martes, 20 de marzo de 2018

JUGUETE ROTO


JUGUETE ROTO
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            Nací en una época que creo equivocada, a juzgar por los trágicos acontecimientos que tuve que vivir. Mi familia era muy rica y poderosa, me rodeaba el lujo, era adorada por todos y, según decían, era muy bella.
            Era bastante rebelde e insoportable. Mis profesores de música e idiomas se rindieron ante la imposibilidad de instruirme en sus materias.
            He de suponer que mi destino estaba escrito y nada pude hacer para cambiarlo; otros decidieron mi vida y mi futuro. Siendo adolescente, concertaron mi boda con alguien que cumplía sus expectativas, rico y con poder, y así arreglaron unas diferencias con dicha familia, que les resultaba muy conveniente para sus intereses.
            Llegado el momento, prepararon mi viaje y me dirigí a conocer a mi prometido en la distancia. Me impacientaba el encuentro.
            Su aspecto me desagradó y, como pude comprobar en los días sucesivos, era bastante débil de carácter y poco inteligente, fácil de manejar y manipular, lo cual me permitió hacer lo que me placía y llevar una vida caprichosa y extravagante.
            Un día de primavera, me casé. La boda fue un acontecimiento social de gran relevancia. A mi alrededor, murmuraban y las miradas eran de desprecio; no encajaba en su ambiente, era la extranjera.
            A la muerte de mi suegro, mi marido, como hijo mayor, heredó todo su poder y riqueza y nos trasladamos a la que sería nuestra impresionante residencia. Sus jardines eran inmensos, con tantas tonalidades de verdes y con una gran variedad de flores, que aportaban gran colorido y aromas. Pasear y oler esas fragancias era muy relajante.
            Preparábamos muchas fiestas, con muchos invitados y derrochábamos en exceso, pero no importaba, no teníamos límite. Todos estaban pendientes de mi aparición, para criticarme o ensalzarme; no dejaba indiferente a nadie, pues era un referente de la moda, a quien todas las mujeres querían imitar.
            Estaba rodeada de cámaras de vigilancia humanas, me controlaban incluso cuando dormía o descansaba, escuchaban mis conversaciones privadas, manipulaban la información. Empezaron las conspiraciones y así la oportunidad de acabar conmigo.

En el país había una gran crisis social y económica, y un grupo revolucionario aprovechó el contexto para arengar a la turba a salir a la calle. Asesinaban a hombres, mujeres, niños; según ellos, de clase social alta, aunque su ansia asesina no se detuvo y ya mataban por placer, no importaba la procedencia.
            Todo era un caos: casas ardiendo, la gente huyendo de los terroristas insaciables e implacables. Sembraron el terror en las calles y ese terror acabó con ellos.
            Mi marido andaba preocupado por los acontecimientos y una noche decidió que teníamos que marchar. Era muy peligroso permanecer en la ciudad, estábamos en el punto de mira de los asesinos.
            Preparamos un pequeño equipaje, nos vestimos con ropa sencilla y marchamos sin hacer mucho ruido. Al llegar al final de la ciudad, nos interceptó un grupo de violentos que cortaban el paso. Nos obligaron a bajar del coche y nos reconocieron, nos detuvieron y mi marido fue asesinado en plena calle. A mí me encarcelaron durante un año, sometida a torturas y vejaciones. Sobreviví en pésimas condiciones.
            Durante mi encierro, no sé si me atemorizaba más el silencio de la noche –esa mirada oscura que no dice nada, pero conspira– o el ruido matutino, lleno de gritos desgarradores y súplicas.
            En un juicio donde no tenía posibilidad de defensa alguna, me acusaron de alta traición y fui condenada a muerte.
            El día señalado llegó. Supongo que, para mí, era una liberación; no me asustaba la muerte, la esperaba. Los terroristas me llevaban como un trofeo, mi aspecto era esperpéntico, mi ropa estaba rota y descolorida, el pelo sucio y enmarañado; mis ojos, hinchados por las lágrimas, que resbalaban por mi cara demacrada.                  
            –¿Quién es esa mujer?
            –No es nadie. Es solo un juguete roto.
            Yo sí era o había sido alguien. He tenido poder, riqueza y belleza. Soy la Reina María Antonieta de Francia y lo he perdido todo… hasta la cabeza.

 Nieves Reigadas ©

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