A lo largo de nuestra vida hay
muchos tipos de tortura. Esta es una historia sencilla, pero real.
Gabriel
era un anciano pescador que comenzó a trabajar de marinero desde muy temprana
edad. Una vida llena de trabajo, muchas penurias y dos naufragios. Un hombre
recio y valiente que, a base de esfuerzo y muchos sacrificios, consiguió tener
barco propio, una bonita familia y la estimación, respeto y cariño de mucha
gente.
Pasando
los años, su esposa, aún joven, murió, y en pocos años, casi el resto de sus
hermanos y amigos. El capitán, valiente, se volvió débil y miedoso. Vivía con
una de sus hijas y, en el sentido de afecto, estaba muy bien atendido y nunca
solo.
Pero
comenzaron las manías, llegando algunos días a visitar hasta tres veces las Urgencias
médicas. Cada día era un dolor diferente. Cuando no era la barriga, eran las
piernas. Incluso un ligero picor en la cabeza, fruto de su excesivo lavado
diario, lo consultó.
–Mi
mal está en este picor insoportable –decía.
Una
de sus hijas tuvo que fotografiar aquella pequeña herida para demostrarle que
no había nada fuera de lo normal. Si iba al baño, que para lo que comía era
demasiado; si, por el contrario, estaba un día sin ir, al hospital para
prevenir una posible obstrucción. Su doctora de cabecera, sin saber ya qué tipo
de pastillas recetarle, le propuso:
–Gabriel,
podríamos ponerte una cama en la consulta.
–¡No
estaría mal! –respondió el anciano.
Lo
de la tensión era su deporte favorito. Si se la tomaban cuatro veces al día,
mejor que una. Creo no equivocarme si digo que, en el centro médico, le
llamaban El pupas. Por cierto, las
visitas a Urgencias podían ser tanto de noche como de día.
Por
eso creo que hay torturas de muchos tipos, pero tener al lado a una persona
hipocondríaca es atormentador.
Mari Carmen Bengoechea ©
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