jueves, 24 de mayo de 2018

LA COGORZA




Juan Noriega Tuñón fue uno de los hombres más vagos, oportunistas y ruines de su tiempo, y no, no era un borracho. Su verdadera historia no se ha contado nunca, pero yo lo voy hacer. Os diré que pocas veces unos tragos cambiaron tanto el destino de un hombre llamado a holgar y medrar hasta su muerte. Pero no sólo el suyo, sino también la de sus familiares y amigos.

Dejadme que os cuente que Juan nació en 1795 en el seno de una familia acomodada asentada en la comarca de Peñamellera. Su padre, Camilo Noriega, era un maestro de oficios de la marina, dedicado al noble arte de la carpintería de ribera, siendo el tercero de una generación de maestros maderistas, gente dedicada a la selección de los mejores ejemplares de robles y hayas con los que conformar los mástiles y las quillas de los barcos de su majestad. Recorría todos los montes de las comarcas limítrofes donde la corona tenía lotes, en especial los conocidos como Monte Corona, cerca de Comillas. Su excepcional habilidad, heredada de su padre, permitía a su familia gozar de buenas posesiones y rentas, además de una posición entre sus vecinos, que lo tenían por una persona buena, trabajadora y honrada. Su esposa, Emilia, era una de la mejores personas que habitaban esa comarca.

Ninguna de estas cualidades fueron heredadas por Juan, su hijo mediano, pero sí por sus otros dos hijos, Santiago, el mayor, y Juana, la pequeña. A Juan, lo que más le gustaba en el mundo era el dinero y, en segundo lugar, vaguear. Alejado del mayorazgo ejercido por su hermano Santiago, dedicaba todo el tiempo del día a estudiar bajo la tutela de Anselmo, el cura de pueblo, lo que le alejaba de tener que trabajar y le daba tiempo a pensar cómo obtener fortuna sin dar palo al agua. Para ello contaba con los inestimables consejos de Anselmo, que había terminado de párroco de Peñamellera después de que el obispo no hubiera hecho vida de él como su ayudante en la diócesis, parece ser que por unos "descuadres" en las cuentas del obispado.

Corría el año 1811 y Juan cumpliría 16 años, edad más que suficiente para que el estudio y nada más que el estudio empezasen a pesar en el ánimo de Camilo, su padre, que empezaba a sospechar que el cura y su hijo tramaban alargar más de la cuenta el noble momento en el que el chico asumiera responsabilidades. Así que los reunió a los dos y solemnemente dijo:

            –Padre, este chico está en edad de salir de la casa y empezar a trabajar.

A Juan se le pusieron los pelos como escarpias con sólo pensar que tendría que seguir la misma suerte que Santiago; y encima sin mayorazgo, todo para su hermano a la muerte de su padre y él condenado a una soldada para el resto de su vida. Pero el cura no tardó en reaccionar, había cogido cariño a ese chico y sabía que era como él y que no todo el mundo nace para trabajar. Así que estaba decidido a ejercer su influencia sobre Camilo.

            –Querido Camilo, su hijo es una mente de las que se ven una entre miles. Yo ya no puedo enseñarle nada que no sepa. Sé que ya tiene una edad para tomar un camino, así que le aconsejo que lo envíe a la Academia de Caballería de Colio.

A Camilo se le iluminaron los ojos. Olvidó por completo su intención de poner a su hijo a trabajar –¿un hijo suyo militar de carrera?–. Las palabras sonaron a orgullo, patria, honor, ¿pero cómo sería eso posible?

A Juan, las palabras le sonaron a alivio, a escaquearse y alargar el momento de ponerse a trabajar unos años más.

Anselmo sabía lo que decía. El chico era listo; en la Armada, la reputación de su padre era grande y a él le debían algunos favores en la diócesis. Las malas lenguas decían que lo habían echado de allí por ladrón y vago; pero de su afición por husmear en los cajones sabía muchas cosas, que lo habían librado de acabar en misiones, y todavía no había cobrado del todo el silencio de algunas. Apreciaba a aquel chico. Además, era el único con el que se podía mantener una conversación en todo el valle y la Academia estaba a tan sólo media jornada de camino, así que seguirían teniendo relación.

La Academia se iba a abrir ese año. Estaba previsto que en tan sólo un año hubiera buenos soldados para las tropas reales, y en tres, algún oficial con un excelente manejo de los caballos. Juan no tenía ninguna vocación militar; en realidad, no tenía más vocación que no hacer nada. Alejada la posibilidad de tener que trabajar de inmediato, se trataba de estar lo más cerca de casa posible. Camilo le había convencido de que cura no era una buena opción, ya que era incompatible con su desmesurado interés por el dinero; además, cuando Juan supo lo del voto de pobreza, lo descartó por completo. La formación en leyes quedaba lejos de casa, así que esto de la academia militar era una opción, que por supuesto habría que alargar lo más posible –¿tres años podría alargarse?, pues tres  años se alargaría, eso seguro–. Quizás para entonces España ya no estaría en guerra o se le ocurriría otra cosa.  

Los meses que siguieron hasta su entrada en la Academia fueron de los mejores de su vida. El cura había convencido a la familia de que Juan debería estudiar bajo su tutela ese tiempo –no era cuestión de llegar y ser el tonto de la clase–, así que pasaban los días leyendo en la casa parroquial lo que les venía en gana y dando largos paseos por la orilla del Deva. Cuando se encontraban a alguien, mascullaban palabras en latín hasta que el vecino se alejaba lo suficiente para poder reír a carcajadas. Además, Santiago, su hermano mayor, orgulloso de que Juan fuera a la Academia, le iba pasando algún dinero del jornal que ya ganaba como aprendiz de su padre, para que no tuviera necesidades una vez ingresara. Ver aquellas relucientes monedas en su poder lo llenaba de satisfacción, con el añadido de no haber tenido que sudar en absoluto para ganarlas. Juana, su preciosa hermana pequeña, veía como un dios a su hermano, se lo imaginaba de uniforme comandando las tropas montado en un hermoso corcel blanco. Así que le hacía dibujos y le llevaba a la sacristía galletas y vino dulce que su madre le hacía llegar para sobrellevar lo que la familia pensaba que eran largas jornadas de estudio. Emilia se desvivía por sus hijos, pero el esfuerzo que presentía en el acceso de su hijo mediano a tan alto honor hacía que sintiera de repente una especial predilección por él.

Juan estaba viviendo los momentos más dulces que todo vago puede desear: tiempo para la holganza, comida, algún dinero y la consideración que su familia tenía en él por su prometedor futuro. Pero todo llega, y un cálido día de junio llegó el momento de incorporarse a la Academia. El trayecto a Colio desde Panes apenas era media jornada, así que su padre y hermano lo acompañaron, orgullosos, hasta la puerta.

La Academia era un bonito edificio al pie de las montañas; el ejército no había escatimado en gastos, ya que las expectativas en ella eran altas. Sus compañeros resultaron ser, en su mayoría, chicos avezados de los pueblos del valle, hijos rebeldes de militares que, como castigo, pasarían allí algún tiempo. De entre los primeros, sobresalía, por su fuerza y carácter, Avelino Acevedo; de entre los enchufados y rebeldes, hijos de papá, Diego Zornoza. Decidió hacerse amigo de ambos de inmediato. Nunca vendría mal alguien para trabajar y un buen contacto entre los militares de casta.

Rápidamente, Juan se colocó entre los alumnos mejor valorados de la Academia, pero siempre precedido por Diego y por Avelino. El cura le había advertido que nada de ser el primero, que, en cosas militares, eso no era cosa buena. Diego, como hijo de militar, conocía bien las artes necesarias para ser un buen oficial y sabía que requerían tiempo. Avelino tenía el ardor guerrero en su cuerpo y el tiempo en la Academia le quemaba, quería ir cuanto antes a la guerra. No tardaría en cumplir su deseo. La guerra de independencia necesitaba de tropas para el asedio de Gerona, y cuando aún no llevaban los alumnos seis meses de academia, un reclutador llegó a Colio con intención de llevárselos. Tras discutir mucho con el director, se quedó en que se llevaría a una docena de estudiantes de los 25. Irían por orden de lista; se sortearía si de la a la z o al revés. En ese momento, Avelino Acevedo, henchido de ánimo guerrero, pidió ir voluntario, así que el reclutador dijo que nada de sorteo: se empezaría por la a y se llevaría a los doce para los que tenía sitio en los carromatos.  

Juan estaba tranquilo, apellidarse Noriega, siendo la n la letra de la mitad del abecedario, lo había colocado el 13 de 25 alumnos. Empezasen por donde empezasen, él no iría a la guerra, por el momento... El reclutador dejó claro que, si las circunstancias lo requerían, volvería, que la guerra era más importante que la Academia y muchas más palabras que a Juan le sonaron a peligro y trabajo, y eso no le gustaba nada. De Avelino, nada que decir: mucho corazón y poca cabeza; volvería a Potes, su pueblo, lisiado en el mejor de los casos o atravesado por una bayoneta francesa –pobre diablo, pensó–. Tenía que ir pensando como librarse de la siguiente llamada a filas. Las probabilidades de seguir en la Academia hasta completar los tres años eran remotas en el actual escenario de guerra. Y no fueron sus pensamientos, sino el destino, el que le brindó una magnífica oportunidad para escaquearse. Habían pasado ya seis meses en la Academia y los caballos criados para los alumnos estaban ya preparados para empezar su adiestramiento. El reclutador había pedido, por orden del general de Caballería Ernesto Galindo, al frente de los ejércitos que asediaban Cataluña, que los caballos tuvieran un entrenamiento acuático, se les acostumbrara a nadar y no tuvieran miedo en desembarcos costeros en playas. Sobra decir que la cara del director de la Academia era un auténtico poema. Cualquiera que conozca Colio, y está claro que el general no, podría estar seguro de que no era el sitio más indicado para tal entrenamiento. Colio es un pueblo rodeado de montañas, en el que adiestrar a caballos en la fortaleza y la habilidad del trote; pero los escasos arroyos que lo rodean no llegan a los caballos ni a los tobillos, y el cercano río Deva, apenas a la panza en verano, cuando baja de estío, ya que el resto del año suele llevar demasiada fuerza, bien por la lluvias, bien por el deshielo. Así que la única opción era las lagunas de Ándara, a una jornada de camino, con el añadido de tener que cruzar altos collados sólo practicables entre junio y octubre. Y aquí fue donde Juan dio un paso al frente y dijo que él se encargaría de esa labor. A Juan no le gustaban los caballos –como os he dicho, sólo le gustaba el dinero y descansar–; lo único que apreciaba de ellos era poder montarlos para no ir andando a ningún lado. Pero la ocasión era única. Sin el tonto de Avelino en la Academia, se quedaba sin compañero para las clases de armas y sin nadie que le hiciera las tareas más duras. Había resultado sencillo manipularlo con algunas de las monedas que su hermano le daba. Allí ya sólo tenía de amigo a Diego Zornoza, que, como buen enchufado, ya tenía protección de por sí; y además, no se dejaba manipular para los trabajos pesados como Avelino, sólo conseguía de él algo de dinero vendiéndole parte de la comida que le hacía llegar su familia e información sobre el curso de la guerra que su padre le enviaba por carta. Así que la idea de no tener que darse palizas con los otros alumnos aprendiendo a manejar las armas ni ir a clase, para dedicarse al adiestramiento de los caballos, era una buena opción para no acabar cansado y amoratado un día tras otro.

Juan inició el adiestramiento de los caballos como siempre en su vida, mintiendo y manipulando para acomodarse lo mejor posible las obligaciones a su conveniencia. Convenció al director de la Academia de que conocía una zona del río Deva, por la que su padre bajaba madera hacia la costa, que tenía la suficiente profundidad y aguas calmas para empezar a trabajar el adiestramiento con los caballos, hasta que a la llegada del verano se pudiera subir a los lagos de Ándara. Era una verdad a medias: esa zona del río era profunda, sí, pero muy peligrosa.

El río estaba a un par de horas de la Academia, que Juan alargaba hasta cuatro por las siestas que se echaba a la vera del camino. Una a la ida y otra a la vuelta, completando jornadas enteras de la mañana a la noche por las que recibía la felicitación de sus compañeros, en especial, de Diego Zornoza, que creía tener ante sí un amigo abnegado y comprometido con el futuro de la promoción. La verdad es que Juan, una vez que llegaba con los veinticinco caballos al río, los obligaba uno a uno a echarse a las aguas frías y bravas sin ningún tipo de piedad con los animales. Ya tenía pensado qué decir si un día alguno se ahogaba. Contaría que unos lobos hambrientos habían atacado a la potrada y enloquecido a un caballo, que, presa del pánico, se había echado al río en un pozo profundo y turbulento. Pero la verdad es que los caballos bregaron contra las corrientes un día y otro día sin desfallecer y, aunque presos del pánico, eran capaces de vencer las corrientes y regresar a la orilla. Y así un día tras otro hasta que, por fin, llegó el verano y pudo empezar a ir a las lagunas.

Las jornadas en las lagunas eran mucho más plácidas. Juan, una vez más, había convencido al director de que lo mejor para los caballos era permanecer varios días allí y volver tan solo para herrarlos. Fueron estos los mejores días de su vida. Cargaba a los caballos con todo lo necesario para pasar varios días en las montañas, comida abundante que le entregaban en previsión de algún imprevisto, libros que le hacía llegar Anselmo, el cura, y un rifle, por si asomaba algún lobo. Así que Juan se pasaba el día leyendo, comiendo y viendo a los caballos pastar y nadar en las lagunas. Y así pasó el verano y parte del otoño, hasta que llegó el momento de estabular la potrada para pasar el invierno. A Juan no le hacía ninguna gracia bajar a la Academia y no se le ocurría ninguna argucia para alargar el adiestramiento. Los caballos, bregados en las infernales corrientes del Deva, nadaban como nutrias en las plácidas lagunas. El director había subido a verlos una jornada y no daba crédito, así que tocaba volver a Colio y afrontar un invierno de estudio y clases de armas. Recogió todo el campamento que le había servido de refugio durante el verano y regresó a la Academia, donde le esperaba una noticia que cambiaría el rumbo de los acontecimientos. Unos días antes de su regreso, había aparecido de nuevo el reclutador y se había llevado al resto de sus compañeros, un último esfuerzo de guerra lo había hecho necesario. Para Juan, quedaba una tarea ardua por la que el ejército le estaría eternamente agradecido. Había llegado a oídos del coronel Francisco Portilla las hazañas de los caballos de Colio y los quería para la campaña de México. Juan debería llevarlos a Sevilla antes de que el invierno se echara encima, para lo que faltaban pocas semanas, por lo que tendría que salir a la mañana siguiente. Para compensar el no haber podido ir con sus compañeros a la guerra, el reclutador, por mandamiento del general Ernesto Galindo y recomendación del padre de su compañero Diego Zornoza, el teniente general Antonio Zornoza, la siguiente prebenda: se le reduciría de tres a dos los años para licenciarse, se le daba despacho de cadete y alcanzaría el mayor grado de armas que alcanzase el más condecorado de sus compañeros de academia en la guerra de independencia.

Juan no se lo podía creer, ¡cómo era posible que hubiera tanto idiota! Los caballos habían aprendido a nadar tan bien por pura supervivencia y no había estudiado ni entrenado en armas apenas desde que había llegado. El viaje a Sevilla y vuelta le llevarían, al menos, cuatro meses y, al regreso, en cuatro meses más, estaría licenciado con honores. Porque no tenía ninguna duda de que el cafre de Avelino Acevedo, antes de morir, conseguiría algún ascenso por acción de guerra, o, en su caso, el idiota enchufado de Diego Zornoza sería ascendido por alguna chorrada. Mientras, él sólo tenía que llevar a esos veinticinco preciosos caballos alazanos hasta Sevilla, la ciudad más bonita de España en palabras del cura.

Partió al amanecer del siguiente día. Necesitaría cinco jornadas para llegar a Guardo y dejar atrás la cordillera Cantábrica y sus dificultades; de ahí a Sevilla, cuarenta días. Faltaba una semana para el día de difuntos y nada hacía presagiar lo que ocurría aquel terrible otoño de 1812. A falta de una jornada para llegar al inicio de la meseta castellana y cuando se encontraba en el pueblo de Boca de Huérgano, la mayor nevada de otoño que se recordaba lo inmovilizó en el pueblo. Pero lo peor estaba por llegar: haciendo bueno el refrán de que "si nieva en la luna llena de octubre, siete lunas cubre", el invierno que se avecinaba iba a ser uno de los peores del siglo. Una nevada tras otra, retuvo a Juan y su potrada hasta marzo en el pueblo, cinco meses en los que su salvoconducto, como cadete de infantería en misión para la Armada Real, le convertían en una prioridad para las fuerzas vivas locales, que lo cuidarían con todos los medios a su disposición hasta que el tiempo mejorase, lo que tardó mucho en suceder. Así que se pasó el invierno alojado en la casa parroquial, comiendo de las despensas locales, mientras los caballos eran atendidos por los aldeanos en las mejores cuadras de la comarca. Su único trabajo era escribir algún oficio para las dependencias del ejército en Valladolid, informando del estado de la potrada. El ejército asumió que los caballos no estarían a tiempo de partir en el barco con destino a México que en la primera ventana de buen tiempo del invierno partiría de Sevilla; habría de ser en el Salvador, un magnífico barco que partiría rumbo a Montevideo con el regimiento Albuhera a mediados de verano para ayudar a sofocar las revueltas charrúas para la independencia de Uruguay. Juan salió de Boca de Huérgano casi cinco meses más tarde, una semana después de entrada la primavera, con decenas de libros leídos de la magnífica biblioteca del cura y algunos kilos de más. Llegó a Sevilla casi cuarenta días después, poco antes de Pentecostés. Faltaba un mes y medio para que el barco zarpase y un mes para cumplir dos años desde su ingreso en la Academia y, por lo tanto, con las prebendas conseguidas, licenciarse como alférez; esto último, gracias a una bravuconada de Avelino Acebedo, que, en el sitio de Gerona, había perdido un ojo, el muy imbécil, lo que le había valido una medalla y ese rango por su valor.

El mes y medio que pasó en Sevilla fue de lo mejor que le había pasado en su vida. Había convencido al coronel, que se llevaba los caballos para Montevideo, de que era bueno no dejar de adiestrarlos hasta zarpar y que sería bueno que entraran en contacto con la tropa que los iba a montar. Así que pasó un mes dando vueltas por la capital hasta el momento de la partida, llevando a esos malditos caballos al Guadalquivir un ratito por las mañanas y dejándolos en manos de la tropa por la tarde. Pero la infantería estaba más preocupada de beber y acostarse con mujeres antes de partir a la guerra que de aquellos caballos, así que apenas aprendieron nada.

El día antes de zarpar el barco, llegó un correo a nombre de Juan. Venía de la sede de la Armada y en él quedaba licenciado como alférez, dándole un plazo de un mes para elegir destino y regresar a su casa, de la que se le informaba que no había buenas noticias: un brote de fiebre amarilla había azotado la comarca de Peñamellera; la enfermedad había acabado con la vida de su padre y tenía a su hermano Santiago en agonía. Se le daba permiso para regresar a casa y hacerse cargo de la situación, ya que  había cumplido la mayoría de edad. También había enfermado el director de la Academia, lo que obligaría a cerrarla de no encontrar uno nuevo.

Juan tardó un rato en asimilar la situación, el tiempo que tardó en caer en la cuenta de que la muerte de su padre, y la pronta de su hermano, le dejaba libre el camino para acceder al mayorazgo y, por lo tanto, al patrimonio familiar, que, sin ser mucho, era suficiente para vivir de rentas hasta su muerte. Quedaban su madre y su hermana Juana, que iría de cabeza a un convento para evitarse el tener que pagar una dote. Era una muchacha preciosa y dulce que lo adoraba, pero una dote para casarla bien era mucho dinero y él lo iba a necesitar para vivir sin trabajar el resto de su vida. Diego Zornoza ya había mostrado interés en la joven alguna vez que, acompañada de su padre y hermano, habían ido a visitarlo a Colio, pero, una vez licenciado y con permiso, ya no le hacía falta para nada la amistad de Diego; y la felicidad de Juana, que se había enamorado en secreto de él, le importaba bien poco. Anselmo, el cura, arreglaría para que terminase en un buen convento.

Enterado de la situación, el coronel al mando de la infantería que se llevaría los caballos a Montevideo lo llamo a su despacho. Después de felicitarlo y darle el pésame por la pérdida de su padre, intentó convencerlo para que se embarcase con ellos; era consciente de su situación, pero lo necesitaba mañana en su barco para garantizar el buen fin de su caballería, los soldados apuraban las últimas horas en tierra y no se hacían a la monta de esos caballos, que solo atendían a la mano de Juan.  

Juan sabía que el coronel no podía obligarlo –recién licenciado, era su derecho pedir destino, y la situación familiar le permitía no embarcarse a menos que fuera voluntario–. Así que le dio una retahíla de excusas bien fundamentadas de lo que le gustaría a él embarcase y formar parte de su caballería, pero que no sería esta vez, porque quería despedirse de su hermano y arreglar los asuntos familiares. Poco le importaban a él la guerra de Indias, Montevideo, la Infantería y su hermano. Sólo muerto entraría en ese inmundo barco con toda aquella panda de soldados borrachos y ese coronel que no le daba ninguna buena impresión. Así que, a la mañana siguiente, subiría los veinte caballos al barco –sí veinte: cinco los había vendido por el camino y dicho que habían fallecido por las fatigas, por una muy buena cantidad de reales, con los que volvería a Panes a empezar una nueva vida–. Solicitaría destino en Colio como director el tiempo necesario para cumplir los seis años con el ejército y, desde allí, gestionaría las finanzas de la familia. El bruto de Avelino le había confesado que era su sueño, al regreso de la guerra, hacerse adjunto del director y sustituirlo a su retiro. Pero Juan no tendría problema en traicionarlo. En caso de que los dos solicitasen la plaza, saldría a oposición, y Avelino era un gran militar pero un regular estudiante. La plaza era suya.

Al coronel no le quedó otra que respetar la decisión de Juan y firmar su regreso a casa, pero antes le pidió que, como señal de respeto a la tropa, esa noche los acompañase en el "pobre de mí" por las tabernas de Sevilla y que se gastase su soldada junto a una soldados que lo admiraban por su magnífico trabajo adiestrando los caballos. Juan no bebía y no le interesaban en absoluto las mujeres: una fimosis hacía que sus erecciones fueran muy dolorosas, así que en los libros, la holganza y el dinero encontraba todo lo que le hacía feliz. Consciente de que negarse a esa tradición militar no era buena idea, aceptó. En realidad, sólo serían unas horas.

La verdad es que los soldados no lo admiraban en absoluto. El mes que habían pasado viendo a los caballos les había bastado para darse cuenta de que, aparte de nadar como nunca habían visto hacerlo a unos caballos, apenas sí se les podía montar y sólo atendían a las órdenes de Juan. Esta tropa de infantería y caballería estaba compuesta por la mayor escoria del ejército español, tipos duros curtidos en mil batallas, que sabían que esos caballos, sin el chico que los había adiestrado, valían de poco al otro lado del charco. Lo necesitaban y así se lo habían hecho saber al coronel, que, consciente de la situación, tenía un plan.

Las horas que pasaron una vez salió del despacho de coronel, camino de las calles de Sevilla, hasta que despertó fueron un espeso sueño tornado en pesadilla al despertar. ¡Qué corgorza, Dios mío, que cogorza!, le espetó un marinero mientras le echaba un cubo de agua para despertarlo. Juan abrió los ojos, cegado por el sol. Estaba en la cubierta del Salvador, rumbo a Montevideo; le dolía la cabeza, olía a vómito y no se podía poner de pie. Tardó un rato en poder hablar, pero, mientras, podía escuchar su historia en boca de unos marineros que se habían arremolinado a su alrededor. Borracho como una cuba, se había enrolado en la travesía a Indias –parece ser que la soldadesca había echado algo en su primer vino, a sabiendas de que no tomaría más, y, antes de caer redondo, le habían puesto delante el rol de embarque y lo había firmado.

Juan pidió ver al coronel inmediatamente para pedir explicaciones. Este le dijo que si estaba acusando de algo a la flor y nata de los ejércitos de España y cometió un error más –dijo que sí–, lo que le supuso un par de semanas de arresto en un sucio camarote del barco, junto con un marinero veterano acusado de acuchillar a un tabernero la noche anterior. Durante ese par de semanas encerrado, tuvo tiempo para pensar cómo salir del atolladero: nada estaba perdido. Empezaría por pedir perdón al coronel por sus palabras, las achacaría a la resaca; a su llegada a Montevideo, por primera vez en su vida, trabajaría y ayudaría a los soldados a hacerse con los caballos. Cumplida su misión, embarcaría de vuelta a España y, antes de fin de año, estaría en casa disfrutando de su herencia.

Sólo salía de su encierro para atender a los caballos, que los habían colocado en una pequeña caballeriza bajo el puente de mando y con acceso a la cubierta, conscientes del valor que tendrían una vez estuvieran en condiciones de luchar contra el enemigo. El resto de las horas las pasaba en su encierro escuchando las historias de su compañero de celda. Era un veterano que ya había estado en las indias. Le contaba cómo era muy fácil hacerse por pocos reales a oro y piedras preciosas de los indios charrúas, que luego en España multiplicaban por diez su valor; él lo había hecho un par de veces, pero a la vuelta a casa lo dilapidaba en mujeres y vino. Los indios se habían alzado contra España, lo que daba manga ancha los soldados a exterminarlos y quedarse con sus riquezas. Juan ya sabía cómo invertir los reales que había ganado vendiendo los caballos. Su suerte empezaba a cambiar de nuevo. Terminado su arresto, se dedicó en cuerpo y alma a confraternizar con la tropa, a enseñarles cómo manejar los caballos y hacer la pelota al coronel, tal y como le había enseñado a hacer Anselmo, el cura, en sus largos paseos por Panes. Su plan era desembarcar, terminar de preparar los caballos para la infantería en un par de semanas y regresar a casa en el mismo barco. Antes buscaría algún soldado que tuviera oro o joyas robadas para hacerlas dinero a su regreso. El marinero le había contado que las jóvenes charrúas, alcanzada la madurez, iban enjoyadas hasta desposarse, una creencia  de que la luz que el oro y la joyas desprenden atraen un buen marido. Una vez desposadas, los collares y pulseras se guardaban hasta que a una de sus hijas le llegase la hora de buscar marido. Los soldados lo sabían y, en plena guerra, no sería difícil encontrar a uno que hubiera violado y robado a alguna joven y le vinieran bien unos buenos reales. Ahí estaría Juan para hacer negocio.

Faltaba una sola jornada para llegar a puerto. Juan, desde la cubierta una vez acabado su arresto, podía ver a lo lejos las infinitas playas de Punta del Este y la bocana del mar de plata. Contemplaba la maravilla que veía a lo lejos cuando, desde el puesto vigía, se anunció la llegada de una tormenta, el invierno austral parecía que iba a dar un zarpazo. La marinería se puso en guardia y se empezaron a recoger y desplegar velas a toda velocidad. Juan quedó encargado de vigilar los caballos, los marinos con más experiencia sabían que les dan pavor las tormentas. El mar de plata se convirtió en minutos en un infierno, olas gigantes zarandeaban el barco y el viento partió uno de los mástiles. Juan estaba en el establo, el lugar más seguro del barco en caso de tormenta, después del puente de mando, según le había dicho el marinero con el compartió el arresto.

La tormenta arreciaba y la suerte del barco iba de mal en peor. Los caballos, presos del pánico, rompieron las tablas de sus potreras y quedaron sueltos por la caballeriza. La situación se estaba haciendo insostenible. Por los barrotes se divisaban a lo lejos las playas, el viento y las olas los acercaban a ellas, en breve encallarían y todo se acabaría si la tormenta no amainaba. Era cuestión de tiempo que algún caballo lo pisase, cada vez estaban más desatados. En vez de intentar atarlos de nuevo, de tranquilizarlos y controlar la situación, Juan, sabedor de que el sitio que ocupaba era el único que le podía garantizar sobrevivir, soltó los caballos para que no le molestasen. En medio del caos, no le importó la suerte de los animales. En caso de sobrevivir, diría que lo dejaron inconsciente y que, a golpes, habían abierto la puerta. Abrió la puerta de la cuadra y los caballos accedieron a la cubierta pisando a los marineros que intentaban ponerse a salvo de la tormenta. Los pocos soldados que estaban en cubierta azotados por las olas y el viento los arrinconaron contra la borda y los echaron al mar, a los veinte; de lo contrario, habrían acabado con ellos a coces y pisotones. Si había una posibilidad de sobrevivir para esos caballos que lo habían acompañado dos años y que no confiaban en otro ser humano, se la negó Juan justo antes de que el barco se hundiera. Ni al más infame y ruin de los tripulantes se le habría pasado por la cabeza hacer algo así. El naufragio ocurrió pocos minutos después del comienzo de la tormenta: una ola de más de diez metros escoró el barco haciéndolo volcar.

No hubo supervivientes en aquel naufragio, 340 hombres y 12 mujeres perdieron la vida: unos, ahogados bajo el casco volcado y, los menos, devorados por las olas sin poder llegar a la orilla al no saber nadar, algo frecuente entre la marinería y tropa de la época.

La noticia no tardó en llegar a puerto dada la cercanía. Además, la guerra contra lo que sería el futuro estado de Uruguay tenía en aviso a toda la flota de Mar del Plata, que sufrió una de las tormentas más intensas, súbitas y cortas que se recuerdan. Cinco minutos bastaron para hundir al Salvador y acabar con los refuerzos para las tropas españolas sitiadas en Montevideo.

Un mes después la noticia llegó a Panes de mano de un correo real. Juan Noriega Tuñón había muerto en el naufragio del Salvador. En el funeral por su alma se congregaron todos sus amigos, conocidos y familiares, incluido su hermano Santiago, que milagrosamente había salvado la vida después de sufrir fiebre amarilla. Juana, su hermana pequeña, que ya contaba con dieciséis años, lloró la muerte de su querido hermano, ajena a la vida monacal que este tenía pensado para ella. En la estancia en esos días de miembros del ejército en Panes para su funeral, se decidió nombrar al bravo Avelino Acevedo director de la Academia de Caballería de Colio, que, en adelante, tendría un patio dedicado a Juan Noriega Tuñón. Avelino hablaría siempre de Juan como ejemplo de lucha, abnegación y vocación militar. Diego Zornoza, el militar enchufado, había demostrado ser un gran estratega y había adquirido mérito militar suficiente como para pedir a Santiago, el hermano resucitado hermano de Juan, que, en nombre de la amistad que le unía al fallecido, le permitiera tomar la mano de su hermana pequeña, de la bella y dulce Juana, estando seguro de que era lo que Juan habría querido para ella. Anselmo, el cura, ofició una preciosa misa de difuntos en su memoria. Sus últimas y sentidas palabras para el finado en la homilía parece que fueron "Juan Noriega Tuñón, continúa descansando en paz".

Pero con todo, a mí siempre me ha parecido que el más increíble cambio en los acontecimientos ocurrió en la otra orilla del Atlántico. Los cronistas relatan que los indios charrúas pudieron defender sus poblados y atacar a las tropas que defendían Montevideo, gracias a una caballería formada por al menos veinte caballos alazanos que nadie supo de dónde salieron. Cuenta la leyenda, y digo leyenda porque nadie dio crédito a esa historia, que una joven charrúa paseaba, engalanada, por la playa con todo el oro y joyas propio de las mozas casaderas de su tribu, cuando el resplandor de los adornos sobre su cuerpo atrajo a veinte caballos, que, nadando cual delfines, llegaron a la orilla de las playas de Punta del Este. Pocas veces una cogorza cambió la vida de tanta gente.

Santos Gutiérrez©

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