Me
ha venido a la cabeza una anécdota familiar. Yo tendría diez o doce años. Mi
padre trabajaba a turnos en los Laboratorios de la SNIACE (Sociedad, Nacional,
Industria, Aplicación, Celulosa, Española). Jajaja… Me lo aprendí cuando era
una ratita y no se me ha olvidado.
Aquella semana tenía el turno de
seis a dos. Mi madre y yo lo esperábamos para comer, pero no llegaba; así que
pensó que no había llegado el relevo y que no le quedaba otra que “doblar”.
El día transcurrió normal hasta que nos
dispusimos a esperarle para cenar. Por aquellos años, poca gente tenía teléfono
en casa, así que nos pasábamos la vida esperando. Las diez y media, las once…
Mi madre me dijo que me acostara. Yo lo hice, pero estaba muy asustada y veía
que mi madre no podía más. Me quedé con la frente pegada al cristal. Tenía
frío, estábamos en vísperas de Navidad. Las once y media, las doce, las doce y
media… De pronto, un coche negro paró y se abrieron las puertas… Risas,
despedidas… Abrieron el capó:
–¡Toma, tu merluza! ¡Feliz Navidad!
–¡se lo decían a mi padre! Parecía que todos llevaban una buena cogorza encima.
Mi madre lo esperaba con la puerta
abierta. Yo pasé al salón y, desde allí, escuchando a través de la puerta, lo
que vi, hoy, sería como una viñeta de chiste. Mi padre, con una gran merluza
entre los brazos, y otra, la que llevaba por dentro:
–¡Eg quee comoo noo ha llegadoo el
relevoo…! –dijo.
Lo que había pasado es que, al salir
del trabajo, lo pararon dos amigos que le dijeron que iban a la Lonja, a Santander,
para traer unas merluzas frescas para Navidad, y que no se preocupase, que no
tardarían en volver –¡Sí, sí…!
Silencio absoluto. Estaba vivo y en
casa. ¡Mejor que durmiese la mona!, pensaría mi madre.
Mª EULALIA
DELGADO GONZÁLEZ ©
Mayo 2018
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