“¡Arranca! ¡Arranca!”, me
susurraban mientras dormitaba, medio traspuesto, en el interior del coche. “¡ARRANCA,
ostias, que me matan!”, ahora me gritaban. Abrí los ojos y no estaba soñando. El
sol apretaba y vi por el retrovisor que don Íñigo Caballero, alias Ballo, venía
hacia el coche, perseguido por una manada de unos diez tíos, todos con chándal
en colores rabiosos, como si se tratase de una estampida. “¡Arranca, por Dios!”,
suplicó Ballo. Giré la llave, eché marcha atrás y coloqué el coche con la
ventana derecha hacia mi amigo (la puerta del copiloto había quedado condenada
en nuestro anterior episodio en Albacete).
Se lanzó hacia el interior,
por el hueco y de cabeza, cayendo casi encima de mí. Mientras tanto, por la
izquierda, se me aproximó una bestia parda con un ladrillo, golpeando mi
ventana con tal expresión de odio que, si me caza, me hubiese matado allí
mismo. Aceleré a tope y las ruedas derrapaban sobre la arena de aquel parking de secano. Uno de los cabrones
se enganchó a la ventana abierta mientras acelerábamos, y no sólo eso, sino que
también agarró una de las piernas de Ballo que quedaron fuera al entrar de
cabeza al coche. Seguí acelerando y notaba como el pastillero continuaba
enganchado y se arrastraba mientras que Ballo gritaba: “¡me está cortando la
pierna, me está cortando la pierna!” No le estaba cortando la pierna, seguía encaramado
a su tobillo y se arrastraba ejerciendo presión sobre su espinilla apoyada en
la ventana.
Por fin, conseguimos zafarnos
del agarra piernas, que se quedó tendido en el suelo –imagino que reventado de
arrastrarse al menos unos cien metros–. Por el retrovisor, sólo se veía, a
través del polvo, a los pastilleros intentando levantar a su lacerado colega y
el cartel del ACTV haciéndose cada vez más pequeño –para los que no lo sepan,
las siglas A.C.T.V. significan, en la cultura popular de la nocturnidad, “Antonio
Controla Toda Valencia”.
Pisé más fuerte el
acelerador, con el corazón a mil y sin un rumbo fijo. Ballo se acopló como pudo
entre gemidos de dolor y, ¡joder!, pude ver que tenía la pierna, a mitad de la
tibia, totalmente rota y un pequeño objeto de plata en su mano derecha cubierto
de sangre.
Sacó de la guantera una
petaca de whisky, le dio un buen trago, se lio un brócoli, me miró con lágrimas
en los ojos y una sonrisa ultra luminosa, y se lo fumó.
Salimos de Valencia rumbo a
Madrid, pero tardamos más de dos días en conseguirlo. Los dragones, echando
fuego, no nos dejaban avanzar y teníamos que volver hacia el este. Cuando
creíamos que íbamos bien, con la puesta del sol hacia el oeste, resultaba que
era el amanecer y volvíamos al levante; anochecía y aparecían los dragones con
sus llamas otra vez. Al final, una señora, en un pueblo de Cuenca, se apiado de
nosotros y nos llevo en su furgoneta a Madrid. A Ballo lo dejó en urgencias del
Hospital Doce de Octubre. Y yo, sinceramente, no sé como llegué a casa.
Todo comenzó ocho días
antes. Un miércoles cualquiera, en el extrarradio de la ciudad. Habíamos
quedado con nuestras motos clásicas para dar una vuelta y luego tomar algo. La
quedada, aunque los personajes eran pesos pesados del bebercio, no se planteaba
peligrosa. Allí estaban: Txema Izuzquiza, alto directivo y gurú del marketing y Alberto, jefe de protocolo
del ayuntamiento de la capital, aparcando sus Harleys y Triumphs en una terraza
tranquila en una tarde igualmente tranquila en la zona de Somosaguas. Yo no
pensaba ni beber ni fumar –llevaba ya dos semanas sin beber y tres meses sin
fumar–. Al principio, me juzgaban extrañados y no podían entender como había
renunciado al binomio nicotina y alcohol que tanto placer les proporcionaba; a
mí, en esos momentos, me asqueaba. Estuvimos más de cinco horas allí sentados,
disfrutando de las historias. Ellos, con sus combinados bien cargados, contando
anécdotas sobre su amigo Pataliebre una noche de farra y yo, con las cervezas
sin alcohol, riquísimas y refrescantes. A punto estábamos de irnos y
aparecieron por allí algunos famosos del corazón junto con un jugador del
Atleti. Iban bastante cocidos y la famosilla, una tal Ana Rosa, se quería subir
a la moto de mi amigo Izuzquiza. La nueva perspectiva que te daba el no beber era
muy interesante, detectabas lo miserables y tristes que pueden llegar a ser
estos personajes con unas copas de más. Pero nos reímos un rato con ellos y de
ellos, y nos fuimos a casa, tarde, pero, yo al menos, limpio y sobrio.
Amanecer sin resaca, aunque
se haya dormido poco, te da una energía extra para afrontar el nuevo día; tanta,
que decidí hasta escribir un email a
mis amigos de fechorías de la noche anterior. Éste decía:
Asunto: El
día "sin" resaca
El día "sin". ¡Ponme
una! El niño de la máquina temblorosa amarilla se va, tiene miedo.
Pataliebre juega, gana y despluma a los "recios" al póker. Los
"recios" reparten... como panes. Me tomo otra "sin".
El prestamista espera en el lupanar. La meretriz se llama Tania y el chulo,
"Universo". Aquí no hay "sin", todo es "con".
Los famosos quieren intercambio textil. El gordo calvo famoso se desangra por
la cabeza de un botellazo de 0'0. Su mujer, igualmente famosa, la gorda
vacuna, se encarama a la máquina temblorosa de Izuzquiza y amenaza con hacer de
vientre delante del personal. Alberto se lleva la cami del Atleti: por noble.
Ya no queda "sin" y es jueves, “¡menos mal"
Sí, por fin era jueves y
había otra quedada muy especial para esa noche. Esta vez se trataba de verme
con “los culebras” y en el epicentro de Madrid. Éstos eran mucho más peligrosos
y jugaban en otra división, muy superior a la de mis amigos de la noche
anterior. “Los culebras”, de cuya banda además yo era el vicesecretario, se
había quedado en una leyenda más que en otra cosa. La mayoría tenían familias y,
sorprendentemente con el historial de golferío extremo que tenían, casi todos
eran directivos, brokers financieros
o empresarios. Habían salido, según la creencia establecida, adelante.
Me armé de valor y hasta
allí me acerqué. Habíamos quedado en La Dolores, taberna castiza entre Jesús de
Medinaceli y el hotel Palace. Tenía ganas de llegar. Fue entrar y ver sus caras
de siempre con más canas y arrugas en algunos, ¡menudo casting el de los auténticos culebras!: Ballo, coleccionista de
anclas –imagino que es la persona que más anclas debe de tener en el mundo, más
de doscientas, de todos los tamaños; algunas pesan toneladas y toda ellas
repartidas por el jardín de su casa. Pero ahí estaba, con su perenne cigarro en
los labios y una sonrisa ultra luminosa por el blanqueamiento de dientes
extremo que se había hecho–; El Polilla, hostelero de la noche y, como de
costumbre, departiendo con unos y otros; Pepe Chaning, en libertad provisional
por narcotráfico internacional; Tito “El Galaxia” –los hermanos Cohen se
inspiraron en él para crear al personaje de El Notas de la película El Gran
Lewoski–; El Chino –en toda banda que se precie siempre hay un chino; pero éste
era de verdad, nacido y criado en Madrid, por lo que era una especie de Chino
Castizo–; Don Quintín Moreno, que ya era millonario –siempre quiso serlo y por
fin lo consiguió; tenía hasta pozos de petróleo y un banco de su propiedad. Con
Quintín y con Montxo se estaba tranquilo, por si venía algún patoso, ya que,
además, eran pegadores profesionales, boxeaban y practicaban todo tipo de artes
marciales.
Cañita iba y cañita venía,
y yo, como siempre, con mi sin. Tan a gusto y entretenidos estábamos con las
historias de unos y otros que, en una de esas rondas, noté un sabor seco y
fuerte: me había caído una con. Pedíamos tantas rondas que no todos se
acordaban del pesado de la sin, pero me la bebí sin más; tampoco pasaba nada,
un día era un día. Se terminaron los vasos de caña y hubo que pasar a los de
doble. Yo me había apretado ya tres cañas, por lo que me daba igual pasar al
doble; es más, me estaba empezando a gustar. Después de cinco rondas más, decidí
despedirme y poner rumbo a casa. Al día siguiente no tenía reuniones ni
presentaciones, pero sí tenía que hacer acto de presencia en la oficina. “¿Dónde
vas?”, se escuchó la voz de Ballo. Me giré y allí estaba, con su sonrisa
resplandeciente, entregándome otro doble y diciendo a todos que de allí no se
iba ni Cristo sin tomar la penúltima. Me resigné y me la bebí. Cayeron otras
cinco rondas más. Ante tal tesitura, empezaba a apetecer tomarse también un
buen copazo; total, eran sólo las doce de la noche.
Decidimos ir todos a El
Amante, garitón confortable y sofisticado con una puerta férrea, pero me
conocían de sobra para poder entrar todos. Una vez dentro, me bebí un refrescante
Tom Collins rodeado de gente guapa, muy guapa. La mayoría de las chicas eran
altísimas y elegantes a pesar de ir con vaqueros y ropa informal; ellos,
algunos con blazers y otros en camiseta. Todo ello le daba al lugar esa
variedad tan rica que se respira en muy pocos sitios. Nos bebimos tres copas
más y ya íbamos con la directa.
Un subgrupo, entre los que me
uní, decidió acercarse al Jazzclub y el resto, comandados por don Quintín, al
antiguo Pachá, cuyas paredes nos había visto pecar de todas las formas posibles;
pero a algunos de nosotros, en esos momentos, nos parecía que se había
convertido en un jardín de infancia para niñatos mal criados. Quintín seguía
siendo un clásico y no quería renunciar a sus lugares de toda la vida.
Si la puerta de El Amante
era difícil, ésta, la del Jazzclub era infranqueable, y hasta allí nos
acercamos con decisión sólo tres: El Polilla, Pepe Channing y yo. El Jazzclub
era una especie de after en un piso
del centro de Madrid. Te bajaba a buscar el dueño al portal y te fiscalizaba de
arriba abajo y sólo entrabas si eras una celebrity
mundial o ibas rodeado de tías buenísimas. Pero, esta vez, entramos con
alfombra roja, para eso íbamos acompañados de Pepe Channing y el haber sido
narcotraficante internacional ejercía su poder en todos los sitios. El Jazzclub
era como estar en el salón de tu casa, pero con luz tenue. No faltaba la imprescindible
y genuina bola de espejos. Y había un dj que pinchaba cuando le salía de ahí
todo tipo de música, menos la que estuviese de moda, lo cual estaba totalmente
prohibido. Por allí paseaba el palmito lo más granado del mundo del cine y la
música, y al principio se estaba precisamente como en casa, pero según pasaban
las horas aquello se convertía en un Sodoma y Gomorra visible por todos, las
drogas corrían y el sexo se practicaba abiertamente. Sobre las seis de la
mañana, recibí un mensaje de Quintín diciendo que iban para El Brillante, por
lo que, al menos yo, encontré la mejor oportunidad para salir corriendo de aquella
cueva llena de sombras. El Brillante era un bar genuino de toda la vida frente
a la estación de Atocha donde rematar o reponer las noches salvajes aliñándolas
con porras y bocatas de calamares. De camino –por supuesto, íbamos andando–,
nos topamos con un cartel que anunciaba un festival de electrónica old school en el ACTV de Valencia, donde,
nada más y nada menos, pinchaba Kike Radical, antiguo compañero de colegio
durante muchos años. Fue mirarnos los tres y no hizo falta decir la perniciosa
frase “No hay cojones”; simplemente nos dijimos “habrá que ir” y asentimos
todos.
Llegamos a El Brillante, y
éstos, que llevaban un buen rato por allí alternando, querían ir al tanatorio a
tomar otra copa (el tanatorio de la M30, aunque parezca mentira, al estar veinticuatro
horas abierto, era un auténtico after
donde poder ahogar las penas unos y seguir de fiesta otros). Pero les
comentamos el planazo del ACTV y Kike Radical y la mayoría no lo dudó un
momento: se apuntaron a la movida valenciana. Nos comimos unos bocatas de
calamares con seis o siete rondas de cervezas bien frescas y espumosas y pusimos
rumbo a Valencia en dos coches.
Tenía que llamar al trabajo
para decir que no iba, y no se me ocurrió otra cosa que llamar a mi jefe, al
soso de mi jefe, que vivía en Rivas (que nos pillaba de camino por la misma carretera)
e invitarle a que se viniera a Valencia con el grupo. Mi jefe, que acababa de
tener trillizos hacía un mes y era un personaje más bien gris para los asuntos
lúdicos. Le dije que era la oportunidad de su vida, poder escuchar a Kike
Radikal en el ACTV, templo de la electrónica. Únicamente respondió “¿estás de
coña?” Y colgó el teléfono. Yo, por mi parte, pensé que no había entendido la
jugada, que se lo iba a perder y que especialmente le diesen pero bien.
Nosotros continuamos saliendo de la ciudad.
Habíamos quedado para hacer
una parada de avituallamiento en Valdemín Gómez (principal mercado de la droga
de la periferia madrileña, que está de camino por la carretera de Valencia).
Entramos en el poblado y sólo quedaba el humo de las hogueras apagadas del
amanecer, que marcaban las chabolas que suministraban narcóticos. Pasamos por
delante de una gitana mayor que nos hizo señas con la mano para que parásemos.
Nos dijo que, si queríamos tema, ella tenía pata negra, por lo que aparcamos en
el patio interior de la chabola y entramos dentro. Allí estaba otro gitano
mayor, en camiseta interior de tirantes –debía de ser el marido–, acoplado viendo
la tele en la penumbra; ni siquiera se giró para mirarnos. La gitana sacó la
balanza y nos preguntó que qué queríamos. Se adelantó Quintín Moreno sacando
dos billetes de quinientos euros y pidiendo veinte gramos del mejor perico, más
todo lo que nos pudiese dar de cristal. A la gitana, sonriendo, se le
encendieron los ojos y le dijo: “espera, que te voy a traer jabugo del bueno”.
Nosotros no dijimos nada a la bravuconada; al fin y al cabo, Quintín era
millonario y le gustaba tener ese tipo de detalles exagerados con sus colegas.
Regresó la gitana, con lo que parecían dos de sus hijos, y nos invitó a pasar a
otra estancia mientras venía la merca. También nos preguntó que si queríamos
tomar una copa, a lo que ninguno de nosotros puso impedimento. A pesar de todo
lo que habíamos bebido, todavía estábamos sedientos y el bocadillo de calamares
había colaborado a secar más el gaznate. Llegó otro de los gitanos, que se
llamaba Jerónimo, con el tema y gritó “¡farlopa pa’ la tropa!” Empezamos a ponernos
y nos fuimos acoplando por allí tan plácidamente. Poco a poco, iban apareciendo
más hijos, más primos y más gitanas. Terminamos jugando al poker con ellos y
nos invitaron a comer un cabrito a la brasa. Estuvimos casi doce horas allí
dentro, hermanando con todo el clan. Era tal la fraternidad que se creó que Quintín
le ofreció empleo en su banco a Jerónimo, y yo quedé con su primo, que no
recuerdo cómo se llamaba, para jugar al pádel la semana siguiente. Al intentar
irnos de allí, la despedida fue el culmen de la concordia: abrazos múltiples durante
casi una hora, como si nos conociésemos de toda la vida. Pepe Channing se
prendó de una de las gitanas y decidió quedarse allí para cenar o quizás para
encontrar nuevos puntos de distribución. El gitano que quería emplear Quintín
en su banco, para compensar, dijo que se venía con nosotros al ACTV. Salimos
fuera de la chabola o de la mansión, que es más bien lo que me pareció a mí en
aquel momento, y ahora sí que era de noche y la calle estaba repleta de
hogueras ardiendo indicando los puntos de venta.
Me quedé observando a
Jerónimo, que mantenía una sonrisa malvada y soltaba carcajadas para sí mismo
frente a una de las fogatas y, por si fuera poco, su rostro se aderezaba con
las luces y sombras rojizas del fuego, magnificando el verde de sus ojos. En
ese momento creí estar ante el mismísimo diablo. Le pregunté que qué le hacía
tanta gracia y se tronchó de risa. Nos contó que, para los que habíamos tomado
café, los terrones de azúcar estaban bañados con algunas gotas de LSD –yo,
afortunadamente, sólo me eché medio terrón. Ballo y Quintín, como siempre más
ansiosos con todo, dos terrones enteros.
Arrancamos los coches y nos
pusimos rumbo al levante. Como a la hora de viaje, empecé a ver dragones en la
lejanía que nos observaban con los ojos llenos de furia. La furia de los
dragones se convirtió en un multicolor de luces de neón: habíamos llegado a uno
de los clubes de carretera más legendarios en La Roda, Albacete. Aparcamos y
entramos todos.
Soñaba que me acariciaban y
que me pesaba todo el cuerpo; pero había algo que intentaba sacarme del sueño
constantemente, y era una música aguda acelerada con voces igualmente agudas: una
especie de tecno para pitufos. Sentí cierta humedad en mi carrillo izquierdo,
como si se me estuviese cayendo la baba. Mi cabeza reposaba como en un pequeño
cojín. Abrí los ojos lentamente y vi las punteras de unas botas de cowboy señalando al cielo y bailando al
son del traqueteo de la marcha, y terminaban en una minúscula rodilla donde, a
continuación, descansaba mi frente sobre un todavía más minúsculo muslo. Noté
que las caricias en la cabeza no eran una fantasía, podía sentir una pequeña
mano rascándome la cabeza. De pronto, sonaron unos potentes graves sobre mí
¡Bfffummm! ¡Bfffummm! Giré el cuello hacia arriba y era un enano haciendo beatboxing ¡Tummmn! ¡Tummmn! ¡Tummmn!
Era Miguelón, el puto amo del porno para enanos. Me sobresalté y me incorporé
lo más rápido que pude. Había ido durmiendo sobre los muslos de un enano
mientras me acariciaba la cabeza, nada más y nada menos que Miguelón el más
cabrón de todos los pequeños que había conocido y el amo y señor del porno con
enanos. ¿Qué coño hacía el enano con nosotros? Me explicaron Ballo y el
Polilla, los únicos que quedaban en nuestra caravana hacia Valencia, que el
enano había robado una bolsa con cincuenta mescalinas, en un descuido, a uno de
los camellos que fue al club a mantener relaciones con él. Miguelón, el enano,
se juntó con nosotros después y le dijimos que se las comprábamos todas. En ese
momento, aparecieron el camello y su séquito y, al vernos con él, se liaron a hostias
con todos. Tuvimos que salir por patas y, según montábamos en el coche, uno de
los macarras nos reventó la puerta delantera derecha a golpes con un extintor. El
resto de culebras estaban a lo suyo y no se enteraron de la movida. Y parece
ser que Quintín se fue mucho antes. Pensó que el club no estaba a su altura,
llamó a un taxi, cogió a su nuevo empleado, el gitano Jerónimo, y se dirigieron
al aeropuerto de Valencia para volar hacia Ucrania, meca del sexo más selecto.
Por lo que, en el viaje, ya sólo quedamos tres y un enano, un puto enano que pinchaba
en su móvil tecno para pitufos y hacía los graves a modo de beatboxing con la boca: ¡Tummmn!
¡Tummmn! ¡Tummmn!
Paramos en una gasolinera y
salimos los cuatro a estirar las piernas. Lo de Miguelón era ridículo: iba con
bermudas vaqueras y botas de cowboy, llevaba las rodillas al aire; no le
soportaba. Nos acercamos a los servicios que estaban por detrás de la
gasolinera y había unos bidones amarillos, a saber de qué. Pero El Polilla y yo
nos miramos y no lo dudamos ni en un momento, cogimos al puto enano y le
metimos dentro de un bidón y cerramos la tapa. Ballo salió del baño y nos dijo
que si estábamos locos, mientras el enano gritaba y gritaba desesperadamente;
pero fue él, el mismísimo Ballo, el que le dio la patada de honor para que el
bidón bajase rodando por el terraplén que daba a un riachuelo. Hasta allí llegó
el bidón y dejamos de escuchar los gritos del enano; sólo sonaba el tecno para
pitufos amortiguado dentro del bidón. Nos miramos los tres, satisfechos, y
continuamos el viaje. A Miguelón le vi seis meses después en una entrevista de
televisión hablando de su libro: “Renuncia a tus pequeñas adicciones”, donde
comentaba cómo fue capaz de renunciar al sexo y sobrevivir en La Mancha
plantando tomates cherry.
Por fin, llegamos al ACTV;
por supuesto, perseguidos por los dragones, que cada vez estaban más cerca y eran
más fieros y violentos. Entramos los tres y sólo recuerdo ir a los camerinos y
fundirnos en abrazos interminables, besos y lágrimas, con la estrella de la
noche, Kike Radikal. Fue verle y sentir algo así como si nos hubiese salvado la
vida, habíamos llegado hasta allí y seguíamos vivos, le estábamos besando hasta
los pies. Pero aquello, a pesar del ingente colocón, de repente, me pareció ridículo.
Me incorporé y empecé a llamarle DJ mierda seca. No se lo debió tomar a mal, ya
que nos presentó a Antonio, el dueño de ACTV. De aquella presentación sí tengo grabada
la imagen de los ojos de Ballo, totalmente iluminados como dos linternas láser,
dirigiéndose con deseo al pendiente de plata con forma de ancla que colgaba de
la oreja izquierda de Antonio. El resto es muy difuso. Parece ser que estuvimos
dieciséis horas dentro y que Ballo, cuando nos estaban echando, me dijo que le
esperase afuera con el coche arrancado. Más tarde me enteré de que a Antonio,
el dueño del ACTV, le habían arrancado una oreja. También supe que el Polilla se
fue con un ataque de pánico y corrió más de veinte km totalmente desnudo dirección
sur, hasta que le paró la policía. Después cogió un autobús hasta Alicante y se
fue a casa de una tía suya a trabajar en un huerto durante tres meses.
Yo, por mi parte, me he
armado de valor y me he sentado enfrente de vosotros y os he dicho antes de
empezar con esta historia:
—Hola, me llamo Borja
Y todos vosotros habéis
respondido al unísono:
—Hola Borja, bienvenido.
Óscar
Nuño ©
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