37
años, falleció de sida un mes y medio más tarde en la cama de un hospital de
Aranjuez. DEP.
Óscar
Nuño ©
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