domingo, 11 de noviembre de 2018

ALIEN Y GENA




            El platillo volante aterrizó suavemente en el parque central. La multitud nos agolpamos lejos, tras el perímetro de seguridad que establecieron los militares, que habían rodeado el artefacto. Tres tanques apuntaban sus poderosos cañones al centro de la nave espacial y dos helicópteros la sobrevolaban lentamente a poca altura. Soldados de élite, fuertemente armados y protegidos con cascos, chalecos y escudos antibalas, trataban inútilmente de escudriñar su interior. Ninguna ventanilla, ninguna escotilla, ningún ojo de buey. Había una compuerta, pero estaba herméticamente cerrada. Si había alguien dentro, ya fuera un ser vivo o un robot, debía de ver lo que había fuera mediante cámaras ocultas en el fuselaje. Los militares lanzaron repetidas señales acústicas, luminosas y de radio en toda la gama de frecuencias para que se identificara, pero no hubo respuesta. Pero tampoco muestras de agresividad.

            Tras varias horas de angustiosa espera, indecisiones, posturas encontradas sobre cómo gestionar la situación; cuando ya los militares solicitaban permiso al alto mando para abrir un agujero en el fuselaje y entrar por la fuerza, la compuerta se abrió y se desplegó una pasarela hasta tierra. Alguien, o algo, iba a descender. Cundió el nerviosismo, aunque, a esas alturas, la creencia más generalizada era que, si hubiera tenido intenciones hostiles, ya había tenido tiempo de sobra de manifestarlas.

            La cosa apareció embutida en un traje espacial que le procuraba la presurización que debía de necesitar su organismo, probablemente diferente a la nuestra. Una escafandra, de la que salía un tubo que la unía a una mochila, le debía de suministrar la mezcla de gases que su organismo precisaba para respirar y que probablemente sería muy distinta de la que respiramos nosotros.

            Avanzó lentamente, a cuatro patas y, lejos de parecer agresiva, aquella cosa se tambaleaba como si estuviera a punto de derrumbarse. Quizás la gravedad en el planeta del que procedía fuera mucho menor que la nuestra y aquí no podía con su peso; o quizás la cosa estuviera muy enferma y por ello se habría visto obligada a aterrizar.

Siguió avanzando, muy lentamente, por la pasarela. Yo la veía bien a través de mis prismáticos. Su aspecto era grotesco: deforme, enorme y desproporcionada; sus extremidades, inverosímilmente largas y rígidas, y su cabeza, desmesuradamente pequeña para su estatura. A través de la escafandra, pude ver su cara y sentí un latigazo de repugnancia: llena de protuberancias y orificios, que parecían distribuidos sin orden ni concierto y que probablemente le proporcionaban acceso a más sentidos de los que para nosotros son normales. Quizás estuviera dotada de algún mecanismo de radar biológico; quizás también de algún sentido de orientación mediante los campos magnéticos que indudablemente tenían que existir también en su planeta para protegerlo de los rayos cósmicos, ya que, si no, ninguna forma de vida avanzada se hubiera podido desarrollar allí. Indudablemente gozaba de visión estereoscópica, ya que pude ver claramente que tenía dos extraños ojos, muy grandes y separados entre sí, pero a saber en qué longitudes de onda eran capaces de ver; ¿quizás también en el infrarrojo?, ¿quizás también en el ultravioleta?, ¿serían capaces en su planeta de “ver” en las longitudes de radio o en las de microondas con la misma claridad que nosotros vemos en azul o verde o rojo?  
   
            No había nadie más dentro del platillo volante. A la cosa, o lo que fuera, lo llevaron rápidamente al hospital militar con máximas medidas de seguridad. Era prioritario determinar qué mezcla de elementos respiraba y producirla rápidamente antes de que se le agotaran las reservas y muriera asfixiada. Asimismo, había que analizar de inmediato su aparato digestivo y descubrir qué nutrientes precisaba para mantenerse con vida, y producir en el laboratorio un cóctel de ellos para que no muriera por falta de alimentación o por darle productos incompatibles con su organismo. Había que grabar urgentemente los extraños sonidos que emitía y enviarlos al Departamento Federal de Criptografía para descifrarlos y poder comunicarnos con la cosa antes de que muriera –lo cual, desgraciadamente, parecía próximo a suceder– y perder una oportunidad excepcional como aquella de aprender de una civilización distinta a la nuestra y a todas luces mucho más avanzada.

            Los militares rápidamente bautizaron al ser llegado del espacio con un número. Pero todos los medios de comunicación, y por ello todos nosotros, nos referíamos a él como Alien. De pronto, todo el planeta estaba pendiente de Alien; todos queríamos saber cualquier detalle que se fuera descubriendo sobre Alien: qué respiraba, de qué se alimentaba, si era asexuado o sexuado y, en este caso, si era macho, hembra o hermafrodita, lo cual, puesto que viajaba solo, parecía lo más indicado para asegurar su descendencia en un viaje espacial que podía ser sin retorno. Pero sobre todo, lo que más ansiábamos era comunicarnos con él antes de que muriera, descubrir de qué planeta, de qué galaxia procedía, aprender de su civilización…, y el tiempo se nos iba de las manos. Alien cada día estaba más débil. No duraría mucho.

Se esperaba, pues, con ansiedad que diera frutos el trabajo del equipo de criptógrafos encabezado por la más prestigiosa autoridad del planeta en la materia, la doctora Jrissa Gena. Alien y Gena ocupaban todas las portadas de los periódicos; sus caras, tan familiar la una y tan repulsiva pero cada día más querida la otra, llenaban las pantallas de todos los televisores. Gena era la gran esperanza para conocer a Alien, y nadie quería que éste se extinguiera sin habernos dado tiempo a comunicarnos con él. Alien y Gena eran la pareja de moda.

Pero no se avanzaba. Alien sólo emitía sonidos extrañísimos y que nosotros no conseguíamos ni siquiera emular, que no parecían tener ni pies ni cabeza. Llegó a sugerirse que Alien no fuera, en su planeta, nada más que una especie de cobaya de laboratorio, un ser inferior, desarrollado sólo lo suficientemente como para manejar una máquina y pasar información, pero no necesariamente capaz de pensamientos más profundos; poco más que un robot.

            Alien murió repentinamente. Algún nutriente de los que le suministramos debía de contener alguna bacteria a la que su extraño organismo no fuera inmune; o quizás alguna radiación, para nosotros inocua, le destruyó partes importantes de su ADN. Habría que estudiarlo, pero el caso es que, simplemente, murió. 
     
Gena estuvo desolada, pero guardaba las grabaciones de todas sus sesiones con Alien y no estaba dispuesta a abandonar la esperanza de comprenderlo. Y finalmente, un avanzado programa informático criptográfico dio con el método adecuado y, una vez puesto en práctica, los avances se produjeron de manera exponencial. Ya era posible escuchar a Alien en nuestro idioma. Sin embargo, el gozo que asaltó a Gena en un primer momento dio paso rápidamente a una profunda decepción, al constatar que, aunque ahora pudiéramos escuchar a Alien hablar con nuestras palabras, éstas, procedentes de un mundo tan distinto al nuestro, resultaban tan ininteligibles como cuando sólo oíamos de él sonidos extraños.

            Ante la estupefacción de las autoridades civiles y militares, ante la incredulidad de los millones de espectadores que nos apiñábamos frente las pantallas de los televisores para escuchar por primera vez a un ser llegado de los espacios siderales, Gena pulsó el botón y la voz de Alien sonó, por primera vez alta y clara, en nuestro idioma:

            –Coño, titi, ¿cómo te lo tengo que decir? Que me llamo Bartolomé García Polín y soy de Umbrete, provincia de Sevilla, lo mejor del mundo mundial. Soy astronauta de la Agencia Espacial Española, del planeta Tierra. Mira que se lo dije: que no compréis piezas de recambio a los chinos, joder, que me van a dejar tirao un día en cualquier planeta. Pues hala, aquí estoy, tirao como una colilla, tan débil que no puedo más que andar a gatas y viendo todos los días a esta mancha de repugnantes babosas ciempiés cabezudas que me estudian como si fuera un bicho raro. ¡Pues anda que ellos no son feos ni na! ¡Qué asco me dan! Escucha, titi; sí, sí, tú, babosa cabezona, ¿quién va a ser? Anda, apunta paquí esas antenas y a ver si me entiendes de una puñetera vez: ¡que estoy muerto de hambre, coño! ¡Que esta mierda que me dais pa comer no se la damos nosotros ni al perro! ¿Tan atrasaos estáis? ¿No tendréis por ahí un pinchito tortilla y un rebujito? ¡Anda, que no he tenío yo mala suerte!... María, te quiero, hija. Bueno, yo ya no vuelvo a la Tierra, pero tú no me vayas a poner los cuernos, ¿vale? ¡Ah, y viva er Beti, manque pierda!


José-Pedro Cladera© 

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