domingo, 1 de julio de 2018

SUBIDAS FANTASMALES


Nos levantábamos sin hacer ruido. Nos vestíamos en la habitación del abuelo,  con zamarras y botas de monte. Tras un desayuno frugal (ya saborearíamos, a la vuelta, el revuelto) e iluminados nuestros pasos con linternas y sticks de montañeros,  nos dirigíamos al monte Pagoaga. Julen y yo nos desinflábamos pronto. Grandad nos advertía:
–Ya veréis: como los eibarreses lleguen antes y encuentren nuestro escondite, adiós a nuestros perretxikos. 
Y entonces nos desperezábamos y, a trompicones, adelantábamos al abuelo.  Yo, con el pretexto de esperarle, aminoraba la marcha.
–¿Y dónde está Julen?
    –No sé, grandad. Pero quizá haya optado por la “senda prohibida” –le susurré al oído–. Seguro que, por el atajo, llega antes que nosotros. Y si se le hace tarde, lo encontraremos  en casa; con su corpulencia de Hércules, sano y salvo.
–Entonces, ¿seguimos?
  Yo le acaricié su cariñosa mano.
Ya en el hayedo, el abuelo trazó una circunferencia de unos tres metros de diámetro cerca del haya de raíces geófobas.
  –Ander, vete quitando la hojarasca con tus suaves manos, yo te iluminaré con las dos luces. Y yo fui escarbando la tierra con mimo. Y allí estaban, rechonchas,  hermosas, con la caperuza un poco azulada, nuestras anheladas setas. Y grandad, mi maestro, fue cortando las idóneas.
–¿Ves, Andertxo? No hay que arrasar. Hay que dejar a la naturaleza que siga con su labor de extender, año tras año, su varita mágica para que tu familia, los descendientes…, los eibarreses, se alimenten de este maná…

–Egun on, Julen! Egun on, Ander! Venga, que anoche llovió y habrá muchas para llenar nuestro cesto. 
Antes de que pasaran diez minutos, ya estábamos en el umbral de la puerta. ¡Las cuatro de la madrugada del día de San José! Julen escondía la caja de anteojos de la amama en el bolsillo del anorak; quienes los llevaran, se parecerían a la misma abuela. El abuelo no se enteró. Tampoco se percató de que habíamos adelantado una hora su reloj. Al llegar a la bifurcación, nuestras linternas iluminaron los pasos del abuelo; el cambiazo de pilas surtió el efecto deseado. El abuelo echó pestes sobre las pilas de Cegasa… Julen iba abriendo el sendero; yo seguía dirigiendo la luz a las botas del abuelo. Y así, llegamos al caserón.
–¡Ay, pillines, cómo me habéis engañado!
  –¡Chist!, chistó Julen. Grandad, susurró: como nos oigan, se esconden. ¡Y no toques nada! Pero, con la manga de su zamarra, accionó un botón. Se abrió el armario situado bajo la escalera y, clic clac, clic clac…, apareció el esqueleto, bailando sin cesar. Los dientes postizos de grandad se sumaron, clic clac, al sonido  esperpéntico. Julen presionó el botón rojo y el esqueleto se escondió.
El abuelo, agarrado con una mano al pasamano de la escalera y la otra  agarrada a la bragueta del pantalón, empujó la puerta del váter. No había empezado a orinar, cuando una víbora, con su lengua bífida, estuvo a punto de invalidarle los testículos colgantes. Gracias a los reflejos de Julen, que se abalanzó sobre la tapa, la cabeza de la bicha cayó estrangulada sobre el sucio embaldosado. Julen, con los consejos de grandad, le hizo un torniquete, a modo de prótesis, para salvar sus glándulas sexuales. Los hermanos se miraron aterrorizados, mas  el abuelo no perdía su aplomo.
Una lucecita verdosa apareció en la fisura de dos tejas. Nos llegaron los bufidos endiablados del gato entre sus bigotes hirsutos. Nuestros pasos se detuvieron en seco.  De las garras, el felino mostraba una cadena dorada. Hipnotizados, buscamos, con ojos ávidos y de hiena, el otro extremo del tesoro: la malvada Madrastra la sujetaba. Julen, intrépido, la quiso acaparar con un tirón de su stick. La voz alocada, eufórica, de la bruja hizo reaccionar a grandad: con las fuerzas  que  le quedaban, estampó un golpe seco en el espejo. La calavera cayó al duro suelo… El felino, viéndose libre, soltó también la cadena.  
Grandad nos seguía; esta vez, con semblante menos risueño. Yo quería ser protagonista. Giré el pomo de la habitación. La persiana fue abriéndose poco a poco.  Las linternas reflejaban un color irisado. Julen me pasó la cajita. Le coloqué las gafas de carey a la momia, que lucía una sábana fucsia: ¡toda una belleza! Grandad nos abrazó y posó en el cuenco de nuestras manos el nuevo tesoro. El brillo de la cadena nos cegó.  Cuando se iluminó la habitación por la luz del alba, vimos a grandad, despatarrado, con el edredón bañado en sangre, acostado a la izquierda de la cama, mostrando una cara desfigurada, verdosa. No obstante, entre la espuma de su boca, nos pareció que sonreía.  

San Vicente de la Barquera, 19 de Junio de 2018
Isabel Bascaran©

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