jueves, 24 de mayo de 2018

LA COGORZA




            Pilar era lo que podríamos decir una mujer correcta. Trabajaba de secretaria en una empresa que gozaba de mucho prestigio. Su vida transcurría sin grandes cambios: de 9 a 13, trabajaba; por las tardes, lectura, o algún paseo por la orilla de la mar que tanto le hacía soñar. Algún fin de semana salía con dos amigas que, como ella, permanecían solteras y sin ataduras familiares, se tomaban un  café y planeaban un viaje que nunca acababa de llegar.

            El verano empezaba a dar sus primeros coletazos y Pilar decidió estrenar ese vestido de lunares que nunca encontraba ocasión para ponerse; incluso se pintó los labios de rojo.

            –¡La verdad –exclamó, mirándose en el espejo– es que hoy no estoy nada mal!

            El motivo es que se celebraba una cena de empresa a la que acudían todos los empleados. Desde el primer momento, no pudo apartar los ojos de aquel muchacho moreno y de grandes ojos verdes:

 –¡Qué guapo, si parece sacado de un anuncio de televisión!

A medida que la noche avanzaba, se empezó a encontrar desplazada y sola, por lo que salió a los jardines del hotel donde se celebraba la cena, encendió un cigarrillo y, sin prisa, comenzó a fumar. La noche era estupenda; una de esas noches en las que no te irías para casa. Una suave música invitaba a bailar. Notó que alguien tocaba con suavidad su espalda:

–¿Me concede usted este baile?

No me lo podía creer. Era el muchacho guapo sacándome, ¡a mí!, a bailar. Mi cara debía de ser todo un poema, pero me encontré en sus brazos, y no creo que Cenicienta se sintiera mejor en su baile.

Hablamos sin parar. Acababa de mudarse al pueblo, pues era donde la empresa le había destinado. Me comentó que estaba encantado, porque estaba harto de la ciudad. Quedamos unas cuantas veces, haciéndome sentir la mujer más dichosa del mundo. Mi suerte, referente al amor, había cambiado. Era feliz.

Los rayos del sol de la mañana entraron en mi habitación. Había olvidado la ventana abierta. Estaba vestida, tumbada sobre la cama, con muchas ganas de vomitar, y todo me daba vueltas. Pero, de repente, una bombilla se encendió en mi cabeza. Aquella copa, mezcla de champán con no sé qué, me hizo coger una cogorza que lo único que tuvo de positivo es que me hizo vivir un sueño de una noche de verano que, sin ella –la cogorza–, no hubiera sido posible.

Mari Carmen Bengoechea ©

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