Lo
conocí cuando hacía autostop junto a una pareja francesa por la larga avenida
que vertebra la zona turística de Tulum. Callado y observador, pasó un buen
rato hasta que comprendí que entendía perfectamente el castellano. Me
parecieron un trío interesante y conectamos rápidamente, lo que nos llevó a
pasar largas horas de charla y visitas, en las que poco a poco pude indagar la
historia que había detrás de este militar colombiano.
Desenredé
la maraña de su discreta personalidad entre atardeceres y largas playas que
serenaban su alma. No bebía ni fumaba nada que liberara su lengua, pero el
silencio y la naturaleza exuberante del Caribe lo relajaban y empezaba a contar
historias con las que se llenaba mi curiosidad. Así pude saber que era un cabo
del Ejército del Aire, artillero de un helicóptero.
Es
raro que me llame la atención una persona lo suficiente como para que me atreva
a preguntar por cuestiones personales, pero con Diego –así se llama– fue
distinto. Charlamos sobre los acuerdos de paz, sobre Pablo Escobar, los
secuestros, la violencia y todo lo que estigmatiza a su país y jamás levantó la
voz ni se alteró por nada. Su voz suave contestaba a mis preguntas dando
una condescendiente argumentación a
todo, en esa mezcla de resignación y aceptación en la que se mueven aquellos
que han superado mil y una injusticias de las de verdad.
Le
pregunté si había sido secuestrado, si había disparado alguna vez, si se había
corrompido y traficado con cocaína y todas las cosas que se me pasaron por la
cabeza después de haber visto documentales y telediarios sobre su país todos
estos años, y nada. Su experiencia se resumía en incidentes de oídas.
Afortunado de haber sobrevolado miles de horas la selva, me dijo que la única
muerte que había visto era la de miles de galones de queroseno en los motores
de su helicóptero. Pero no era del todo cierto; me ocultaba la verdad para
olvidarla.
Diego
no era un turista más. Miraba de manera vivaz todo lo que le rodeaba, sin
perder detalle, pero sin sobresaltarse; transmitía una melancólica paz. Su
tortura era haber estado años con la espada de Damocles sobre su cabeza, la de
ser de la parte que ha ganado el conflicto pero compartiendo el triunfo con los
perdedores, en esa rara mezcla entre acuerdo e imposición con la que el
gobierno colombiano ha querido zanjar cincuenta años de guerra.
Terminó
reconociéndome que muerte no, pero dolor, había visto más del que unos ojos de
paz pueden llegar a contemplar. Él no se hizo soldado para matar a nadie; se
enroló para que no muriese más gente. Pero la perra vida no le dio esa
oportunidad. En cambio, le proporcionó un montón de sufrimiento en forma de soldados
sin piernas después de pisar minas, secuestrados despojados de toda dignidad,
campesinos enloquecidos al ver arder sus campos de coca y toda una suerte de
desgracias que son imposibles de describir, pues forman parte de una compleja
sinrazón que, desde la distancia, no podemos juzgar.
Sentía
que su país lo había torturado no por lo que había tenido que pasar por formar
parte del ejército, sino por negarle la superioridad moral del vencedor; que no
había consuelo en una paz comprada; que la justicia, si es que la había, no iba
a caer sobre los que causaron tanto y tanto dolor, y que ver a los guerrilleros
por las calles con unas pensiones de gobierno no era lo que se esperaba cuando
se enroló para defender su país. No era un héroe, no era un vencedor; no era
más que un atormentado muchacho buscando consuelo a su tortura lejos del
cadalso en forma de país que se la había producido.
Santos
Gutiérrez ©
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