Pilar era lo que podríamos decir una
mujer correcta. Trabajaba de secretaria en una empresa que gozaba de mucho
prestigio. Su vida transcurría sin grandes cambios: de 9 a 13, trabajaba; por
las tardes, lectura, o algún paseo por la orilla de la mar que tanto le hacía
soñar. Algún fin de semana salía con dos amigas que, como ella, permanecían
solteras y sin ataduras familiares, se tomaban un café y planeaban un viaje que nunca acababa
de llegar.
El verano empezaba a dar sus
primeros coletazos y Pilar decidió estrenar ese vestido de lunares que nunca
encontraba ocasión para ponerse; incluso se pintó los labios de rojo.
–¡La verdad –exclamó, mirándose en
el espejo– es que hoy no estoy nada mal!
El motivo es que se celebraba una
cena de empresa a la que acudían todos los empleados. Desde el primer momento,
no pudo apartar los ojos de aquel muchacho moreno y de grandes ojos verdes:
–¡Qué guapo, si parece sacado de un anuncio de
televisión!
A
medida que la noche avanzaba, se empezó a encontrar desplazada y sola, por lo
que salió a los jardines del hotel donde se celebraba la cena, encendió un
cigarrillo y, sin prisa, comenzó a fumar. La noche era estupenda; una de esas
noches en las que no te irías para casa. Una suave música invitaba a bailar.
Notó que alguien tocaba con suavidad su espalda:
–¿Me
concede usted este baile?
No
me lo podía creer. Era el muchacho guapo sacándome, ¡a mí!, a bailar. Mi cara
debía de ser todo un poema, pero me encontré en sus brazos, y no creo que
Cenicienta se sintiera mejor en su baile.
Hablamos
sin parar. Acababa de mudarse al pueblo, pues era donde la empresa le había
destinado. Me comentó que estaba encantado, porque estaba harto de la ciudad.
Quedamos unas cuantas veces, haciéndome sentir la mujer más dichosa del mundo.
Mi suerte, referente al amor, había cambiado. Era feliz.
Los
rayos del sol de la mañana entraron en mi habitación. Había olvidado la ventana
abierta. Estaba vestida, tumbada sobre la cama, con muchas ganas de vomitar, y
todo me daba vueltas. Pero, de repente, una bombilla se encendió en mi cabeza.
Aquella copa, mezcla de champán con no sé qué, me hizo coger una cogorza que lo
único que tuvo de positivo es que me hizo vivir un sueño de una noche de verano
que, sin ella –la cogorza–, no hubiera sido posible.
Mari Carmen Bengoechea ©
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