TIERRA LABRADA

Era
un día cualquiera de mediados de agosto. Los campos de manzanos, tan
perfectamente alineados, parecían encenderse al sol del atardecer. El árido
suelo imploraba unas gotas de agua. La brisa era suave, pero el calor
insoportable. Miraba, extasiada, aquella belleza llena de bolitas rojas que
relucían como chispas cegadoras, mientras la camisola se pegaba a mi cuerpo,
cubierto de sudor.
Las
mujeres llevaban faldas a rayas de colores vivos, con blusas blancas
abullonadas y alpargatas rojas. Los hombres, pantalones de color chocolate con
camisas en tonos miel.
Reían
y cantaban entre miradas cómplices. Se iba apagando el sol y el espectáculo
parecía envuelto en llamas doradas.
Me
acerco despacio a ellos, saludando con la mano tímidamente, y me miran
extrañados y desconfiados. Les dedico la mejor de mis sonrisas –dicen mis
amigos que es mi mejor arma– y veo…. que surte efecto. Se relajan y comento que
vivo desde hace poco en el pueblo y les pregunto por los frutos, a lo que me
contestan que las manzanas de Gerona, junto con las del Bierzo, son las únicas
de España que tienen en la actualidad un distintivo de protección de calidad
que concede la Unión Europea.
Me
quedo perpleja con la fluidez de su lenguaje. Luego continúan explicándome que
la proximidad del Mediterráneo y los Pirineos hace que se produzca el milagro.
Una
chica regordeta, preciosa, se acerca y me dice que ya se ha terminado la
jornada de trabajo.
–Me
llamo Mercè. Voy para el pueblo. Si quieres acompañarme, podrías venir a casa,
seguro que mis padres estarán encantados de hablar con alguien venido de la
capital.
–Nada
me gustaría más –le contesto.
Cogemos
nuestras bicicletas y atravesamos los estrechos y polvorientos caminos que se
abren, sinuosos, entre puentes y ríos, en los que las ruedas quedan atrapadas
por las piedrecitas y el musgo. Alrededor, todo son campos marrones que me
recuerdan a Tierra labrada de Miró.
Al
fondo, las cortinas tapizadas de pinos piñoneros… y su aroma al tocar el
Mediterráneo.
Llegamos
por fin al pueblo de Ullastret y le comento que yo vivo a las afueras, en un mas aislado que he alquilado para pasar
el verano. Me sonríe con dulzura, con unos mofletes sonrosados, como tienen
todos los payeses, del saber vivir y comer bien. Atravesamos un arco muy
antiguo de sillería y nos detenemos al lado de una puerta de madera bastante rústica,
pero hermosa. A un lado hay una gran cristalera y al otro, una ventana con
cristales pequeños separados por tiras finas de astillas.
Un gatito blanco bebe tranquilamente leche de
un tazón, pero, en cuanto me ve, suelta un bufido y eriza el pelo de todo su
cuerpo en señal de enfado. De repente, mis ojos se detienen ante la desbordante
cantidad de flores que rodean la casa. Son hortensias, en colores azul y
melocotón. La chica sonríe satisfecha. La observo y me digo… “touché”.
Nos
dirigimos a la casa cuando veo cómo se mueven los visillos detrás de los
cuarterones. Cruzamos el arco de dovelas y allí, en el recibidor, están Àngels
y Pep. Enseguida nos presentan y noto la mirada de la madre, examinándome con
atención y minuciosidad pero… como aquella que ve llover y dice: si llueve, que
llueva.
Nos
sentamos a la mesa de la cocina y Àngels prepara, en un momento, pa amb tomaquet, butifarra de huevo y fuet.
Empiezo diciendo:
–Ullastret
es un pueblo encantador, repleto de joyas de la arquitectura medieval. Además, juego
al golf y me han llamado la atención sus campos, que me recuerdan a los girasoles
iluminados, brillando de noche.
Se quedan
mirándome y luego, entre sí, pensando seguramente que sufro de algún trastorno.
Pep,
con mucha parsimonia, me contesta:
–Aquí
todo es simple y sencillo. No tenemos riquezas materiales, sólo las que nos
proporciona el campo o el mar, y el amor de haber nacido en una tierra tan
agradecida.
Me
doy cuenta de que debo callar y escuchar. Àngels dice:
–Ustedes,
la gente de la ciudad, piensan que nosotros los payeses somos unos incultos
porque trabajamos la tierra mientras ustedes tienen un buen empleo en oficinas
de la gran capital, como es Barcelona. Pero se equivocan, ¿sabe? La cultura
nace de la persona, no del lugar.
Su
cara, surcada de profundas arrugas y quemada por el sol, me mira con
benevolencia y cariño. Continúa diciéndome:
–Perdone,
no me malinterprete, pero aquí leemos a Josep Pla, que no es fácil. No somos
gente ignorante, no lo hemos sido nunca. Se lo digo con toda la naturalidad de
que soy capaz, sólo para que nos conozca un poquito.
Me
coge una mano, que noto rasposa pero tierna, y sus ojos, inquietos, se posan
sobre los míos. Pep me cuenta:
–Somos
un tanto toscos y desconfiados; además, de carácter esquivo, pero hay que
entendernos.
Al
cabo de unas horas, todo se da la vuelta, todo se invierte. Me doy cuenta de que
uno de los grandes rasgos de la gente del Ampurdán es… la discreción. Me
recuerda a un amigo que, por muy íntimo que sea, nunca te lo contará todo y que,
de repente, un día se suelta y no sabes el porqué, dejándote con la sensación
de un descubrimiento insólito. Eso es lo que acaba de sucederme.
Àngels
y Pep siguen contando su día a día, su trabajo, sus hijos, sus amigos y esa
tierra que es toda su vida. Y así te van revelando las cosas, muy poco a poco,
como un jardín en el que vas caminando y descubres… un lago rodeado de juncos;
luego sigues el perfume de una mimosa, que te lleva junto a un pozo; y
continuas y te encuentras a un anciano entre columnas, durmiendo al sol.
Súbitamente,
despierto de esta ensoñación y me doy cuenta de que ya es tardísimo. Les digo
que tengo que irme y Àngels, sin dudarlo, coge un trapo de cuadros azules y
blancos y envuelve un pedazo de pastel de manzanas de Gerona. Lo ata en forma
de hatillo y lo deposita en una cestita de mimbre, junto con unos tomates de
pera, muy aromáticos, de su huerta, una escarola de cabello de ángel y una
latita de anchoas de L´Escala.
Les
doy las gracias, abrumada por tanta generosidad. Sé que no es lo normal, que es
gente cerrada. Les he caído bien, salta a la vista.
Me
despido con un beso, diciéndoles que al día siguiente, por la tarde, ya me voy
para Barcelona y que dejo con tristeza esta maravillosa tierra que, al fin y al
cabo…, es el corazón de Cataluña.
Me
pregunto: ¿qué he aprendido? Pues una buena lección de humanidad; que la
sencillez prima sobre la arrogancia, que no hace falta hablar de política –lo cual
hubiese podido incomodarme–. Demostración de una exquisitez y enseñanza por
parte de esta gente de campo, por lo que les estaré siempre profundamente
agradecida.
Me doy
cuenta de que la pregunta siempre va seguida de una o varias respuestas.
Ya
es domingo y me voy alejando con el coche, mientras escucho cómo Pau Casals arranca
de las entrañas de su violonchelo las notas misteriosas de la sarabanda de la suite 5 de Bach, que
siempre me traen al recuerdo la visión de un campo ampurdanés… desierto, en las
tinieblas de la noche.
Francis
Cortés Pahissa ©
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