LA PREGUNTA
Sander
no había tenido tiempo de conocer la ribera del Ganges desde su lluviosa
llegada a Benarés; su recién estrenado cargo de gobernador no le había
permitido visitar los templos hinduistas que serpenteaban por la margen
izquierda del río. La gloria de ser el teniente coronel más joven del ejército
británico no le libró de las incomodidades de la temporada monzónica. Pero hoy
había amanecido con un sol radiante y, una vez despachados los últimos correos,
se decidió a recorrer la ciudad. Los rumores sobre la llegada de un nuevo
gobernador ya corrían como la pólvora y era un buen momento para dejarse ver.
–¿De
quién ha sido esa pésima idea? –pregunto Visu, el sargento de la guardia cipaya.
–Del
señor gobernador –contestó James, su secretario.
–¿Y
nadie le ha dicho cómo están los ánimos en la calle?
–Conoce
de sobre cuál es la situación. Así que prepara la escolta, quiere salir a
primera hora.
Visu
se pasó los dedos entre su garganta y el cuello de su camisa. Tenía apenas una
hora para preparar a los soldados. Desde la muerte del anterior gobernador, no
habían salido de la delegación imperial salvo para ir a recoger al nuevo la
lluviosa noche de su llegada. No hacía falta ser indio, como él, para saber que
nombrar a un gobernador tan joven, que no había estado en la India los diez
años preceptivos para ocupar su cargo, no iba a sentar bien entre la población.
Aunque la verdad es que, por el poco trato que había tenido con él, se había
revelado como lo que le habían anunciado: un joven inglés atípico, formado y
con mucho mundo.
Una
vez fuera de los muros que rodean la residencia del embajador, los soldados,
indios en su mayoría, se tensaron como las cuerdas de un arco. Visu les había
advertido que no quería fallos. James no quiso usar carruaje alguno, quería dar
un paseo hasta el ghat, las escaleras
que bajan al río Ganges, en el que había sido incinerado, en una insólita
decisión personal, su predecesor, el Almirante Jonh Carling. Haría una pequeña
ofrenda floral en su memoria y volverían a la residencia.
Todo
transcurría con normalidad, con una inusitada normalidad. Sander saludaba a los
comerciantes de la ribera, mostraba las preceptivas señales de respeto a los shadus que alfombraban la ribera del
Ganges y mostraba interés en las frutas y verduras de los puestos, mostrando un
conocimiento de ellas que asombraba a los soldados e incluso a James, su
secretario. Sorprendentemente, era capaz de hablar con los tenderos en un más
que aceptable hindi sin necesidad de traductor. Los soldados no daban crédito a
lo que estaban viendo, nunca habían visto a un inglés mezclarse entre la
población con tanta soltura y empatía.
La
relajación empezó a adornar el rostro de los soldados, que incluso se tomaron
la licencia de saludar a algún familiar con el que se tropezaban. El gobernador
parecía consentir e infundía a su guardia una seguridad, por otra parte
necesaria para hacer su trabajo.
El
propio Visu, junto con un soldado cipayo Bengalí, se había adelantado para
despejar de peregrinos la ribera del Ganges e improvisar un pequeño altar para
que el gobernador pudiera hacer la ofrenda a su antecesor, así que no pudo
hacer nada, más que sorprenderse, cuando vio bajar las escaleras del ghat a Sander, seguido por no menos de mil
personas que lo acompañaban.
Ver
al gobernador vestido de gala, con una guirnalda al cuello, que por lo visto había
aceptado de la hija de un comerciante baltí, después de debatir con este, en un
perfecto árabe, si los pistachos afganos podían rivalizar en calidad con los
iraníes, era una imagen que Visu no pensaba que podría llegar a ver nunca.
Sander
se situó junto al altar improvisado por el jefe de su escolta junto al río.
Depositó las flores que su mujer había recogido esa misma mañana en los
jardines que rodeaban la residencia y se dirigió a los presentes en inglés.
–Sobre
el suelo sagrado de esta tierra y junto a las aguas divinas de este río,
caminan y se bañan los hombres y mujeres de dos culturas ahora, como cientos lo
hicieron en la antigüedad. Sirvo a mi rey y a mi país y, desde el mando que se
me ha otorgado, seré fiel a mi juramento. Honro la memoria de mi antecesor y la
civilización que me rodea.
Sander
sintió que sus palabras habían llegado lejos, gracias al silencio sepulcral que
había presidido su alocución desde las primeras palabras. Ahora, ese silencio
estaba roto por los cuchicheos entre unos y otros, probablemente traduciendo
del inglés a las lenguas locales sus palabras. No dejaba de sorprenderle cómo
tanto que había leído sobre las castas se materializaba ante sus ojos. Sin
apenas hacer ruido, la gente que lo rodeaba en aquellas escaleras se había
colocado de manera inequívocamente estratificada. Cerca de él, estaban un par
de brahmanes con su pequeño séquito; en segundo plano, habían quedado sus
guardias y lo que parecían ser unos funcionarios que a saber cómo se habían
enterado de su presencia. Gradas atrás, podía identificar algunos comerciantes
con los que había hablado y, al fondo, un coro de harapientos. Las castas, en
su más amable cara, todos juntos pero no revueltos. Detrás había un doloroso concepto
de la vida: tu nacimiento condiciona tu vida hasta el extremo de reducirla a la
de tus padres y vecinos. Sólo aceptarlo y ser bueno te permitirá, no en esta,
sino en otra vida, ascender y reencarnarte en otra mejor. Desde que supo cuál
sería su nuevo destino, se preguntó qué podría hacer él para cambiar esto. Hijo
de un herrero galés, Sander había llegado a gobernador con mucho esfuerzo y
sacrificio, pero sin limitación alguna por haber nacido hijo de un artesano.
Visu
respiraba aliviado mientras la comitiva, con el gobernador al frente, regresaba
a la residencia imperial. Todo había salido a la perfección.
Faltaban
unos metros para llegar al arco de la muralla que rodeaba la residencia cuando
unos gritos estremecedores, provenientes del río, atravesaron, como un cuchillo,
la comitiva. Visu rompió filas para comprobar que se trataba de una viuda junto
a la pira fúnebre de su marido.
Sin
tiempo de retornar para informar al gobernador, se lo encontró de frente al dar
media vuelta.
–¿Qué
son esos gritos, oficial? –preguntó Sander.
–Señor,
son los gritos de una viuda que va a ser quemada junto al cadáver de su esposo –dijo
Visu, con voz firme.
–¿Puede
repetirme lo que acaba de decir?
–Señor,
la tradición dice que, a la muerte de un varón shudra, su esposa será incinerada junto a él.
El
gobernador aparto a Visu y se dirigió, camino abajo, hacia la pira. Un hombre,
vestido con un impecable traje hindú, daba instrucciones a unos harapientos que
agarraban a la mujer, que se resistía a ser atada junto al cadáver de su
esposo.
–¿Qué
está ocurriendo aquí? –le dijo Sander al hombre bien vestido, que resultó ser
el brahmán al cargo de la ceremonia.
–Esta
mujer se resiste a cumplir con el deber de acompañar a su marido en su último
viaje –contestó desafiante el brahmán.
El
gobernador contempló la dantesca escena que se estaba desarrollando ante sus
ojos y se tomó un tiempo para analizar lo sucedido, tiempo en el que Visu se le
acercó para susurrarle al oído:
–Señor,
son cosas del pueblo. No se meta en ello.
–Cuando
usted muera, sargento, ¿su mujer será incinerada junto a usted?
–Claro
que no, señor. Esa costumbre sólo se cumple entre los parias.
–Entiendo,
sargento. Dígale al braman en hindú, para que le quede claro, que respeto las
tradiciones indias, siempre que se respeten los acuerdos y leyes del Imperio Británico.
Visu
se acercó al brahmán, que había entendido perfectamente lo dicho por el gobernador
y, antes de que este llegara a su lado, contestó en voz alta:
–Sí,
señor gobernador, cumpliremos con los acuerdos si usted respeta nuestras tradiciones.
El gobernador,
con gesto serio, se dirigió a su oficial.
–Yo,
Sander Williams, en calidad de gobernador de la provincia de Atter, me dirijo a
usted, sargento Visu, oficial del ejército británico en la India, para
indicarle que si estos hombres, en cumplimiento de la tradición hindú de quemar
vivas a las esposas de los muertos, incineran a esta mujer, usted y su
destacamento los ahorquen siguiendo la tradición británica de ahorcar a los
asesinos. ¿Alguna pregunta?
Santos
Gutiérrez ©
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