LA PREGUNTA DE IRENE
Cosiendo las plumas del disfraz de india de su hija, Elena,
sentada cerca de la ventana, al sol –ya que la vista empezaba a pedir claridad
para que las manos realizaran las puntadas más precisas–, sonreía porque acaba
de vivir el momento maravilloso en el
cual su hija acababa de salir del yo de su pequeño mundo y entraba en el gran mundo del todo.
En nuestra vida hay momentos, sentimientos, palabras que no
podemos controlar, que hacen que nuestra zona de confort se rompa y, sin que lo
deseemos, nos obligan saltar a otro mundo.
De este salto y de esta salida aprendemos.
La niña rompió su zona de confort esa tarde con un
desgarrador “MAMAAA”.
Irene, de siete años, era una niña de libro: buena estudiante,
ordenada, obediente. Siempre durmió genial de pequeña, sana, alegre y no se
metía en líos con sus amigos en el colegio. La chiquilla llevaba ya dos meses, antes
de las fiestas de Navidad, asaltando a su madre en cualquier momento con una pregunta típica de su edad: “¿quiénes eran los
Reyes Magos?” Y su madre, respondiendo todas las veces con la misma saeta: “cuando pasen las fiestas,
te lo cuento”. Así fue: pasadas las fechas navideñas, Elena le explicó a su
hija quiénes eran, de verdad, los Reyes Magos y que, al conocer este gran secreto
milenario del mundo de los adultos, ya formaba parte del clan de los Reyes Magos
y, a partir de entonces, ella ya era un rey mago.
La niña pensaba que la historia contada por su madre era muy bonita,
pero, con que le hubiera confirmado que eran ellos era suficiente. No era una
cría pequeña, ya se había enterado en el autobús del colegio, que, a la vuelta
a casa, se compartía con los chicos del instituto y en la parte de atrás
siempre había conversaciones muy educadoras e interesantes.
Irene esa tarde cantaba como una aspirante al Festival de
Eurovisión, a toda la capacidad posible que sus jóvenes pulmones podían abarcar,
haciendo un dueto con Luis Fonsi y su canción Despacito, que sonaba en “la manzana” –un pequeño altavoz en forma
de manzana, muy potente, que le habían traído los Reyes Magos–. Su voz, blanca
y angelical, retumbaba por toda la casa, llenando todas las estancias. Pero la
mente es caprichosa e imprevisible y, sin pedir permiso, activó neuronas y
células e hizo que Irene pensara la gran pregunta que la hizo salir de su gran pequeño
mundo infantil: “Mamaaaaaa, entonces el Ratoncito Pérez ¿tampoco existeeee?”
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