domingo, 1 de julio de 2018

LA DANZA DE LAS FURIAS




Los rayos caen sobre el mar embravecido como serpientes retorcidas, mientras los truenos llegan ensordecedores entre estallidos y estruendos. Una ligera neblina asciende desde el agua. 

Mónica mira cómo la salvaje lluvia quiere traspasar los cristales golpeando el viejo faro, situado sobre un acantilado que termina en el mar, para separarse por un canal estrecho –una de las zonas más duras para la navegación, azotada por los vientos–. La soledad es impresionante, acusada por el laberinto salvaje de sus rocas pardas, matorrales y pinos mediterráneos.
Todo es oscuridad, mientras las lágrimas resbalan por su cara, hasta que su mente desconecta para entrar en la más absoluta de las locuras.
Todo empezó una tarde clara y templada de mediados de junio de hace casi un año. 
Recuerdo salir por la puerta oeste de la Universidad Montilivi, donde está la Facultad de Historia, para recoger mi bicicleta, pero, al llegar, veo que las dos ruedas están pinchadas. La rabia enciende mis mejillas, mientras pienso que tendré que ir andando hasta mi apartamento del campus; pero lo peor no es que vaya con abarcas, sino la cantidad de libros que llevo encima. 
De repente, oigo  su voz a mis espaldas.
–Parece que te han gastado una broma.
–Pues sí, eso parece –le contesto.
–Yo voy para casa. Si quieres, puedo acercarte con el coche, ya que me cae de camino y no me representa ninguna molestia.
–Pues no sé…, no sé –le digo.
–Bueno, pues tú misma. Me voy, o llegaré tarde. Chao.
–Espera, espera… De acuerdo.
Sólo recuerdo entrar en el coche, en la parte de atrás, ya que el asiento del copiloto estaba cubierto de mantas. ¿Mantas? –pensé–, ¿para qué las querrá, con el calor que hace?
No tuve tiempo de averiguar la respuesta a mi pregunta. Todo se diluyó ante mí.
Cuando, poco a poco, fui despertando y abriendo los ojos, todo me resultó extraño. Me di cuenta de que estaba tumbada sobre una cama y atada a sus barrotes. Las  muñecas y los tobillos me escocían por la presión de las cuerdas. Empecé a mirar a mi alrededor y fui recorriendo el austero habitáculo, en el que había solamente un bureau con una silla, una mesa redonda, un pequeñísimo sofá Chester y un váter químico. Unos altavoces retumbaban con La danza de las furias, de Gluck. Él sabía que era una de mis músicas favoritas y se quiso asegurar de que llegaría a odiarla. Ya jamás se detendría, ni de día ni de noche. Su obstinado ritmo trepidante me torturaba sin cesar, hasta que los latidos de mi corazón se acompasaron con el galope enloquecedor de la música y sentía como si me fuera a reventar dentro del pecho. Ansiaba que se detuviera, pero las furias escondidas en sus compases se habían apoderado de mí.
Al instante me di cuenta de que jamás iba a escapar de allí, de la parte más alta de aquel viejo faro.
De pronto, oí cómo se abría la puerta y entró él, llevando una palangana con agua y una esponja. 
–Mi princesa se ha despertado.
–Suéltame, por favor; no diré nada, te lo prometo –supliqué.
Se rió, y su cara se desfiguró en una mueca macabra.
–Eso es lo que decís todas. No te preocupes, pequeña; yo cuidaré de ti.
Se me acercó con los ojos vidriosos y comenzó a lavar todo mi cuerpo. Yo lloraba desesperadamente entre temblores, pánico y terror.
Cuando acabó, me puso un camisón blanco, de raso, y seguidamente noté cómo algo me oprimía la nariz, con un olor fortísimo, hasta que caí en un profundo sueño.

Lejos de allí, pasados muchos meses, el inspector jefe de policía de Gerona y sus ayudantes buscan alguna pista para encontrarme, pero es como si me hubiese volatilizado. Nada. Y ya todos esperan lo peor. 
Mi novio, con el que rompí pocos días antes de mi desaparición, ayuda desesperadamente en todo lo que puede, pero es una persona débil y los policías no confían demasiado en sus respuestas cuando le interrogan.
Marc, mi profesor preferido, parece un fantasma desde que desaparecí. Recuerdo que cuando, con mis amigas, lo vimos por primera vez entrar en el aula, nos quedamos sin respiración. Alto, rubísimo, ojos verdes iridiscentes y con la maravillosa fragancia del perfume Issey Miyake. No es de este mundo –nos decíamos, riendo. 
Albert, compañero de clase, iba siempre vestido como un cuervo. Llevaba los ojos pintados con Khôl y siempre aparecía cuando yo estaba sola y en lugares más bien apartados. Me miraba con aquellos ojos negros y siniestros que, cuando se me acercaba y me susurraba al oído, me daban escalofríos, miedo y asco.
La policía lo interrogó varias veces, pero siempre negaba haberme acosado. Pedía que lo dejaran en paz. 

La tormenta sigue cayendo, negra y poderosa, contra el faro. Ando descalza de un lado para otro con la música arrollando todo el espacio. Por lo menos, ya no estoy atada; pero sí encerrada con varios cerrojos. 
Oigo súbitamente el crujir de la escalera de madera y sé que es él con la bandeja de la cena. Extraordinariamente puntual. Tengo tanto miedo, tal inquietud, que mi cuerpo se mueve compulsivamente como si estuviera sometido a descargas eléctricas. El miedo es real.  
Abre la puerta, con tanta fuerza, que choca estrepitosamente contra la pared. Hoy está de mal humor. 
–Toma. Estoy empezando a cansarme de verte. Además, es peligroso tenerte tanto tiempo encerrada. Ya va siendo hora de deshacerme de ti. ¿Me oyes? –me dice mientras me arrastra con fuerza por los pelos. 
–No me hagas daño, por favor, por favor.
Me da una bofetada, tan violenta que caigo al suelo y noto un sabor metálico que se extiende en mi boca. Es de una crueldad extrema. 
Se va, dando otro portazo fortísimo que hace retumbar de nuevo toda la habitación. 
–Dios mío, no he oído girar las llaves. ¿Será posible que se haya olvidado?
Inspiro lentamente y, temblando, me acerco. Bajo la manecilla y la puerta se abre. Las llaves están colgando de la cerradura. Las saco y oigo mi corazón golpeando tan fuerte que pienso que él lo va a oír. Decido bajar lenta y suavemente, pisando de puntillas la madera para no hacer ruido. 
Al llegar al final de la escalera, veo que está estirado en el sofá, de espaldas a mí, viendo una película. En una esquina, hay un fusil de pesca submarina. Tengo que llegar a cogerlo como sea, es mi única oportunidad. Todo pasa en cuestión de segundos. Me lanzo sobre el fusil. Él se gira como accionado por un resorte, se abalanza sobre mí y, en ese mismo instante, disparo, sin saber bien lo que hago. El arpón le alcanza de lleno en el estómago y cae gritando de dolor, sin poder ponerse en pie. Lo miro con ojos rojos llenos ira.
–Aquí te vas a pudrir, porque nadie va a entrar y, para cuando lo hagan, sólo serás un armazón óseo.
–No puedes dejarme morir, te lo imploro. Perdóname. Todo lo hice porque te quiero –suplica, aterrado.
–Tu suerte se ha acabado, ¡espero que tardes en morir!
Salgo al exterior. Oigo sus gritos maldiciéndome. Cierro con llave. La lluvia torrencial azota mis cabellos, pegándolos a mi cara, y mi delgado cuerpo se tambalea por las fuertes ráfagas de viento. Los fantasmas del miedo han quedado atrás… ¡con él!
Miro el faro por última vez y digo en voz alta: 
–Jamás volveré a oler ese maldito perfume. ¡Adiós, Issey Miyake!

Con el correr del tiempo, quienes llegaban paseando hasta el faro se decían los unos a los otros: 
–¡Qué olor a putrefacción más desagradable! Deben de ser las gaviotas muertas. 

Francis Cortés Pahissa ©

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