viernes, 12 de octubre de 2018

AUTO SACRAMENTAL




(Con palabras y refranes obligados, en negrita.)

            Paréntesis en la tediosa rutina de Cantalejos del Cruce. El auto sacramental del pueblo venía sucediéndose, sin interrupción, desde los tiempos de la postguerra. Este año el padre Regino estaba particularmente pletórico. Tradicionalmente, había recurrido a obras de Calderón de la Barca, Lope de Vega, incluso sor Juana Inés de la Cruz, pero sentía que, aunque no estaban mal, les faltaba el soplo de la excelencia, así que, para esta ocasión, decidió subir el listón y escribir el auto él mismo. Aquellos anticuados y apolillados versos cederían el paso a la moderna rima, el tempo actual, la frescura conceptual del padre Regino. Y no quería pecar de soberbia, pero, qué carajo, las cosas son como son y había que reconocerlo.

La tarima habilitada a modo de escenario frente a la iglesia, en la plaza, se hallaba rodeada de público que, de pié, aguantaba estoicamente el calor de la tarde. El alcalde se golpeaba fuertemente una pierna con el micrófono, cual si amasara un pulpo.

            –¡Cagonlaleshe, Genaro! ¡Questo no chuta!

            –Dele al botón, señó arcarde, que está en off.

            –¿Questá en qué? ¡Háblame en cristiano, coño!

            La muchedumbre estaba ya impaciente por la media hora de retraso, pero aún así mostraba su proverbial comprensión:

            –¡Hay que ser burro! Hasta mi niño sabe que si la luz no está verde no tira.

            –¿Has mirao si tiene pilas? Anda Bartolo, pásame la bota, que esto va pa largo.

            –Está vacía.

            –¿Vacía? ¿Y pa qué cohone traes la bota si está vacía?

            –Luego hay vino gratis, ¿no? Pos la traigo vacía y me la llevo llena. ¿Pero tú eres tonto o qué? Anda, echa un trago del botijo y, pal vino, te esperas.

            El alcalde, una vez resucitado el micrófono, tomó la palabra:

            –Queridos convecinos, padre Regino, autoridades…

El sargento Morales, con uniforme de gala, se hallaba en lugar estratégico para controlar a la muchedumbre. Desde aquellos años cuando recorría en pareja los solitarios caminos rurales de media España, donde cada encina podía ocultar a un bandido con la escopeta de caza presta a dispararle, donde cada zarzal al borde del camino podía esconder a un forajido con la navaja trapera dispuesta para abrirlo en canal, había aprendido que no había que dar nunca la espalda al peligro, y la gente de Cantalejos del Cruce, en cuanto se les daba un poco de cuerda, era un peligro. Al oír la mención que de él hizo el alcalde, lo agradeció con el saludo reglamentario: viril taconazo con las botas y marcial y resuelta inclinación de la cabeza, tan marcial y tan resuelta que proyectó su puntiagudo tricornio contra la calva de Bartolo, el barbero, que se hallaba justo frente a él.

            –Lo siento –se disculpó, comprensivo, mientras se volvía a colocar en la cabeza la prenda reglamentaria.

            –No, no, no se preocupe, sargento, si no ha sido nada. 

Disculpe –le tranquilizó Bartolo, y se abrió paso rápidamente entre la multitud en dirección a la enfermería, de la que regresó al poco rato con dos puntos de sutura en la cabeza. 

            –Nos hallamos aquí reunidos… –insistía el señor alcalde.

            –¡Que ya sabemos pa qué estamos aquí, coño!

            –Eso, eso, corta el rollo. Cable el cura.

            Visiblemente contrariado, el alcalde hizo un gesto de rendición y pasó el micrófono al padre Regino.

            La multitud aplaudió, mostrando una vez más su aprobación a las decisiones de su alcalde.

            –Ahora sale mi Luisito, ya veréis qué mono.

            –¡Y mi Ramona, qué! Que la he comprao unos zapatitos de charol que ya verás qué guapa está.

            –El vino después es gratis, ¿no?

            –Coño, pos claro. Si no, de qué vamos a estar aquí aguantando el coñazo.

            El padre Regino tomó la palabra:

            –Hermanos…

            La muchedumbre conocía bien a su cura. Después de tantos años…

            –¡Ahora sí que lemos cagao!

            –Padre, que ya nos soltó el rollo en el sermón del domingo. 

Que empiece ya o me largo. Clemencio, pásame un Ideal, ¿no? –y el tal Clemencio, aunque cantalejero por nacimiento, se hizo el sueco.

            –Hermanos –continuaba el cura. El auto de este año se titula La aparición del ángel a María y debo decir humildemente que lo ha escrito un servidor.

            La Expiración le hablaba al oído a la Pascuala:

            –Si es que vale mucho el padre Regino. No sabemos lo que tenemos en el pueblo.

            –¿Ése? Seguro que se lo ha copiao. No me fío yo ni asín. Verás como eso lo dice pa pedir más.

            –Mujer, no seas así. Si hay que echar perra gorda se echa y no pasa na.

            El acto comenzó con una breve fanfarria, compuesta por el propio padre Regino, a cargo de la Banda de trompetas y tambores de Cantalejos del Cruce. El nombre le había sido puesto con visión de futuro, con vistas a lo que se presumía un sempiterno crecimiento en los años venideros. Pero de momento la integraban dos cornetas, un tambor y dos niñas que tocaban la pandereta. Antes de cada intervención de la banda, el populacho, afectado de misofonía cromática, acudía a la farmacia del pueblo y agotaba sus existencias de tapones para los oídos; pero, eso sí, con discreción, para no ofender. Cuando acababa la banda, la muchedumbre se echaba manos a las orejas y el suelo de la plaza se cubría de una alfombra de tapones para los oídos recubiertos de una gruesa capa de color marrón amarillento de la que se elevaba un repugnante olorcillo a cera rancia. 

            La Aniceta, ataviada con una túnica blanca, salió majestuosamente al escenario.

            Los cantalejeros, curtidos ya en autos sacramentales después de tantos años, manifestaban con sus comentarios su profundo conocimiento de la materia:

            –Jo, tío, qué pasada, si es la Aniceta. ¡Qué buena está!

            –Y eso que con esa túnica no se le ven las cachas, que si no, alucinas. ¡Qué carnes!

            –¡Y tú qué sabes! No me vaciles.

            La Aniceta se colocó al borde del escenario, elevó su vista al cielo, se llevó una mano al pecho y comenzó a declamar los versos del padre Regino:

            –¿Qué es ese extraño ruido

              que en la tenebrosa noche,

              con tal sonoro derroche

              llega a mis puros oídos?

            –Macho, no menterao de na. ¡Qué manía tienen los curas con escribir en latín!

            El Margarito, el hijo del barbero Bartolo y la Pascuala, vestido de ángel anunciador, salió por la puerta de la iglesia haciendo como que volaba, con unas grandes alas que mantenía abiertas, y simuló una maniobra de aterrizaje sobre el escenario.

                  –Soy el ángel del pregón

           que te trae la buena nueva,

  pues en esta misma cueva

  vas a parir a un varón.


–Lo que decís es locura.

  Si no conocí varón,

  ya me explicáis el marrón.

  ¡No se lo cree ni el cura!

            –¡Bravo, bravo! –la muchedumbre estaba próxima al trance, cual ahíta de mandrágora.– ¡Qué nivel!   

            Cuando el grajo vuela bajo, hace un frío del carajo –se despachó el Saturio.

            –¿Qué? ¿Y eso a qué coño viene, se pué saber?

            –No sé, pero es que con tanto verso se ma ocurrío, pa que se vea que yo también valgo.

            Unas cuantas collejas, dadas con dedicación, convencieron a Saturio de que no era su momento de gloria.

            La Visitación y la Santiaga se movían entre la gente pasando el cepillo. Tras años de experiencia en esta ingrata labor, se sabían ya todos los trucos del populacho y no era fácil darles gato por liebre.

            –Eh, tú, Fabriciano, abre esa mano, que quiero ver lo que metes –desconfiaba la Visitación.

            –¿Qué pasa? ¿No te fías de mí o qué?

            –Desde que te pillé metiendo una canica pa que hiciera ruido en vez de una moneda, pos no, no me fío. Abre la mano o te doy asín mismo con el cepillo.

            El Fabriciano volvió a meter la mano en el bolsillo y sacó, esta vez sí, un par de perras chicas que echó en el cepillo, entre las rechiflas del personal.

            –Eh, tú, Clemencio, que te he pillao –acusaba la Santiaga–. Has hecho el gesto pero no has metío nada, que no se ha oído el ruido. ¿Me tomas por sorda o qué?

            –Que sí, Santiaga, no seas mal pensá. No ha hecho ruido porque he metío un billete de peseta.

            Las risas de los vecinos se elevaron como un maremoto por toda la plaza.

            –Un billete de peseta, dice. ¡Hay, que me meo!

            –Mu bueno, Clemencio. Este me lo apunto pa contarlo en el bar.

            El Clemencio, humillado, miró con odio a la Santiaga y sentenció:

            No hay peor amo que quien tuvo señor –y recibió un discreto rodillazo de la devota en la entrepierna.

            El populacho comenzaba a dar muestras de agotamiento ante tanta cultura y su atención menguaba por momentos.

            –Eh, Deogracias, no es por meter lío, pero dicen pol pueblo que te vieron en la fuente de los chopos encima de la Expiración y que tenías el culo al aire –comadreaba el Aquilino, por aquello de matar el aburrimiento.

            –Malas lenguas. Tú, ni caso.

            –Yo también lo he oído –intervino la Emerenciana, que estaba justo detrás de ellos.

            –¿Y cómo saben que era yo si estaba boca abajo y sólo me veían el culo, eh?

            El auto llegaba al esperado final. Cuatro pequeños angelitos se deslizaban por sendos cables tendidos entre la fachada de la iglesia y las casas colindantes, como flotando sobre la multitud, a la vez que la banda interpretaba el Aleluya de Haendel, en arreglo del padre Regino para dos cornetas, tambor y panderetas.

            –¡Oh, oh, mira, mira, es la Carmelita! –la cual, colgada del cable con un arnés, se deslizaba desde una esquina hacia el centro de la plaza, agitando manos y piernas mientras miraba con miedo hacia abajo, a la multitud.

            –¡Oh, oh, mira, mira, es la Tomasita! –que, desde otra de las cuatro esquinas, simulaba su angelical vuelo.

            –¡Oh, oh, mira, mira, es la Gumersinda!

            –¡Oh, oh, mira, mira, es la Adolfina!

            Los cuatro angelitos voladores confluyeron en el centro, donde los cables se cruzaban, quedando las niñas encalladas, manoteando, llorando y dándose bofetadas las unas a las otras tratando de desembarazarse del lío en el que estaban enzarzadas. Finalmente, como manzanas maduras, fueron cayendo sobre el público, que las iba recogiendo al vuelo entre grandes vítores.

            La recaudación no fue buena y el ego del padre Regino no salió muy bien parado, pero como el vino era gratis –gentileza del señor alcalde– se le perdonó todo. Quizás, pensó, para el año siguiente volvería a recurrir a Calderón de la Barca o a Lope de Vega, con los que, aunque no le llegaban a la suela del zapato, la gente se mostraba más comprensiva. Sería por aquello de la tradición, porque lo que es por calidad...

José-Pedro Cladera ©
             

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