La pregunta
(Variación
sobre un tema publicado en el taller de escritura 
de mayo de
2015 con el título Doña Olga)

Olga
era una mujer grande, muy grande. Su metro ochenta y cinco de estatura y sus ciento
veinte kilos de peso la hacían un ejemplar imponente. Desde los tiempos de su
adolescencia, cuando ya sacaba casi una cabeza a todas sus amigas, había tenido
que acostumbrarse a que su presencia intimidaba a los hombres. A los varones
les acomplejaba tener que mirarla de abajo arriba. Cuando todas sus amigas tuvieron
novio, ella salió sólo una vez con un chico alto y espigado, que aún así se
veía un lechuguino a su lado, pero que le salió de la acera de enfrente y la
utilizaba sólo para llorarle sobre el hombro. Sus amigas, llegadas a edades casaderas,
fueron formando sus propias familias, tuvieron hijos, y ella cada vez se
encontró más sola. Era una mujer agraciada, culta, simpática; pero era
demasiado grande y nunca encontró la horma de su zapato.
Un
día cayó en la cuenta de que, a sus amigas, todos seguían llamándolas Juana, Carmela,
Beatriz… pero a ella, no; ella era ya doña
Olga. Decidió que debía tomar las riendas de la situación antes de que fuera
demasiado tarde, así que se hizo socia de varios clubes de baloncesto masculino
y asistía a todos los partidos que podía, en un afán por relacionarse con
hombres de su estatura. Pero, para entonces, los jugadores eran todos ya más
jóvenes que ella y, en cualquier caso, por alguna razón que no comprendía,
solían gustarles las mujeres pequeñas.
Su
vida transcurría, cada vez más, en solitario. Asistía a conciertos, visitaba
museos, iba al gimnasio…, además de cumplir con su trabajo en una oficina y sus
labores domésticas. Los lunes iba siempre al cine, porque era el día que
estaban las salas más vacías y no tenía problema para escoger el asiento que
quisiera. Como era una mujer educada y considerada con el prójimo, evitaba amargar
a los demás eclipsando la pantalla con su voluminoso cuerpo, así que siempre se
sentaba en la última fila.
Pocas
cosas ponían a doña Olga de tan mal humor como llegar a una película ya
empezada, pero aquel lunes un contratiempo la obligó a hacerlo diez minutos
tarde. Entró a toda prisa y, aunque la sala estaba casi vacía, se dirigió, por
la fuerza de la costumbre, a la última fila. Una vez en su butaca, con un humor
de perros, despotricando y maldiciendo entre dientes, se quitó el abrigo y lo
lanzó con fuerza, como si le quemara en las manos, sobre el respaldo de la
butaca que tenía enfrente.
―¡Joder,
a ver si tenemos más cuidado! ¡Un respeto para los demás, coño!
Como
el periscopio de un submarino emergiendo sobre la superficie del mar, la cabeza
de un irritado pequeño varón asomó por encima del respaldo de la butaca y sus
ojos brillaron con rabia en la oscuridad. Sus cortos brazos se agitaban en el
aire con gesto amenazador. Doña Olga, atónita, se disculpó balbuceando:
―¡Cuánto
lo siento! Perdone usted. No le he visto. Por favor, disculpe.
―¡Pues
fíjese más, joder, que el mundo no es sólo para los altos!
―Perdón,
perdón.
Hubo
quejas de otros espectadores que les conminaban a que se callaran de una vez,
así que el pequeño hombre, haciendo aspavientos, volvió a desaparecer tras el
respaldo. Doña Olga se reclinó en su asiento y fue incapaz de concentrarse en
la película, con un sentimiento mixto de culpa, vergüenza y comicidad.  
Al
acabar la proyección, decidió que, para evitar otra situación embarazosa,
esperaría a que se marchara antes el menudo e iracundo sujeto. Pasaron unos
instantes, pero el hombre no se marchaba. Empezó a ponerse nerviosa, dudando sobre
si estaba también él esperando a que se marchara ella antes o si la estaba provocando
para seguir con la gresca.
Con
las luces de la sala ya encendidas, de pronto, emergieron de nuevo la cabeza y
hombros del pequeño personaje, que se había puesto de rodillas sobre su asiento
y la miraba con una sonrisa.
―Le
debo una disculpa. Me he portado muy groseramente con usted, que no tenía ninguna
culpa. Estoy avergonzado y le ruego que me perdone ―su tono era cortés y
sincero.
―Por
favor, soy yo quien tiene que disculparse de nuevo. Debía haber mirado, pero es
que he entrado sofocada porque he llegado tarde y estaba furiosa ―seguía ella
dando excusas sin salir de su asombro.
―La
invito a tomar algo.
Doña
Olga, ahora sí, estaba estupefacta. Se lo quedó mirando sin saber si se estaba
burlando de ella, si la estaba provocando o si lo había entendido mal. El
chocante personaje seguía sonriéndola y apremiándola con la mirada.
―Venga,
vamos. Como, por lo visto, tenemos que aclarar quién ha de disculparse más, nos
tomamos algo juntos y así lo hablamos con calma. Si no, nos van a echar de
aquí.
O
sea, que iba en serio. Estuvo a punto de decirle que no, pero no pudo. Tantas
veces se había sentido rechazada por su físico que pensó que ahora ella no
podía hacer lo mismo con aquel hombre por las mismas razones. Además, su osadía
le hacía gracia. Así que, sin saber del todo lo que hacía, se encontró sentada
a una mesa de una cafetería con aquel hombre que, cuando estaban de pié, apenas
le llegaba a la cintura.  
El singular
varón resultó ser de lo más simpático, culto y jovial y, aunque doña Olga había
comprobado en el cine que podía tener muy mal genio, se mostraba muy respetuoso
y tenía un trato agradable y modales educados. Su conversación era interesante
y, además, sabía hacerla reír. No aparentaba tener el más mínimo complejo por
su corta estatura. Tras una media hora de conversación, se percataron de que
aún no sabían sus respectivos nombres.
―Yo
me llamo Olga.
―Pues
encantado, Olga. Yo soy León.
Un
pequeño tsunami recorrió los ciento veinte kilos de la hembra, a la que se le
escapó una risita, que sofocó enseguida pero no lo suficientemente rápido como
para pasar inadvertida a su perspicaz acompañante.
―No
se preocupe, estoy acostumbrado. Humor negro de mis padres. 
A León
le tenían sin cuidado las miradas de la gente, a la que naturalmente no pasaba
inadvertida aquella pareja tan grotescamente desproporcionada: ella, desbordándose,
majestuosa, sobre la silla y él, con sus piernecillas que no le llegaban al
suelo. Doña Olga estaba incómoda, pero hacía todo lo posible para que él no lo
notara. Y así, entre una cosa y la otra y, sobre todo, por la total ausencia de
complejos por parte de León, se encontró saliendo cada vez más a menudo en
compañía de aquel pequeño hombre. 
León
siempre se había sentido predestinado a realizar grandes empresas. Su gran sueño
de juventud fue pertenecer a las fuerzas especiales de élite del Ejército.
Soñaba con lanzarse en paracaídas con uniforme de combate, la cara pintada de
camuflaje, metralleta a la espalda, pistola al cinto y una gran navaja de
supervivencia capaz de abrir en canal a cualquier enemigo que se le pusiera por
delante. Cuando le dijeron que no daba la talla, estuvo varios meses con
depresión. Una vez repuesto, pensó en hacerse camionero y recorrer las
autopistas de Europa a los mandos de un súper camión Mack americano de ocho
ejes, enormes ruedas y una potentísima bocina que haría palidecer a los
automovilistas que se le pusieran tontos. Pero también fue rechazado, y estuvo otros
cuatro meses deprimido.
Al
fin, encontró su actual trabajo, con el que se sentía plenamente realizado y en
el que había acumulado ya una considerable experiencia. Suspendido a treinta
metros del suelo en la cabina de una grúa torre portuaria, accionando palancas
y botones, con el mundo a sus pies, cargaba y descargaba enormes contenedores,
de varias toneladas cada uno, en gigantescos barcos llegados de todos los
rincones del mundo. Allí arriba, solo, en su pequeño habitáculo colgado en las
alturas, miraba a los trabajadores que se movían por los muelles… y le parecían
muy pequeños. Se sentía poderoso. A León siempre le habían fascinado las cosas
grandes. Y doña Olga… era muy grande.
Un
día, en el cine, León le cogió la mano. Ella hizo un gesto instintivo de
apartarla. Pero León no era hombre que se rindiera fácilmente, así que apretó
la presa y la miró fijamente desde las profundidades de su asiento… y ella
cedió. A partir de entonces, ya siempre iban de la mano. 
Otro
día, al acabar la película, saltó cual felino poniéndose de pié sobre el
asiento y la besó en los labios. Doña Olga, de nuevo, se vio superada por la
situación y no supo o no se atrevió a reaccionar. El caso es que el atrevido y
desinhibido León ya la besó con frecuencia a partir de entonces. Hombre de
recursos, aprovechaba todas las ocasiones que se le presentaban. Las escaleras
eran su mejor aliado. Siempre que se encontraban junto a una escalera, él
saltaba ágilmente dos o tres peldaños para ponerse a la altura y se lanzaba al
ataque sin preocuparle quién pudiera verles o reírse de ellos.
―Podrías
invitarme a tomar un café en tu casa. Te llevaría a la mía, pero es que los
muebles son a medida.
Era
difícil decirle que no a León, por aquello de que no se le escapara otra vez
aquel genio, así que se encontraron en casa de ella tomando un café y
charlando. En un momento dado, la conversación pareció apagarse como una vela y
doña Olga vio cómo León la miraba con una expresión nueva y enigmática. Intuyó
que se iba a producir una situación trascendental. Y León le lanzó a bocajarro
la pregunta que cambiaría para siempre la vida de los dos:
―¿Por
qué no me enseñas tu habitación?
No
acababa de entender cómo aquella persona tan pequeña podía tenerla allí en ascuas,
sin saber cómo reaccionar, ¡a ella, ante quien se habían arrugado siempre los
hombres! León era todo seguridad y atrevimiento, ni asomo de sentirse
intimidado. De nuevo, los acontecimientos se precipitaron. León se quitó los
zapatos y, de un salto, se puso de pié sobre la cama, le echó los brazos al
cuello y la besuqueó. Sus pequeñas manos desabrocharon la blusa de doña Olga,
que una vez más, sin preguntarse por qué, le dejó hacer. Y León, buen
estratega, supo que tenía la situación controlada. Y le desabrochó el
sujetador.
Doña
Olga, por primera vez en su vida, estaba haciendo el amor. Desnuda boca arriba
sobre la cama, tenía a aquel pequeño pero fiero león por ahí abajo haciendo de
las suyas. Por aquellas cosas de la geometría, la cabeza de León, mientras el
resto de su cuerpo estaba a lo suyo, quedaba hundida entre los generosos pechos
de doña Olga, por lo que, a sus esfuerzos amatorios, tenía el hombre que añadir
considerables dificultades respiratorias que le hacían resoplar como una
antigua locomotora de vapor.
―Pfffff…
Pfffff…
Doña
Olga pensó que la experiencia no era exactamente como tantas veces había
fantaseado que sería su primera vez. No obstante, comprensiva ella, se dijo que
maniobrar un gran transatlántico con un pequeño remolcador exigía paciencia,
así que, como la mujer era de buen conformar, dejó escapar un suspiro de
resignación: 
―¡Ay,
Dios mío, qué cosas…!
León
siempre fue, por encima de cualquier otra consideración, un caballero:
―¿Te
estoy haciendo daño, cariño? ―le preguntó, solícito, mientras la cara
congestionada del afanado amante emergió por un momento sobre la sinuosa
cordillera pectoral de doña Olga y, sin esperar respuesta y con expresión de
orgullo, volvió a hundirse en sus profundidades. 
―Pfffff…
Pfffff…
Las
relaciones sexuales pasaron a ser cosa habitual desde aquel día, siguiendo, más
o menos, la misma pauta. No es que doña Olga lo pasara particularmente bien, y
además le fastidiaba, dados los condicionantes anatómicos, no poder hablar un
poco sobre la marcha, pero como él se lo pasaba tan bien… Pero su León no era
hombre conformista. Por sus venas corría ―según le había confesado― la sangre de
antiguos intrépidos conquistadores y descubridores extremeños. Era un hombre valiente,
atrevido, siempre buscando nuevos retos. Así que un día, tras dormir en casa de
ella, se despertó de buena mañana decidido a explorar nuevos territorios. 
―Hoy
quiero que te pongas tú encima.
León
no dejaba de sorprenderla con su audacia; pero aquello, pensó, rozaba ya la
temeridad.
―Cariño,
mira, la verdad…, no me parece buena idea ―objetó, juiciosa, doña Olga,
olvidando que no hay nada peor que despertar a un león dormido.
―¡He
dicho que quiero que hoy te pongas tú encima, coño! ¡A ver si te voy a tener
que recordar quién lleva aquí los pantalones! ―y sus ojos brillaban con la
misma ira que aquel primer día en el cine, cuando ella le sacudió en la cabeza
con el abrigo.
Ella
sabía que no había nada que hacer cuando León se ponía así. Como siempre, se
doblegó a las exigencias de su temible descendiente de aguerridos
conquistadores. 
Doña
Olga jamás olvidaría aquella mañana cuando entró apresuradamente en el hospital
llevando a León en brazos y pidiendo ayuda a gritos. Una enfermera, desde
detrás de un mostrador, la informó, solícita:
―Pediatría,
primer piso, señora.
―¡Váyase
a la mierda! ¿Dónde está Urgencias? ¡Que se me muere!
El
parte médico certificó la muerte de León por aplastamiento de la caja torácica,
con rotura de todas las costillas y perforación múltiple de los pulmones.
En
el juicio, entre el público, la abundante familia de León seguía con interés el
desarrollo de las exposiciones. Ante el alegato del abogado defensor, diez o
doce pequeñas figuras humanas se levantaron y, agitando los brazos
amenazadoramente, abuchearon a gritos al letrado que osaba defender a la
asesina del pobre León. El juez tuvo que llamar al orden:
―Alguacil,
¿cómo le tengo que decir que no se admiten niños en la sala? ¡Desalójelos
inmediatamente!
Vista
la avalancha de zapatos, bolígrafos, mecheros y llaveros que le llovieron,
aderezados con todo tipo de insultos, el juez se dejó convencer por los
argumentos del defensor de doña Olga de que aquella gente era realmente
intratable y que, con aquel león en casa, a ella no le había quedado más
remedio que doblegarse a sus imprudentes fantasías. Así que la absolvió.
Doña
Olga nunca volvió a ser la misma. Se sentía vacía, yerma. Se volvió rara. Le
cogieron manías, como darse de baja de los clubes de baloncesto y, en cambio, iba
como loca de un lado para otro siguiendo –¡sabrá Dios por qué!– a todos los
circos que actuaban por el país. 
José-Pedro Cladera ©
 
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