Seis patatas,
media cebolla, cinco huevos, una pizca de sal y cuarenta gramos de maduralina
mezclada con ayahuasca. La cantidad de maduralina indicada por el chamán
wakanusa eran cuatro gramos, pero, tú, Matilda, decidiste poner fin de una
tacada a los hábitos e intenciones de tu hijo Bartolomé Carlo, tu único hijo. Querías
insuflarle unas dosis de madurez, pero te pasaste: le pusiste diez veces más.
Bartolo tenía doce
años. Era un niño tranquilo, alegre y observador, amante del mundo real y auténtico.
Raramente utilizaba las máscaras virtuales, sólo para buscar información. Era bueno
en sus estudios, cuando se esforzaba, y disfrutaba sobremanera dibujando sobre
papel personajes ficticios y viendo películas producidas en el siglo XX. Corría
el año 2047 y eran pocos los chavales que compartían las aficiones de Bartolo.
Especialmente tú,
Matilda, que eres nieta, hija y esposa de empleados de entidades financieras.
Para ti, trabajar en un banco es la tradición de la familia y es lo que ansías
para tu “querido” Bartolo. Quieres que estudie en la universidad de Orión, que
en estos momentos es la más destacada y donde el resto de los hijos de tus
amigas del ciberclub quieren llevar a
sus vástagos. La mayoría de estos cachorros estaban tan manipulados que se
dejaban llevar y no ponían pegas para estudiar en la elitista Orión y así, de
paso, podrían pilotar algunos de los hypedrones
que Volkswagen estaba lanzado para el público joven. Tener un hypedron era la mejor forma para ir y
venir de Orión y además ganabas en libertad de movimientos para los momentos de
ocio.
Sin embargo, a
Bartolo todo aquello le parecía una estupidez; no le veía ningún atractivo a
trabajar en un banco, esa especie de cárcel triste, gris y monótona. Él pensaba
que su padre era un hombre sin valor por no haberse dedicado a lo que realmente
le apasionaba, que era el diseño de cápsulas espaciales. Tenía que haber hecho
como con su otra pasión, que eran las mujeres, para la cual, y según los
hechos, sí se empleó a fondo. Ya en su corta vida, Bartolo le había descubierto
dos veces retozando con otras fulanas. La relación con él era casi inexistente.
Por casa paraba poco y ni opinaba ni influía en mi educación; pasaba de todo
con tal de no discutir con mi madre.
Bartolo quería ser
ilustrador o director de cine clásico y salir cuanto antes del yugo de su madre,
con sus tonterías sobre la tradición y la conciencia rectamente formada que
ella misma creía tener e imponía a los demás.
La sacaste sin
cuajar del todo, como le gustaba a Bartolo, y se la pusiste en la encimera
junto a un smoothie supervitaminado. Te
diste cuenta de que él notó algo extraño en su sabor, pero tú, hábilmente, dijiste
que eran hierbas aromáticas, muy frescas y recién llegadas de Kepler-36.
Después de cenar
la deliciosa tortilla de Matilda, terminó los deberes y se quedó dibujando un
rato con grafito y sobre papel hasta que por fin se acostó.
Le despertaste con
ansiedad, porque estabas deseosa por ver cómo había funcionado el menjunje.
Bartolo amaneció muy
cansado, no había tenido una buena noche, demasiados pensamientos nuevos. Le
inquietaban un montón de nimiedades sobre el futuro en las que hasta ahora no
se había parado a pensar; le preocupaba hasta qué ropa ponerse para aquel día y
lo que pensarían los demás. Realmente su cabeza estaba funcionando de un modo que
hasta entonces él desconocía.
En el desayuno fue
cuando le preguntaste qué es lo que quería estudiar y se quedó pensando un buen
rato. Pero ¡lo conseguiste, mala pécora!, te contestó: alguna carrera que me
aporte seguridad y un buen sueldo.
Bartolo cogió su hobber y se fue patinando por el aire.
Estaba algo confuso sobre la respuesta que había dado a su madre. Durante el
trayecto fue más despacio de lo habitual y no se decidió a hacer 360, loops o grindar algún tejado o farola; simplemente se dejó llevar,
observando en todo momento no colisionar con otro hobber de algún compañero del colegio, lo cual normalmente le
parecía divertido.
Entró en clase y
se dirigió más hacia delante de lo que solía; de hecho, se sentó en la primera
fila, para sorpresa de sus colegas Tirso y Simón. Tocaba biotecnología y la
impartía, como siempre, doña Alejandra, una profesora singular, joven y moderna.
Y así la vio hasta ese día en que Bartolo le descubrió unos cuantos atributos
nuevos nada más empezar la clase. De repente, encontró en sus labios gruesos y
húmedos una atracción que desconocía. También, poco a poco, empezó a fijarse en
el canal que asomaba por el jersey y que apretaba sus dos sugerentes senos.
Estuvo fantaseando con ella toda la clase y, cuando terminó, era tal la
erección que tuvo que levantarse ocultando la protuberancia como podía con su hobber.
Matilda, ¿qué has
hecho? Con la sobredosis, has conseguido la mente de un viejo verde con la
potencia del cuerpo de un preadolescente.
Al salir de clase,
se fue con Simón a casa de Tirso para terminar un trabajo y, durante el camino,
con la mente puesta en la conducción del hobber,
que curiosamente seguía siendo segura y tranquila, se le pasó la excitación.
Entrarón en la casa y, al fondo del salón, estaba María, la mamá de Tirso.
—¡Buaaahhh! —se
dijo–, ¡cómo estaba la mamá de Tirso!, ¡qué piernas! Con esos vaqueros
ajustados, parecían las de una diosa griega.
Les preguntó si
querían merendar algo y Bartolo no respondió.
—¿Estás bien,
Bartolo? —le dijo María.
—Estaría mejor en tus
brazos —contesto Bartolo. La respuesta fue tan inesperada que todos rieron y no
se lo tomaron en serio.
Al llegar a casa,
seguía tan excitado que empezó a sentir un fuerte dolor testicular. Se acostó y
se tuvo que masturbar hasta tres veces.
Amaneció un nuevo
día y se levantó con una potentísima erección. Desayunó con su madre y aquello,
afortunadamente, empezó a relajarse.
Durante el
desayuno, Matilda aprovechó para persuadirle a asistir a las fiestas que
organizaban en el ciberclub y a donde
iban un montón de niñas de su edad, todas ellas acaudaladas y de buenas
familias. Aquello, a la nueva mente de Bartolo, le pareció razonable por las
consecuencias que tendría a largo plazo para asegurar su patrimonio; pero a él
no le gustaban las niñas, de hecho nunca se había fijado en ellas. Lo que deseaba
en esos momentos eran mujeres mayores, con pechos turgentes y nalgas redondas.
Se había vuelto
demasiado racional. Ya no dibujaba, no jugaba, apenas reía. Sólo pensaba en
sexo y se pasaba el día empalmado de un sitio a otro. Los días pasaban y su
mente se volvía más y más calenturienta. Tirso y Simón ya no se acercaban a él.
Se comentaba en el colegio que era un depravado y que se pasaba el día
masturbándose, lo cual era necesario para paliar el dolor en el que estaba
sumido constantemente.
Aquel día, llegó
con el pelo humedecido por las lágrimas que le habían peinado durante todo el
camino de regreso en su hobber.
Sentía mucho dolor por dentro y por fuera, se quería morir, no entendía nada de
lo que le estaba pasando. Además, le habían expulsado, de momento un mes, por
intentar frotarse contra doña Alejandra. Se lanzó a por ella nada más terminar
la clase, como si fuese un perro en celo.
Entró en la
habitación de sus padres —nunca entraba en su ausencia— y se tumbó en la cama,
llorando y hecho un ovillo para paliar el dolor. Se quedó allí, tendido; más de
una hora traspuesto y sin ganas de hacer nada y con la mirada perdida. De
repente se quedó observando algunas de las tabletas de aluminio flexible que
tenía su madre sobre la mesa y vio que una de ellas tenía un lacre abierto con
el sello de los míticos wakanusas. Se incorporó, la cogió y leyó que era una
receta de maduralina con ayahuasca, con indicaciones para utilizar en niños de
unos doce años. ¿Qué es esto? Observó la fecha y era de hacía diez días, justo
el día antes de empezar a sentirse raro.
El extraño sabor
de la tortilla, pensó; aquello había sido una auténtica tortura de patatas.
Se fue al cuarto
de reciclaje. Todavía no habían pasado los quince días de recogida de residuos.
Encendió la pantalla y escribió “maduralina”. El sistema se puso en marcha y,
por una de las bandejas de extracción, salió un recipiente de cristal con una
marca de maduralina de 40 gramos. En ese momento entendió que estaba siendo
intoxicado por su madre. Se fue corriendo a su habitación, se colocó su máscara
virtual y busco el antídoto para la sobredosis de maduralina. Según el informe
que lanzó, tendría que ir a Jala Jala Island, uno de los vertederos más
eficientes del país y donde habitaban los wakanusas, esos seres con escafandras
de aire y monos blancos. Era del saber popular el conocimiento que los
wakanusas tenían en el mundo de la farmacología, especialmente utilizando los
vertidos reciclados. Pero, ¿cómo iba a ir hasta allí? En un hobber, era imposible, demasiado lejos.
Tendría que usar un transbordador. No lo dudo un instante: robaría la huella de
su madre para comprar el pasaje, la cual conocía y que nunca, por supuesto, había
utilizado; pero en esos momentos se merecía eso y mucho más.
Llegó a Jala Jala
y allí le estaban esperando cinco wakanusas. Le postraron en una camilla y se
lo llevaron despacio, muy despacio. Bartolo sólo conseguía escuchar las largas
y rítmicas exhalaciones metálicas que salían de sus escafandras. Poco a poco,
como a cámara lenta, fueron aminorando el ritmo, dejando caer la camilla en una
piedra circular y allí, con un humo aromático y embriagador, se cogieron de las
manos alrededor de él y empezaron a hacer algo así, pensó Bartolo con gran
pesadez, como el ritual del mástil.
Matilda, nada más
supiste de él, no quisiste siquiera pedirle perdón y conseguiste que se
emancipara pronto. Y ahora recibes esa fotografía en papel –ya sabes, a él le
gustaba lo auténtico y realista–. Después de tantos años, ahí lo tienes, con
una sonrisa de oreja a oreja, tu hijo único, sujetando una estatuilla con forma
fálica por haber recibido el premio al mejor dibujante de comics del Festival
Erótico de Berlín, el más importante del mundo, y con el otro brazo agarrado a
quien es en estos momentos el amor de su vida y la madre de tus nietos: una stripper que conoció hace cinco años en
un antiguo bar de carretera el mismo día que se fue de tu casa. Has dado la
vuelta a la foto y, por supuesto, manuscrito, como le gustaba a tu Bartolomé Carlo,
sólo dos palabras: adiós, mamá.
Óscar
Nuño ©
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