LA PREGUNTA
¿Qué será, será?
Whatever will be,
will be.
El
estribillo lo cantábamos todos, y diría yo que la canción entera la entonaban
las señoritas que llegaron por entonces al pueblo. Recuerdo bien aquellos años,
porque yo cursaba la carrera de Medicina en Bilbao. Según avanzaba en mis
estudios, pude entablar amistad con un grupo de ellas –el grupo de las jóvenes
abiertas, agraciadas y desinhibidas.
No
es que no me gustara el grupito de las demoiselles
d’Avignon, sofisticadas, esculturales, modélicas, el que se codeaba con
galanes de alto standing…, pero
pecaban de insulsas: ni reían, ni cantaban, ni hablaban con pueblerinos. Ellas
no se preguntaban el “¿Qué será, será?” Estaban seguras de su futuro: estudiaban la carrera de Filosofía
en la ciudad y, los fines de semana, volvían a Bilbao a tomar un cafecito en la
cafetería más chic de la Gran Vía. Lucían sus mejores galas y las joyas
heredadas de las abuelas, siempre de peluquería, con horquillas de plata para
lucir algún rizo llamativo. Los bolsitos albergaban útiles de maquillaje
nacarado para poder exhibirse por la pasarela, camino a los toilettes. Pronto, dieron con sus
adonis, excepto Julia, que se apartó de aquel conjunto de institutrices.
En
contraste, este subconjunto lo formaban las enseñantes modélicas. Eran bastante
especiales, se creían muy vocacionales, hablaban continuamente de sus pupilos,
a los que adoraban; algo así como las abuelas que no saben hablar más que de lo
Einstein, lo políglotas que son sus nietos. Era un compendio de perfecciones
para quien tuviera higadillos para escucharlas. Y no había besos. Cuando
acababan su jornada, cada una compraba sus viandas y se refugiaban en su piso.
Allí, cocinaban, hacían sus tareas del hogar a rajatabla. Después se dedicaban
a realizar manualidades: que si
canastilla de la Sección Femenina, que si los bordados del ajuar… El “¿Qué será, será? Whatever will be, will be…” lo tenían reservado
para Dios.
Como
decía Juanito: menudo “ganao” nos ha
llegado, afirmábamos, a la vez que girábamos la cabeza. No solo nos atraían
físicamente; por encima de todo, eran simpatiquísimas. Lo mismo hablaban con el
trasnochador Roque, como con el comerciante Juanito, como con el adonis José
Ignacio.
El
agradable grupo, ahora incluso con Julia en él, lo formaban ocho maestras: mas,
como ellas decían, con mucho cariño, se dedicaban al duro trabajo de “desasnar”.
La mayoría disponía de coche y, aunque ejercían en distintos centros, acudían
al mismo restaurante, ”Cento”. Y allí, se mezclaban con el personal que
trabajaba en la construcción de la autopista de Altube. Después del cafecito en
el bar La Florida, donde Conchi, muy
diligente ella, servía a los chicos y Fernando, muy flemático, complacía a las
chicas. Los dos eran solteros, pero con pocas posibilidades de encontrar pareja
entre estos docentes.
Al
acabar su horario lectivo, las chicas se desplazaban a Bilbao, a la escuela de
idiomas. Más de una vez, llegaban cuando ya la clase estaba a punto de
finalizar, debido a las obras en la carreta o a las retenciones que se formaban
por derrumbamientos de tierra, por balsas de agua... ¡Pero veían el vaso medio
lleno! Raudas, entraban en la tienda de La Paca, que, solícita, las atendía:
que si pan, que si huevos, que si sardinas… Hacía la caja con ellas. La cena
podía ser en casa de los maestros o en
el piso de las maestras. Era aquí donde yo acudía siempre, pues era donde vivía
mi amiga más amiga, donde encontrabas claveles rojos, donde todo lucía como los
chorros del oro. Mi amiga más amiga preparaba una cuajada tan afrodisíaca, tan
deliciosa, que a veces la terminábamos antes de que Juanito llegara con los
pimientos verdes de Gernika, las alcachofas de Calahorra, los espárragos de
Losada. El hombre nos amenazaba con marcharse con sus manjares, pero las chicas
le exhortaban a que tomara asiento. Había entre ellos un cariño especial, que a
todos nos carcomía un poco.
Había
pasado tiempo desde que mi amiga más amiga, con su vestido verde escotado, sus
zapatos de tacón llamativos, su melena larga y negra como el azabache, con
bastante nerviosismo en los ojos, me había pedido pastillas anticonceptivas. No
quise dilatar más y esperar al “¿Qué
será, será?”
La
separé de sus amigos y la acompañé a casa. Ella ya veía mis intenciones y
pienso que estaba esperándolas. El ambiente me subyugó: los claveles rojos, la
casa como una patena, los adornos irisados, el edredón de narcisos azules… Todo
me llevaba hacia ella. Hubo muchos preámbulos entre sorbo y sorbo de cava. Le
susurré que se entregara, que el amor entre amigos íntimos era una maravilla. Me
miró a los ojos y se cerró como una valva. Volví a los preliminares y
disfrutamos más que los compañeros que saboreaban chuletitas al sarmiento. Éramos
uno en el disfrute, pero osé decirle que aquello no significaba ninguna atadura,
que seguiríamos siendo amigos, y que
aprovechaba la ocasión para que asistiera a mi enlace, que se celebraría el día de San Antonio.
–¡Qué
dices!: ¿Qué será, será…?
Isabel Barcaran©
San Vicente de la Barquera, a 18 de marzo de 2018

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