(Con palabras y
refranes obligados, en negrita.)
Paco
y Conchita eran un matrimonio como tantos otros, con sus singularidades. Paco,
desde luego, sí lo era, y mucho; se pasaba el día diciendo refranes. Ya se
sabe, en vez de sabio, le dicen “Hombre
refranero, hombre puñetero”.
Regentaban un pequeño bar donde daban
comidas a los que por aquellos lares subían, ya que era un pueblecito entre
montañas.
Conchita era la que estaba al mando
de la cocina. Le gustaba, cuando los clientes llegaban, tener ya preparado un
menú casero y contundente para reponer fuerzas a los que se aventuraban por
aquellos maravillosos contornos. Por eso madrugaba mucho, y Paco siempre le
decía “No por mucho madrugar amanece más
temprano”. Conchita ya estaba acostumbrada:
–¡Cómo, si no, quieres que tenga
todo hecho! Tú, con poner los platos y hablar con ellos, tienes bastante.
–¡Pero bueno! ¿Quién tiene el bar
limpio y cuida de tus benditas berzas? Y ya sabes: ”Cuando llegue la nieve y el
invierno, el cocido de berza es el remedio” y “Cuando el grajo vuela bajo, hace
un frío del carajo”.
–¡Anda,
anda, déjate de tanto refrán, que “El que quita y no pone, se descompone”. ¡Ya
que tantos refranes sabes, yo también voy aprendiendo alguno! –Y le daba un
beso de paz.
De pronto, Paco se quedó muy
pensativo y, al rato, soltó la frase:
–¿Qué te parece si nos cogemos dos
días, solo dos días, y nos acercamos a la costa para respirar un poco de yodo?
La sorpresa no disgustó a Conchita,
que también se sentía cansada y con ganas de ver algo diferente.
–Bueno, pero tiene que ser entre
semana, ya sabes… Los lunes, no, porque tengo mucho que recoger. Puede ser un
martes y miércoles; el jueves es sagrado para hacer la compra y tener todo a
punto para el fin de semana.
–¡Que sí, mujer! Y a ver si te traes
alguna receta marinera “Que todos los días gallina, amarga la cocina”.
–¿Ahora te vas a meter con mis
guisos?
–¡No, no, Dios me libre! Anda,
“Ponme un poco de pan y queso, que saben a beso”.
Esa noche, Conchita estuvo repasando
su vestuario. Le había dicho que sí y no era cosa de presentarse de cualquier
manera. Abrió el cofre donde guardaba sus collares y le parecieron muy pasados
de moda. Se le ocurrió que de dos se iba a hacer uno nuevo, más largo y
gracioso, y se puso a trefilar las
cuentas de colores: tres blancas, dos rosas, tres blancas, dos rosas… Le
pareció que tenía armonía cuando se
miró al espejo, y se sintió contenta.
Por fin, llegó el martes. Después de
volver a madrugar mucho para dejar todo en orden, montaron en el coche y
bajaron de sus alturas hacia el mar.
La visión los dejó, como siempre,
impactados. El olor a salitre y a algas… La mañana, con una suave brisa,
meneaba las barcas diseminadas por la bahía y el reflejo del sol, que lucía
para ellos ese día, refulgía en el agua con millones de destellos. Las barcas se mecían pareciendo flotar en un mar de
estrellas. Aquel magnetismo los dejó
clavados un buen rato, asomados a la barandilla del puente.
Se miraron, se rieron, se sintieron
felices. ¡Había merecido la pena aquel paréntesis de su ajetreada vida!
Mª
EULALIA DELGADO GONZÁLEZ
Septiembre 2018
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