JUGUETE ROTO
            Un hombre muy acomodado, llamado
Tomás, y su único hijo compartían la pasión por las colecciones de arte más
importantes. Recorrían el mundo añadiendo a su colección las más preciadas
pinturas, que después adornaban sus grandes mansiones, presumiendo siempre ante
sus amistades.
            El señor Tomás veía cómo su hijo se
convertía en un experimentado coleccionista y eso le llenaba de orgullo y
satisfacción. Su patrimonio crecía y su dinero se multiplicaba. Él, en su
interior, pensaba y se sentía como un rey. El resto de personas no importaban.
            Al llegar el invierno, su hijo,
hablando con su mejor amigo, le comentó que, en un país pobre, un huracán había
destrozado todo y que se iba de voluntario a ayudar a esa gente desgraciada.
Esa noche, en su cama, el joven no paraba de darle vueltas a su cabeza. Decidió
que él también tenía que ir. Salió de casa bajo las protestas de su padre. 
A
las pocas semanas, el padre recibió un telegrama: su hijo querido había muerto
tras salvar a unos niños.
El
anciano, con gran tristeza, miraba las obras maestras que colgaban en las
paredes. Unos golpes en la puerta dirigieron al señor Tomás a ver quién
llamaba. Abrió: era un soldado y tenía un paquete grande en sus brazos.
–Yo
era compañero de su hijo.
Entraron
y comenzaron a charlar. El muchacho le contó que su hijo hablaba continuamente
de su pasión, compartida con su padre, por el arte. 
–Yo
soy artista –le dijo el soldado– y quiero regalarle esto. 
El
anciano desenvolvió el paquete y apareció un retrato de su hijo. No era la obra
maestra de un genio, pero el rostro estaba realizado con todo detalle y se
emocionó mucho ante él. Cuando el soldado se fue, colocó el retrato,
desplazando obras que valían millones, y se sentó en su butaca, contemplando el
regalo que le habían hecho.
Mari Carmen Bengochea ©

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