(Con palabras y
refranes obligados, en negrita.)
Era noche cerrada. Todo estaba blanco, seguían
cayendo densos copos de nieve. Nos guiábamos por la luna, que, afortunadamente,
proyectaba su luz por los caminos que nos conducían a la aldea de la montaña.
Las ropas eran más bien escasas y el frío era
tremendo. Se escuchaban toses y estornudos, de adultos y niños.
Éramos una compañía de teatro ambulante y el invierno
era la época en que más trabajábamos, sobre todo en las aldeas perdidas.
Llegamos de amanecida a la plaza del pueblo. Todo estaba en silencio, solo
se escuchaban los sonidos de nuestros carros. Decidimos parar allí mismo y
calentamos un poco de leche para que nuestros cuerpos reaccionaran ante tanto
frío.
Desde una casa cercana, vimos a una señora oteando
tras los visillos y seguidamente abrió la ventana y nos saludó.
–Buenos días, ¡bienvenidos!
–Buenos días –le contestamos a coro–. ¡Qué frio
hace!
–Año de
nieves, año de bienes, como dice el refrán.
Empezaba el movimiento de personas que, picadas por
la curiosidad, se acercaban, nos escrutaban con sus miradas; algunos saludaban,
otros quedaban parados, pero, en todo
momento, atentos a nuestros movimientos.
El alcalde hizo acto de presencia. Nos dio la
bienvenida y nos acompañó al lugar donde representaríamos la obra de teatro.
Venía acompañado de un paisano que apenas hablaba, asentía en todo momento, no
mostraba interés alguno por nuestra conversación; su apatía era evidente.
El local estaba anexo al ayuntamiento. Era amplio. En
un rincón había muchas sillas amontonadas, esperando ser colocadas
ordenadamente.
Una joven se acercó y se ofreció para ayudarnos a
organizar el local. Se la veía entusiasmada y expectante ante dicha
representación.
–Estoy deseando veros en escena, dijo. La Celestina; he tenido la suerte de
leerla, me fascinó.
Seguimos conversando sobre la obra y después nos
acompañó al único bar que había. Era la hija de los dueños. Se llamaba Celia y
acaba de llegar de Santander, donde se encontraba estudiando Magisterio gracias
a los sacrificios de sus padres y de un hermano que vivía en Francia y que todos
los meses le mandaba un giro postal con una cantidad de dinero más que
suficiente, lo cual le permitía darse algún que otro capricho, como comprarse
un libro e ir al cine.
Sus amigas de la infancia le llamaban la señorita, de manera peyorativa,
aunque ella no había cambiado; era complicado acercarse a ellas, la rechazaban.
Le dolía su actitud tan hostil y de críticas sin fundamento sobre su persona.
Cansada y dolida, logró hablar con ellas y decirles todo lo que pensaba de su
extraño comportamiento. Se sinceró con
ellas y se sintieron tan ofendidas que renegaron de su amistad.
Llegó la hora de la función. La gente iba llenando
el local, estaba expectante. Se levantó el telón y empezó la representación.
Silencio.
Aplausos y más aplausos. Había sido una excelente
representación; parecían actores de teatro de verdad, y lo eran: se trataba de
La Compañía de Teatro del María Guerrero, que cada año representaba una obra en
un lugar elegido al azar y de forma anónima recorrían el país.
–¿Cuándo volverán de
nuevo a nuestro pueblo? –preguntó alguien desde el fondo del local.
–Esto no es un adiós. Será un largo paréntesis.
Permanecimos encima del escenario y sonreímos,
halagados por el agradecimiento y entusiasmo de los asistentes.
Seguía nevando…
Nieves Reigadas©
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