Juan
Noriega Tuñón fue uno de los hombres más vagos, oportunistas y ruines de su
tiempo, y no, no era un borracho. Su verdadera historia no se ha contado nunca,
pero yo lo voy hacer. Os diré que pocas veces unos tragos cambiaron tanto el
destino de un hombre llamado a holgar y medrar hasta su muerte. Pero no sólo el
suyo, sino también la de sus familiares y amigos.
Dejadme
que os cuente que Juan nació en 1795 en el seno de una familia acomodada asentada
en la comarca de Peñamellera. Su padre, Camilo Noriega, era un maestro de
oficios de la marina, dedicado al noble arte de la carpintería de ribera,
siendo el tercero de una generación de maestros maderistas, gente dedicada a la
selección de los mejores ejemplares de robles y hayas con los que conformar los
mástiles y las quillas de los barcos de su majestad. Recorría todos los montes
de las comarcas limítrofes donde la corona tenía lotes, en especial los
conocidos como Monte Corona, cerca de Comillas. Su excepcional habilidad,
heredada de su padre, permitía a su familia gozar de buenas posesiones y rentas,
además de una posición entre sus vecinos, que lo tenían por una persona buena,
trabajadora y honrada. Su esposa, Emilia, era una de la mejores personas que
habitaban esa comarca.
Ninguna
de estas cualidades fueron heredadas por Juan, su hijo mediano, pero sí por sus
otros dos hijos, Santiago, el mayor, y Juana, la pequeña. A Juan, lo que más le
gustaba en el mundo era el dinero y, en segundo lugar, vaguear. Alejado del
mayorazgo ejercido por su hermano Santiago, dedicaba todo el tiempo del día a
estudiar bajo la tutela de Anselmo, el cura de pueblo, lo que le alejaba de
tener que trabajar y le daba tiempo a pensar cómo obtener fortuna sin dar palo
al agua. Para ello contaba con los inestimables consejos de Anselmo, que había
terminado de párroco de Peñamellera después de que el obispo no hubiera hecho
vida de él como su ayudante en la diócesis, parece ser que por unos
"descuadres" en las cuentas del obispado.
Corría
el año 1811 y Juan cumpliría 16 años, edad más que suficiente para que el
estudio y nada más que el estudio empezasen a pesar en el ánimo de Camilo, su
padre, que empezaba a sospechar que el cura y su hijo tramaban alargar más de
la cuenta el noble momento en el que el chico asumiera responsabilidades. Así
que los reunió a los dos y solemnemente dijo:
–Padre, este chico está en edad de
salir de la casa y empezar a trabajar.
A Juan
se le pusieron los pelos como escarpias con sólo pensar que tendría que seguir
la misma suerte que Santiago; y encima sin mayorazgo, todo para su hermano a la
muerte de su padre y él condenado a una soldada para el resto de su vida. Pero
el cura no tardó en reaccionar, había cogido cariño a ese chico y sabía que era
como él y que no todo el mundo nace para trabajar. Así que estaba decidido a
ejercer su influencia sobre Camilo.
–Querido Camilo, su hijo es una
mente de las que se ven una entre miles. Yo ya no puedo enseñarle nada que no
sepa. Sé que ya tiene una edad para tomar un camino, así que le aconsejo que lo
envíe a la Academia de Caballería de Colio.
A Camilo
se le iluminaron los ojos. Olvidó por completo su intención de poner a su hijo
a trabajar –¿un hijo suyo militar de carrera?–. Las palabras sonaron a orgullo,
patria, honor, ¿pero cómo sería eso posible?
A
Juan, las palabras le sonaron a alivio, a escaquearse y alargar el momento de
ponerse a trabajar unos años más.
Anselmo
sabía lo que decía. El chico era listo; en la Armada, la reputación de su padre
era grande y a él le debían algunos favores en la diócesis. Las malas lenguas
decían que lo habían echado de allí por ladrón y vago; pero de su afición por
husmear en los cajones sabía muchas cosas, que lo habían librado de acabar en
misiones, y todavía no había cobrado del todo el silencio de algunas. Apreciaba
a aquel chico. Además, era el único con el que se podía mantener una
conversación en todo el valle y la Academia estaba a tan sólo media jornada de
camino, así que seguirían teniendo relación.
La Academia
se iba a abrir ese año. Estaba previsto que en tan sólo un año hubiera buenos
soldados para las tropas reales, y en tres, algún oficial con un excelente
manejo de los caballos. Juan no tenía ninguna vocación militar; en realidad, no
tenía más vocación que no hacer nada. Alejada la posibilidad de tener que
trabajar de inmediato, se trataba de estar lo más cerca de casa posible. Camilo
le había convencido de que cura no era una buena opción, ya que era
incompatible con su desmesurado interés por el dinero; además, cuando Juan supo
lo del voto de pobreza, lo descartó por completo. La formación en leyes quedaba
lejos de casa, así que esto de la academia militar era una opción, que por
supuesto habría que alargar lo más posible –¿tres años podría alargarse?, pues
tres años se alargaría, eso seguro–.
Quizás para entonces España ya no estaría en guerra o se le ocurriría otra
cosa.
Los
meses que siguieron hasta su entrada en la Academia fueron de los mejores de su
vida. El cura había convencido a la familia de que Juan debería estudiar bajo
su tutela ese tiempo –no era cuestión de llegar y ser el tonto de la clase–,
así que pasaban los días leyendo en la casa parroquial lo que les venía en gana
y dando largos paseos por la orilla del Deva. Cuando se encontraban a alguien,
mascullaban palabras en latín hasta que el vecino se alejaba lo suficiente para
poder reír a carcajadas. Además, Santiago, su hermano mayor, orgulloso de que Juan
fuera a la Academia, le iba pasando algún dinero del jornal que ya ganaba como
aprendiz de su padre, para que no tuviera necesidades una vez ingresara. Ver
aquellas relucientes monedas en su poder lo llenaba de satisfacción, con el
añadido de no haber tenido que sudar en absoluto para ganarlas. Juana, su
preciosa hermana pequeña, veía como un dios a su hermano, se lo imaginaba de
uniforme comandando las tropas montado en un hermoso corcel blanco. Así que le
hacía dibujos y le llevaba a la sacristía galletas y vino dulce que su madre le
hacía llegar para sobrellevar lo que la familia pensaba que eran largas
jornadas de estudio. Emilia se desvivía por sus hijos, pero el esfuerzo que
presentía en el acceso de su hijo mediano a tan alto honor hacía que sintiera
de repente una especial predilección por él.
Juan
estaba viviendo los momentos más dulces que todo vago puede desear: tiempo para
la holganza, comida, algún dinero y la consideración que su familia tenía en él
por su prometedor futuro. Pero todo llega, y un cálido día de junio llegó el
momento de incorporarse a la Academia. El trayecto a Colio desde Panes apenas
era media jornada, así que su padre y hermano lo acompañaron, orgullosos, hasta
la puerta.
La
Academia era un bonito edificio al pie de las montañas; el ejército no había escatimado
en gastos, ya que las expectativas en ella eran altas. Sus compañeros
resultaron ser, en su mayoría, chicos avezados de los pueblos del valle, hijos
rebeldes de militares que, como castigo, pasarían allí algún tiempo. De entre
los primeros, sobresalía, por su fuerza y carácter, Avelino Acevedo; de entre
los enchufados y rebeldes, hijos de papá, Diego Zornoza. Decidió hacerse amigo
de ambos de inmediato. Nunca vendría mal alguien para trabajar y un buen
contacto entre los militares de casta.
Rápidamente,
Juan se colocó entre los alumnos mejor valorados de la Academia, pero siempre
precedido por Diego y por Avelino. El cura le había advertido que nada de ser
el primero, que, en cosas militares, eso no era cosa buena. Diego, como hijo de
militar, conocía bien las artes necesarias para ser un buen oficial y sabía que
requerían tiempo. Avelino tenía el ardor guerrero en su cuerpo y el tiempo en
la Academia le quemaba, quería ir cuanto antes a la guerra. No tardaría en
cumplir su deseo. La guerra de independencia necesitaba de tropas para el
asedio de Gerona, y cuando aún no llevaban los alumnos seis meses de academia,
un reclutador llegó a Colio con intención de llevárselos. Tras discutir mucho
con el director, se quedó en que se llevaría a una docena de estudiantes de los
25. Irían por orden de lista; se sortearía si de la a la z o al revés. En ese
momento, Avelino Acevedo, henchido de ánimo guerrero, pidió ir voluntario, así
que el reclutador dijo que nada de sorteo: se empezaría por la a y se llevaría
a los doce para los que tenía sitio en los carromatos.
Juan
estaba tranquilo, apellidarse Noriega, siendo la n la letra de la mitad del
abecedario, lo había colocado el 13 de 25 alumnos. Empezasen por donde
empezasen, él no iría a la guerra, por el momento... El reclutador dejó claro
que, si las circunstancias lo requerían, volvería, que la guerra era más
importante que la Academia y muchas más palabras que a Juan le sonaron a
peligro y trabajo, y eso no le gustaba nada. De Avelino, nada que decir: mucho
corazón y poca cabeza; volvería a Potes, su pueblo, lisiado en el mejor de los
casos o atravesado por una bayoneta francesa –pobre diablo, pensó–. Tenía que
ir pensando como librarse de la siguiente llamada a filas. Las probabilidades
de seguir en la Academia hasta completar los tres años eran remotas en el
actual escenario de guerra. Y no fueron sus pensamientos, sino el destino, el
que le brindó una magnífica oportunidad para escaquearse. Habían pasado ya seis
meses en la Academia y los caballos criados para los alumnos estaban ya
preparados para empezar su adiestramiento. El reclutador había pedido, por
orden del general de Caballería Ernesto Galindo, al frente de los ejércitos que
asediaban Cataluña, que los caballos tuvieran un entrenamiento acuático, se les
acostumbrara a nadar y no tuvieran miedo en desembarcos costeros en playas.
Sobra decir que la cara del director de la Academia era un auténtico poema.
Cualquiera que conozca Colio, y está claro que el general no, podría estar
seguro de que no era el sitio más indicado para tal entrenamiento. Colio es un
pueblo rodeado de montañas, en el que adiestrar a caballos en la fortaleza y la
habilidad del trote; pero los escasos arroyos que lo rodean no llegan a los
caballos ni a los tobillos, y el cercano río Deva, apenas a la panza en verano,
cuando baja de estío, ya que el resto del año suele llevar demasiada fuerza,
bien por la lluvias, bien por el deshielo. Así que la única opción era las
lagunas de Ándara, a una jornada de camino, con el añadido de tener que cruzar
altos collados sólo practicables entre junio y octubre. Y aquí fue donde Juan
dio un paso al frente y dijo que él se encargaría de esa labor. A Juan no le
gustaban los caballos –como os he dicho, sólo le gustaba el dinero y descansar–;
lo único que apreciaba de ellos era poder montarlos para no ir andando a ningún
lado. Pero la ocasión era única. Sin el tonto de Avelino en la Academia, se
quedaba sin compañero para las clases de armas y sin nadie que le hiciera las
tareas más duras. Había resultado sencillo manipularlo con algunas de las
monedas que su hermano le daba. Allí ya sólo tenía de amigo a Diego Zornoza,
que, como buen enchufado, ya tenía protección de por sí; y además, no se dejaba
manipular para los trabajos pesados como Avelino, sólo conseguía de él algo de
dinero vendiéndole parte de la comida que le hacía llegar su familia e
información sobre el curso de la guerra que su padre le enviaba por carta. Así
que la idea de no tener que darse palizas con los otros alumnos aprendiendo a
manejar las armas ni ir a clase, para dedicarse al adiestramiento de los
caballos, era una buena opción para no acabar cansado y amoratado un día tras
otro.
Juan
inició el adiestramiento de los caballos como siempre en su vida, mintiendo y
manipulando para acomodarse lo mejor posible las obligaciones a su conveniencia.
Convenció al director de la Academia de que conocía una zona del río Deva, por
la que su padre bajaba madera hacia la costa, que tenía la suficiente
profundidad y aguas calmas para empezar a trabajar el adiestramiento con los
caballos, hasta que a la llegada del verano se pudiera subir a los lagos de
Ándara. Era una verdad a medias: esa zona del río era profunda, sí, pero muy
peligrosa.
El
río estaba a un par de horas de la Academia, que Juan alargaba hasta cuatro por
las siestas que se echaba a la vera del camino. Una a la ida y otra a la
vuelta, completando jornadas enteras de la mañana a la noche por las que
recibía la felicitación de sus compañeros, en especial, de Diego Zornoza, que creía
tener ante sí un amigo abnegado y comprometido con el futuro de la promoción.
La verdad es que Juan, una vez que llegaba con los veinticinco caballos al río,
los obligaba uno a uno a echarse a las aguas frías y bravas sin ningún tipo de
piedad con los animales. Ya tenía pensado qué decir si un día alguno se
ahogaba. Contaría que unos lobos hambrientos habían atacado a la potrada y
enloquecido a un caballo, que, presa del pánico, se había echado al río en un
pozo profundo y turbulento. Pero la verdad es que los caballos bregaron contra
las corrientes un día y otro día sin desfallecer y, aunque presos del pánico,
eran capaces de vencer las corrientes y regresar a la orilla. Y así un día tras
otro hasta que, por fin, llegó el verano y pudo empezar a ir a las lagunas.
Las
jornadas en las lagunas eran mucho más plácidas. Juan, una vez más, había
convencido al director de que lo mejor para los caballos era permanecer varios
días allí y volver tan solo para herrarlos. Fueron estos los mejores días de su
vida. Cargaba a los caballos con todo lo necesario para pasar varios días en
las montañas, comida abundante que le entregaban en previsión de algún
imprevisto, libros que le hacía llegar Anselmo, el cura, y un rifle, por si
asomaba algún lobo. Así que Juan se pasaba el día leyendo, comiendo y viendo a
los caballos pastar y nadar en las lagunas. Y así pasó el verano y parte del
otoño, hasta que llegó el momento de estabular la potrada para pasar el
invierno. A Juan no le hacía ninguna gracia bajar a la Academia y no se le
ocurría ninguna argucia para alargar el adiestramiento. Los caballos, bregados
en las infernales corrientes del Deva, nadaban como nutrias en las plácidas
lagunas. El director había subido a verlos una jornada y no daba crédito, así
que tocaba volver a Colio y afrontar un invierno de estudio y clases de armas.
Recogió todo el campamento que le había servido de refugio durante el verano y
regresó a la Academia, donde le esperaba una noticia que cambiaría el rumbo de
los acontecimientos. Unos días antes de su regreso, había aparecido de nuevo el
reclutador y se había llevado al resto de sus compañeros, un último esfuerzo de
guerra lo había hecho necesario. Para Juan, quedaba una tarea ardua por la que
el ejército le estaría eternamente agradecido. Había llegado a oídos del coronel
Francisco Portilla las hazañas de los caballos de Colio y los quería para la
campaña de México. Juan debería llevarlos a Sevilla antes de que el invierno se
echara encima, para lo que faltaban pocas semanas, por lo que tendría que salir
a la mañana siguiente. Para compensar el no haber podido ir con sus compañeros
a la guerra, el reclutador, por mandamiento del general Ernesto Galindo y
recomendación del padre de su compañero Diego Zornoza, el teniente general
Antonio Zornoza, la siguiente prebenda: se le reduciría de tres a dos los años
para licenciarse, se le daba despacho de cadete y alcanzaría el mayor grado de
armas que alcanzase el más condecorado de sus compañeros de academia en la
guerra de independencia.
Juan
no se lo podía creer, ¡cómo era posible que hubiera tanto idiota! Los caballos
habían aprendido a nadar tan bien por pura supervivencia y no había estudiado
ni entrenado en armas apenas desde que había llegado. El viaje a Sevilla y vuelta
le llevarían, al menos, cuatro meses y, al regreso, en cuatro meses más,
estaría licenciado con honores. Porque no tenía ninguna duda de que el cafre de
Avelino Acevedo, antes de morir, conseguiría algún ascenso por acción de
guerra, o, en su caso, el idiota enchufado de Diego Zornoza sería ascendido por
alguna chorrada. Mientras, él sólo tenía que llevar a esos veinticinco
preciosos caballos alazanos hasta Sevilla, la ciudad más bonita de España en
palabras del cura.
Partió
al amanecer del siguiente día. Necesitaría cinco jornadas para llegar a Guardo
y dejar atrás la cordillera Cantábrica y sus dificultades; de ahí a Sevilla,
cuarenta días. Faltaba una semana para el día de difuntos y nada hacía
presagiar lo que ocurría aquel terrible otoño de 1812. A falta de una jornada
para llegar al inicio de la meseta castellana y cuando se encontraba en el
pueblo de Boca de Huérgano, la mayor nevada de otoño que se recordaba lo
inmovilizó en el pueblo. Pero lo peor estaba por llegar: haciendo bueno el
refrán de que "si nieva en la luna llena de octubre, siete lunas
cubre", el invierno que se avecinaba iba a ser uno de los peores del siglo.
Una nevada tras otra, retuvo a Juan y su potrada hasta marzo en el pueblo,
cinco meses en los que su salvoconducto, como cadete de infantería en misión
para la Armada Real, le convertían en una prioridad para las fuerzas vivas
locales, que lo cuidarían con todos los medios a su disposición hasta que el
tiempo mejorase, lo que tardó mucho en suceder. Así que se pasó el invierno
alojado en la casa parroquial, comiendo de las despensas locales, mientras los
caballos eran atendidos por los aldeanos en las mejores cuadras de la comarca.
Su único trabajo era escribir algún oficio para las dependencias del ejército
en Valladolid, informando del estado de la potrada. El ejército asumió que los
caballos no estarían a tiempo de partir en el barco con destino a México que en
la primera ventana de buen tiempo del invierno partiría de Sevilla; habría de
ser en el Salvador, un magnífico
barco que partiría rumbo a Montevideo con el regimiento Albuhera a mediados de
verano para ayudar a sofocar las revueltas charrúas para la independencia de
Uruguay. Juan salió de Boca de Huérgano casi cinco meses más tarde, una semana
después de entrada la primavera, con decenas de libros leídos de la magnífica
biblioteca del cura y algunos kilos de más. Llegó a Sevilla casi cuarenta días después,
poco antes de Pentecostés. Faltaba un mes y medio para que el barco zarpase y
un mes para cumplir dos años desde su ingreso en la Academia y, por lo tanto,
con las prebendas conseguidas, licenciarse como alférez; esto último, gracias a
una bravuconada de Avelino Acebedo, que, en el sitio de Gerona, había perdido
un ojo, el muy imbécil, lo que le había valido una medalla y ese rango por su
valor.
El
mes y medio que pasó en Sevilla fue de lo mejor que le había pasado en su vida.
Había convencido al coronel, que se llevaba los caballos para Montevideo, de que
era bueno no dejar de adiestrarlos hasta zarpar y que sería bueno que entraran
en contacto con la tropa que los iba a montar. Así que pasó un mes dando
vueltas por la capital hasta el momento de la partida, llevando a esos malditos
caballos al Guadalquivir un ratito por las mañanas y dejándolos en manos de la
tropa por la tarde. Pero la infantería estaba más preocupada de beber y
acostarse con mujeres antes de partir a la guerra que de aquellos caballos, así
que apenas aprendieron nada.
El
día antes de zarpar el barco, llegó un correo a nombre de Juan. Venía de la
sede de la Armada y en él quedaba licenciado como alférez, dándole un plazo de
un mes para elegir destino y regresar a su casa, de la que se le informaba que
no había buenas noticias: un brote de fiebre amarilla había azotado la comarca
de Peñamellera; la enfermedad había acabado con la vida de su padre y tenía a
su hermano Santiago en agonía. Se le daba permiso para regresar a casa y
hacerse cargo de la situación, ya que
había cumplido la mayoría de edad. También había enfermado el director
de la Academia, lo que obligaría a cerrarla de no encontrar uno nuevo.
Juan
tardó un rato en asimilar la situación, el tiempo que tardó en caer en la
cuenta de que la muerte de su padre, y la pronta de su hermano, le dejaba libre
el camino para acceder al mayorazgo y, por lo tanto, al patrimonio familiar,
que, sin ser mucho, era suficiente para vivir de rentas hasta su muerte.
Quedaban su madre y su hermana Juana, que iría de cabeza a un convento para
evitarse el tener que pagar una dote. Era una muchacha preciosa y dulce que lo
adoraba, pero una dote para casarla bien era mucho dinero y él lo iba a
necesitar para vivir sin trabajar el resto de su vida. Diego Zornoza ya había
mostrado interés en la joven alguna vez que, acompañada de su padre y hermano,
habían ido a visitarlo a Colio, pero, una vez licenciado y con permiso, ya no
le hacía falta para nada la amistad de Diego; y la felicidad de Juana, que se
había enamorado en secreto de él, le importaba bien poco. Anselmo, el cura,
arreglaría para que terminase en un buen convento.
Enterado
de la situación, el coronel al mando de la infantería que se llevaría los
caballos a Montevideo lo llamo a su despacho. Después de felicitarlo y darle el
pésame por la pérdida de su padre, intentó convencerlo para que se embarcase
con ellos; era consciente de su situación, pero lo necesitaba mañana en su
barco para garantizar el buen fin de su caballería, los soldados apuraban las
últimas horas en tierra y no se hacían a la monta de esos caballos, que solo
atendían a la mano de Juan.
Juan
sabía que el coronel no podía obligarlo –recién licenciado, era su derecho
pedir destino, y la situación familiar le permitía no embarcarse a menos que
fuera voluntario–. Así que le dio una retahíla de excusas bien fundamentadas de
lo que le gustaría a él embarcase y formar parte de su caballería, pero que no
sería esta vez, porque quería despedirse de su hermano y arreglar los asuntos
familiares. Poco le importaban a él la guerra de Indias, Montevideo, la Infantería
y su hermano. Sólo muerto entraría en ese inmundo barco con toda aquella panda
de soldados borrachos y ese coronel que no le daba ninguna buena impresión. Así
que, a la mañana siguiente, subiría los veinte caballos al barco –sí veinte: cinco
los había vendido por el camino y dicho que habían fallecido por las fatigas,
por una muy buena cantidad de reales, con los que volvería a Panes a empezar
una nueva vida–. Solicitaría destino en Colio como director el tiempo necesario
para cumplir los seis años con el ejército y, desde allí, gestionaría las
finanzas de la familia. El bruto de Avelino le había confesado que era su
sueño, al regreso de la guerra, hacerse adjunto del director y sustituirlo a su
retiro. Pero Juan no tendría problema en traicionarlo. En caso de que los dos
solicitasen la plaza, saldría a oposición, y Avelino era un gran militar pero
un regular estudiante. La plaza era suya.
Al
coronel no le quedó otra que respetar la decisión de Juan y firmar su regreso a
casa, pero antes le pidió que, como señal de respeto a la tropa, esa noche los
acompañase en el "pobre de mí" por las tabernas de Sevilla y que se
gastase su soldada junto a una soldados que lo admiraban por su magnífico trabajo
adiestrando los caballos. Juan no bebía y no le interesaban en absoluto las
mujeres: una fimosis hacía que sus erecciones fueran muy dolorosas, así que en
los libros, la holganza y el dinero encontraba todo lo que le hacía feliz.
Consciente de que negarse a esa tradición militar no era buena idea, aceptó. En
realidad, sólo serían unas horas.
La
verdad es que los soldados no lo admiraban en absoluto. El mes que habían
pasado viendo a los caballos les había bastado para darse cuenta de que, aparte
de nadar como nunca habían visto hacerlo a unos caballos, apenas sí se les
podía montar y sólo atendían a las órdenes de Juan. Esta tropa de infantería y
caballería estaba compuesta por la mayor escoria del ejército español, tipos
duros curtidos en mil batallas, que sabían que esos caballos, sin el chico que
los había adiestrado, valían de poco al otro lado del charco. Lo necesitaban y
así se lo habían hecho saber al coronel, que, consciente de la situación, tenía
un plan.
Las
horas que pasaron una vez salió del despacho de coronel, camino de las calles
de Sevilla, hasta que despertó fueron un espeso sueño tornado en pesadilla al
despertar. ¡Qué corgorza, Dios mío, que cogorza!, le espetó un marinero
mientras le echaba un cubo de agua para despertarlo. Juan abrió los ojos,
cegado por el sol. Estaba en la cubierta del Salvador, rumbo a Montevideo; le dolía la cabeza, olía a vómito y
no se podía poner de pie. Tardó un rato en poder hablar, pero, mientras, podía
escuchar su historia en boca de unos marineros que se habían arremolinado a su alrededor.
Borracho como una cuba, se había enrolado en la travesía a Indias –parece ser
que la soldadesca había echado algo en su primer vino, a sabiendas de que no
tomaría más, y, antes de caer redondo, le habían puesto delante el rol de
embarque y lo había firmado.
Juan
pidió ver al coronel inmediatamente para pedir explicaciones. Este le dijo que
si estaba acusando de algo a la flor y nata de los ejércitos de España y
cometió un error más –dijo que sí–, lo que le supuso un par de semanas de
arresto en un sucio camarote del barco, junto con un marinero veterano acusado
de acuchillar a un tabernero la noche anterior. Durante ese par de semanas
encerrado, tuvo tiempo para pensar cómo salir del atolladero: nada estaba
perdido. Empezaría por pedir perdón al coronel por sus palabras, las achacaría
a la resaca; a su llegada a Montevideo, por primera vez en su vida, trabajaría
y ayudaría a los soldados a hacerse con los caballos. Cumplida su misión,
embarcaría de vuelta a España y, antes de fin de año, estaría en casa
disfrutando de su herencia.
Sólo
salía de su encierro para atender a los caballos, que los habían colocado en
una pequeña caballeriza bajo el puente de mando y con acceso a la cubierta,
conscientes del valor que tendrían una vez estuvieran en condiciones de luchar
contra el enemigo. El resto de las horas las pasaba en su encierro escuchando
las historias de su compañero de celda. Era un veterano que ya había estado en
las indias. Le contaba cómo era muy fácil hacerse por pocos reales a oro y
piedras preciosas de los indios charrúas, que luego en España multiplicaban por
diez su valor; él lo había hecho un par de veces, pero a la vuelta a casa lo
dilapidaba en mujeres y vino. Los indios se habían alzado contra España, lo que
daba manga ancha los soldados a exterminarlos y quedarse con sus riquezas. Juan
ya sabía cómo invertir los reales que había ganado vendiendo los caballos. Su
suerte empezaba a cambiar de nuevo. Terminado su arresto, se dedicó en cuerpo y
alma a confraternizar con la tropa, a enseñarles cómo manejar los caballos y hacer
la pelota al coronel, tal y como le había enseñado a hacer Anselmo, el cura, en
sus largos paseos por Panes. Su plan era desembarcar, terminar de preparar los
caballos para la infantería en un par de semanas y regresar a casa en el mismo
barco. Antes buscaría algún soldado que tuviera oro o joyas robadas para
hacerlas dinero a su regreso. El marinero le había contado que las jóvenes
charrúas, alcanzada la madurez, iban enjoyadas hasta desposarse, una creencia de que la luz que el oro y la joyas desprenden
atraen un buen marido. Una vez desposadas, los collares y pulseras se guardaban
hasta que a una de sus hijas le llegase la hora de buscar marido. Los soldados
lo sabían y, en plena guerra, no sería difícil encontrar a uno que hubiera violado
y robado a alguna joven y le vinieran bien unos buenos reales. Ahí estaría Juan
para hacer negocio.
Faltaba
una sola jornada para llegar a puerto. Juan, desde la cubierta una vez acabado
su arresto, podía ver a lo lejos las infinitas playas de Punta del Este y la bocana
del mar de plata. Contemplaba la maravilla que veía a lo lejos cuando, desde el
puesto vigía, se anunció la llegada de una tormenta, el invierno austral
parecía que iba a dar un zarpazo. La marinería se puso en guardia y se
empezaron a recoger y desplegar velas a toda velocidad. Juan quedó encargado de
vigilar los caballos, los marinos con más experiencia sabían que les dan pavor
las tormentas. El mar de plata se convirtió en minutos en un infierno, olas
gigantes zarandeaban el barco y el viento partió uno de los mástiles. Juan
estaba en el establo, el lugar más seguro del barco en caso de tormenta,
después del puente de mando, según le había dicho el marinero con el compartió
el arresto.
La
tormenta arreciaba y la suerte del barco iba de mal en peor. Los caballos,
presos del pánico, rompieron las tablas de sus potreras y quedaron sueltos por
la caballeriza. La situación se estaba haciendo insostenible. Por los barrotes
se divisaban a lo lejos las playas, el viento y las olas los acercaban a ellas,
en breve encallarían y todo se acabaría si la tormenta no amainaba. Era
cuestión de tiempo que algún caballo lo pisase, cada vez estaban más desatados.
En vez de intentar atarlos de nuevo, de tranquilizarlos y controlar la
situación, Juan, sabedor de que el sitio que ocupaba era el único que le podía
garantizar sobrevivir, soltó los caballos para que no le molestasen. En medio
del caos, no le importó la suerte de los animales. En caso de sobrevivir, diría
que lo dejaron inconsciente y que, a golpes, habían abierto la puerta. Abrió la
puerta de la cuadra y los caballos accedieron a la cubierta pisando a los
marineros que intentaban ponerse a salvo de la tormenta. Los pocos soldados que
estaban en cubierta azotados por las olas y el viento los arrinconaron contra
la borda y los echaron al mar, a los veinte; de lo contrario, habrían acabado
con ellos a coces y pisotones. Si había una posibilidad de sobrevivir para esos
caballos que lo habían acompañado dos años y que no confiaban en otro ser
humano, se la negó Juan justo antes de que el barco se hundiera. Ni al más
infame y ruin de los tripulantes se le habría pasado por la cabeza hacer algo
así. El naufragio ocurrió pocos minutos después del comienzo de la tormenta:
una ola de más de diez metros escoró el barco haciéndolo volcar.
No
hubo supervivientes en aquel naufragio, 340 hombres y 12 mujeres perdieron la
vida: unos, ahogados bajo el casco volcado y, los menos, devorados por las olas
sin poder llegar a la orilla al no saber nadar, algo frecuente entre la marinería
y tropa de la época.
La
noticia no tardó en llegar a puerto dada la cercanía. Además, la guerra contra
lo que sería el futuro estado de Uruguay tenía en aviso a toda la flota de Mar
del Plata, que sufrió una de las tormentas más intensas, súbitas y cortas que
se recuerdan. Cinco minutos bastaron para hundir al Salvador y acabar con los refuerzos para las tropas españolas
sitiadas en Montevideo.
Un
mes después la noticia llegó a Panes de mano de un correo real. Juan Noriega
Tuñón había muerto en el naufragio del Salvador.
En el funeral por su alma se congregaron todos sus amigos, conocidos y
familiares, incluido su hermano Santiago, que milagrosamente había salvado la
vida después de sufrir fiebre amarilla. Juana, su hermana pequeña, que ya
contaba con dieciséis años, lloró la muerte de su querido hermano, ajena a la
vida monacal que este tenía pensado para ella. En la estancia en esos días de
miembros del ejército en Panes para su funeral, se decidió nombrar al bravo
Avelino Acevedo director de la Academia de Caballería de Colio, que, en
adelante, tendría un patio dedicado a Juan Noriega Tuñón. Avelino hablaría
siempre de Juan como ejemplo de lucha, abnegación y vocación militar. Diego
Zornoza, el militar enchufado, había demostrado ser un gran estratega y había
adquirido mérito militar suficiente como para pedir a Santiago, el hermano
resucitado hermano de Juan, que, en nombre de la amistad que le unía al
fallecido, le permitiera tomar la mano de su hermana pequeña, de la bella y
dulce Juana, estando seguro de que era lo que Juan habría querido para ella.
Anselmo, el cura, ofició una preciosa misa de difuntos en su memoria. Sus últimas
y sentidas palabras para el finado en la homilía parece que fueron "Juan
Noriega Tuñón, continúa descansando en paz".
Pero
con todo, a mí siempre me ha parecido que el más increíble cambio en los acontecimientos
ocurrió en la otra orilla del Atlántico. Los cronistas relatan que los indios
charrúas pudieron defender sus poblados y atacar a las tropas que defendían
Montevideo, gracias a una caballería formada por al menos veinte caballos
alazanos que nadie supo de dónde salieron. Cuenta la leyenda, y digo leyenda
porque nadie dio crédito a esa historia, que una joven charrúa paseaba,
engalanada, por la playa con todo el oro y joyas propio de las mozas casaderas
de su tribu, cuando el resplandor de los adornos sobre su cuerpo atrajo a veinte
caballos, que, nadando cual delfines, llegaron a la orilla de las playas de
Punta del Este. Pocas veces una cogorza cambió la vida de tanta gente.
Santos
Gutiérrez©
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