ROSALÍA
"Estábamos en una ratonera", así terminamos aquel
estupendo fin de semana. Un grupo de gente fuimos invitados por una amiga común
que tenía mucho dinero y tuvo ese capricho: invitar un largo fin de semana, por
todo lo alto, a los amigos y amigas que por su vida habíamos pasado.
Aquella mañana no fui el primero en llegar al salón con puertas de
cristal, pero sí lo bastante pronto como para apreciar los detalles. ¡Pobre
Rosalía!, sentada en aquel sillón frente al ventanal. Recuerdo el olor y el
asco que me dio la sangre y aquella masa blancuzca salpicada en los libros
cercanos. Le habían abierto la cabeza con un hierro de la chimenea. No era
invierno, pero la sensación era de mucho frío; aquél cadáver blanco lo transmitía.
En la mesita auxiliar había una copita con restos de orujo.
Fuimos llegando, poco a poco, todo el grupo. La extrañeza comenzó
en la mesa del desayuno: no sólo Rosalía no aparecía, es que no olía a café
como la mañana anterior, ni a bizcocho. Y en la cocina, el silencio. Las caras
de cada uno de nosotros eran muy curiosas: después del fiestón de la noche
anterior, los ojos eran rendijas que chorreaban ojeras. Todos sufríamos una
terrible resaca y nuestra capacidad de entendimiento y recuerdo estaba bastante
mermada.
Habíamos disfrutado de tres días maravillosos: nuestra amiga y
anfitriona no había reparado en gastos, conocimos a gente estupenda, tuvimos
bailes, fiesta, mascarada; hasta una pequeña obra de teatro, gentileza de un
grupo de amigos de ella. Nos invitó por puro cariño y, de paso, desdibujó las
telarañas que el tiempo había trazado en su corazón.
Eligió la Casona de Rosalía, rural, lujosa y con clase. Conocía a
la mujer desde hacía años y sabía que no le fallaría. Era una buena mujer, de
unos 70 años, pequeña y hermosa, diligente en su trabajo y magnífica cocinera.
Fue cariñosa y detallista con cada uno de nosotros, encontramos flores frescas
en todas las habitaciones. Cuando Rosalía nos acompañó, le comenté que por el
camino había visto unas colmenas y que me encantaba la miel. En menos de media
hora, me hizo llegar un frasco lleno del dorado líquido, cubierto con una
telita de cuadros verdes. ¡Qué mujer más encantadora! –pensé–. ¡En fin!, unos
días de puro deleite.
¿Qué pudo haber pasado? Cierto es que la mayoría nos acostamos
bastante bebidos, pero algo debiéramos haber oído. La mujer –dijo el forense–
había muerto en torno a las cuatro de la madrugada. Imaginamos que, después de
recoger los restos de aquella gran noche, necesitaba un poco de reposo y sosiego
y se sentó un rato a admirar las hortensias blancas del jardín, iluminadas por
pequeños focos exteriores – esas flores eran su orgullo–. Y su copita de orujo
antes de dormir.
En la prisión, pronto traerán el desayuno. Yo tampoco puedo
dormir, y a mí también me gustan las hortensias blancas. ¿Por qué me lo dijo? Yo
sólo bajé a buscar el bolso de Casilda, mi mujer; lo había dejado olvidado
junto al sofá. ¿Por qué me tuvo que decir que me había reconocido? ¿Por qué
tuvo que recordar que yo había estado allí, pero con otra mujer? ¿Por qué puso
precio a su silencio? Me dijo que estaba cansada de trabajar y que, con el
dinero que yo le diese, podría traspasar el negocio. Casilda nunca debería
enterarse de eso. En algún lugar he leído que, en la mayoría de los asesinatos,
la víctima tiene la culpa. ¡En éste, sí! Me clavó unos ojos fríos y no le
tembló la voz en la amenaza. Loco del susto, pillé el hierro de la chimenea y
la golpeé en la cabeza. Yo estaba borracho y ella lo sabía. Volví a la
habitación con el bolso.
Nunca más he vuelto a tomar miel. Aquí tampoco nos la dan.
REMEDIOS
LLANO
COMILLAS
MARZO 2018
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