jueves, 24 de mayo de 2018

COGORZA




Imagina las lomas verdes del campo cántabro agostándose  bajo  un sol de justicia en pleno mes de agosto.  Yerba alta y granada. Momento óptimo para la siega. Los segadores, a pecho descubierto, ligeramente inclinados hacia adelante, lanzando una y otra vez la guadaña, van dejando tras ellos, además de gruesos goterones de sudor,  filas de ‘hombillos’ de yerba cortada que,  con la ayuda de rastrillos, van esparciendo las mujeres para que  el sol la seque…

            Era el vivir de las gentes de mi familia una tarde del año 1.938, mientras que yo, sin nada más importante que hacer en el momento, me entretenía viendo  pasar cerca del prado y camino de Santander los  trenes de mercancías cargados del carbón  que los mineros asturianos arrancaban cada día de las entrañas de sus minas…

            Calor, y el sol aplanando el campo con sus rayos. Entonces  mi madre  se fijó en mí y me gritó:

–¡Muchachu, quítate de la testera del sol ahora mismu, que vas a coger un dolor de cabeza…! Mira, túmbate un ratucu encima de la chaqueta de tu padre, que está a la sombra de esos avellanos…

            Y yo, a mis escasos siete años de edad, la obedecí al instante. Me tumbé sobre la chaqueta de mi padre a la sombra de los avellanos. Panza arriba, mirando el cielo azul bajo el cual un par de milanos planeaban en círculos concéntricos…

            Cuando me aburrí, me puse panza abajo, y entonces noté una incomodidad sobre el estómago. Hurgué bajo la chaqueta y descubrí la bota del vino. La saqué. Desenrosqué el pitorro y chupé con cautela. Me supo fresco y agradable. Volví a chupar. Y después, mamé de ella como mamaban los ternerucos de las tetas de las vacas  en la cuadra. ¿Cuánto mamé? Lo ignoro. Intentaron despertarme más tarde, a la hora de regresar a la casa, pero yo continuaba medio dormido. Mi padre me levantó agarrándome de un brazo y, en cuanto me soltó, caí desplomado. Se asustaron. Me volvieron a levantar y entonces vomité  vino agrio, que me produjo un asco terrible.       

–¡Dios mío, la bota del vino! – exclamó mi madre.

            Cargó mi padre conmigo hasta depositarme en mi cama, donde permanecí aquella noche y todo el día siguiente. Fue la cogorza más grande que he cogido en mi vida.

Jesús González ©

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