El platillo volante aterrizó
suavemente en el parque central. La multitud nos agolpamos lejos, tras el
perímetro de seguridad que establecieron los militares, que habían rodeado el
artefacto. Tres tanques apuntaban sus poderosos cañones al centro de la nave
espacial y dos helicópteros la sobrevolaban lentamente a poca altura. Soldados
de élite, fuertemente armados y protegidos con cascos, chalecos y escudos
antibalas, trataban inútilmente de escudriñar su interior. Ninguna ventanilla,
ninguna escotilla, ningún ojo de buey. Había una compuerta, pero estaba herméticamente
cerrada. Si había alguien dentro, ya fuera un ser vivo o un robot, debía de ver
lo que había fuera mediante cámaras ocultas en el fuselaje. Los militares lanzaron
repetidas señales acústicas, luminosas y de radio en toda la gama de
frecuencias para que se identificara, pero no hubo respuesta. Pero tampoco
muestras de agresividad.
Tras varias horas de angustiosa
espera, indecisiones, posturas encontradas sobre cómo gestionar la situación;
cuando ya los militares solicitaban permiso al alto mando para abrir un agujero
en el fuselaje y entrar por la fuerza, la compuerta se abrió y se desplegó una
pasarela hasta tierra. Alguien, o algo, iba a descender. Cundió el nerviosismo,
aunque, a esas alturas, la creencia más generalizada era que, si hubiera tenido
intenciones hostiles, ya había tenido tiempo de sobra de manifestarlas.
La cosa apareció embutida en un
traje espacial que le procuraba la presurización que debía de necesitar su
organismo, probablemente diferente a la nuestra. Una escafandra, de la que
salía un tubo que la unía a una mochila, le debía de suministrar la mezcla de
gases que su organismo precisaba para respirar y que probablemente sería muy
distinta de la que respiramos nosotros.
Avanzó lentamente, a cuatro patas y,
lejos de parecer agresiva, aquella cosa se tambaleaba como si estuviera a punto
de derrumbarse. Quizás la gravedad en el planeta del que procedía fuera mucho
menor que la nuestra y aquí no podía con su peso; o quizás la cosa estuviera
muy enferma y por ello se habría visto obligada a aterrizar.
Siguió
avanzando, muy lentamente, por la pasarela. Yo la veía bien a través de mis
prismáticos. Su aspecto era grotesco: deforme, enorme y desproporcionada; sus
extremidades, inverosímilmente largas y rígidas, y su cabeza, desmesuradamente
pequeña para su estatura. A través de la escafandra, pude ver su cara y sentí
un latigazo de repugnancia: llena de protuberancias y orificios, que parecían
distribuidos sin orden ni concierto y que probablemente le proporcionaban
acceso a más sentidos de los que para nosotros son normales. Quizás estuviera
dotada de algún mecanismo de radar biológico; quizás también de algún sentido
de orientación mediante los campos magnéticos que indudablemente tenían que
existir también en su planeta para protegerlo de los rayos cósmicos, ya que, si
no, ninguna forma de vida avanzada se hubiera podido desarrollar allí.
Indudablemente gozaba de visión estereoscópica, ya que pude ver claramente que
tenía dos extraños ojos, muy grandes y separados entre sí, pero a saber en qué
longitudes de onda eran capaces de ver; ¿quizás también en el infrarrojo?,
¿quizás también en el ultravioleta?, ¿serían capaces en su planeta de “ver” en
las longitudes de radio o en las de microondas con la misma claridad que
nosotros vemos en azul o verde o rojo?
No había nadie más dentro del
platillo volante. A la cosa, o lo que fuera, lo llevaron rápidamente al
hospital militar con máximas medidas de seguridad. Era prioritario determinar
qué mezcla de elementos respiraba y producirla rápidamente antes de que se le agotaran
las reservas y muriera asfixiada. Asimismo, había que analizar de inmediato su
aparato digestivo y descubrir qué nutrientes precisaba para mantenerse con
vida, y producir en el laboratorio un cóctel de ellos para que no muriera por
falta de alimentación o por darle productos incompatibles con su organismo. Había
que grabar urgentemente los extraños sonidos que emitía y enviarlos al
Departamento Federal de Criptografía para descifrarlos y poder comunicarnos con
la cosa antes de que muriera –lo cual, desgraciadamente, parecía próximo a
suceder– y perder una oportunidad excepcional como aquella de aprender de una
civilización distinta a la nuestra y a todas luces mucho más avanzada.
Los militares rápidamente bautizaron
al ser llegado del espacio con un número. Pero todos los medios de
comunicación, y por ello todos nosotros, nos referíamos a él como Alien. De
pronto, todo el planeta estaba pendiente de Alien; todos queríamos saber
cualquier detalle que se fuera descubriendo sobre Alien: qué respiraba, de qué
se alimentaba, si era asexuado o sexuado y, en este caso, si era macho, hembra
o hermafrodita, lo cual, puesto que viajaba solo, parecía lo más indicado para
asegurar su descendencia en un viaje espacial que podía ser sin retorno. Pero
sobre todo, lo que más ansiábamos era comunicarnos con él antes de que muriera,
descubrir de qué planeta, de qué galaxia procedía, aprender de su civilización…,
y el tiempo se nos iba de las manos. Alien cada día estaba más débil. No duraría
mucho.
Se
esperaba, pues, con ansiedad que diera frutos el trabajo del equipo de
criptógrafos encabezado por la más prestigiosa autoridad del planeta en la
materia, la doctora Jrissa Gena. Alien y Gena ocupaban todas las portadas de
los periódicos; sus caras, tan familiar la una y tan repulsiva pero cada día
más querida la otra, llenaban las pantallas de todos los televisores. Gena era
la gran esperanza para conocer a Alien, y nadie quería que éste se extinguiera sin
habernos dado tiempo a comunicarnos con él. Alien y Gena eran la pareja de
moda.
Pero
no se avanzaba. Alien sólo emitía sonidos extrañísimos y que nosotros no
conseguíamos ni siquiera emular, que no parecían tener ni pies ni cabeza. Llegó
a sugerirse que Alien no fuera, en su planeta, nada más que una especie de
cobaya de laboratorio, un ser inferior, desarrollado sólo lo suficientemente
como para manejar una máquina y pasar información, pero no necesariamente capaz
de pensamientos más profundos; poco más que un robot.
Alien murió repentinamente. Algún
nutriente de los que le suministramos debía de contener alguna bacteria a la
que su extraño organismo no fuera inmune; o quizás alguna radiación, para
nosotros inocua, le destruyó partes importantes de su ADN. Habría que
estudiarlo, pero el caso es que, simplemente, murió.
Gena
estuvo desolada, pero guardaba las grabaciones de todas sus sesiones con Alien
y no estaba dispuesta a abandonar la esperanza de comprenderlo. Y finalmente,
un avanzado programa informático criptográfico dio con el método adecuado y,
una vez puesto en práctica, los avances se produjeron de manera exponencial. Ya
era posible escuchar a Alien en nuestro idioma. Sin embargo, el gozo que asaltó
a Gena en un primer momento dio paso rápidamente a una profunda decepción, al
constatar que, aunque ahora pudiéramos escuchar a Alien hablar con nuestras
palabras, éstas, procedentes de un mundo tan distinto al nuestro, resultaban
tan ininteligibles como cuando sólo oíamos de él sonidos extraños.
Ante la estupefacción de las autoridades
civiles y militares, ante la incredulidad de los millones de espectadores que
nos apiñábamos frente las pantallas de los televisores para escuchar por
primera vez a un ser llegado de los espacios siderales, Gena pulsó el botón y
la voz de Alien sonó, por primera vez alta y clara, en nuestro idioma:
–Coño, titi, ¿cómo te lo tengo que
decir? Que me llamo Bartolomé García Polín y soy de Umbrete, provincia de
Sevilla, lo mejor del mundo mundial. Soy astronauta de la Agencia Espacial
Española, del planeta Tierra. Mira que se lo dije: que no compréis piezas de
recambio a los chinos, joder, que me van a dejar tirao un día en cualquier planeta. Pues hala, aquí estoy, tirao como una colilla, tan débil que no
puedo más que andar a gatas y viendo todos los días a esta mancha de
repugnantes babosas ciempiés cabezudas que me estudian como si fuera un bicho
raro. ¡Pues anda que ellos no son feos ni na!
¡Qué asco me dan! Escucha, titi; sí, sí, tú, babosa cabezona, ¿quién va a ser?
Anda, apunta paquí esas antenas y a
ver si me entiendes de una puñetera vez: ¡que estoy muerto de hambre, coño!
¡Que esta mierda que me dais pa comer
no se la damos nosotros ni al perro! ¿Tan atrasaos estáis? ¿No tendréis por ahí
un pinchito tortilla y un rebujito? ¡Anda, que no he tenío yo mala suerte!... María, te quiero, hija. Bueno, yo ya no vuelvo
a la Tierra, pero tú no me vayas a poner los cuernos, ¿vale? ¡Ah, y viva er Beti, manque pierda!
José-Pedro
Cladera©
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