domingo, 11 de noviembre de 2018

EL GRAN NORTE




–¡Trae toallas, Mary, rápido, no puedo parar la hemorragia! ¡Y trapos limpios, todos los que puedas! ¡Se nos va, Dios, se nos va! –gritó el veterinario.

Una hora más tarde, había pasado el peligro.

–Se ha salvado por los pelos –le dijo a Jack–. Esto tiene que parar, su cuerpo no aguantará más.

–Tú métete en tus cosas –le contestó Mary– y deja de decir a mi familia lo que está bien o mal. Eres un fracasado y no vales ni para contentar a tu mujer.

El hombre se fue con el corazón encogido y el cuerpo medio muerto.

Las nubes se movían con suavidad, pero su mirada se perdía en la superficie de las profundas aguas azules.  

¿Por qué, madre? ¿Por qué?

Cuando el sol brillaba, el lago, semiescondido por las coníferas y abedules,  se transformaba en un chispeante azul turquesa con reflejos amarillos, rodeado por diez picos que casi todo el año estaban cubiertos de nieve, como un secreto del lugar, allí donde termina el mundo.   

Sólo había seis casas en el pueblo, todas ellas construidas con troncos de madera de arce. Pintadas, unas azules, otras verdes y otras rojas, salpicaban la magia del valle como gotas de piedras semipreciosas.

La temperatura en el Gran Norte canadiense era muy extrema, y más aún en un pueblo perdido entre las montañas a las que apenas llegaba nadie. Sólo lo habitaban cinco familias. En una de ellas, vivía el veterinario con la suya. Subsistían todos gracias a la caza y al sirope de arce que se extraía de dicho árbol. Un helicóptero, cuando el tiempo lo permitía, les abastecía con alimentos de primera necesidad.

Los vigorosos ríos y bosques boreales se extendían a lo largo de toda la región de  la alta montaña.

Alana seguía con la mirada perdida y repetía una y otra vez:

¿Por qué, madre? ¿Por qué?

Una voz grave y profunda la llamó. Era la hora del almuerzo.

Se levantó como una sombra. Sacudió su vestido, por inercia, y se dirigió a casa. Por el camino, sus ojos, su mente y su cuerpo avanzaban adormecidos.

Su padre la estaba esperando en la puerta y la cogió delicadamente por la cintura:

–Ya sabes que no me gusta que vayas sola hasta el lago, aunque esté tan cerca de casa. Anda, lávate las manos, que tu madre está sirviendo la comida.

Alana no dijo nada. Elevó los ojos hasta la altura de los de su madre, pero ésta, con la cabeza gacha, no le devolvió la mirada.

Sus padres no dormían juntos –que ella recordara– desde que cumplió los siete años.  Había tres habitaciones en la casa, una para cada uno.

Empezaron a comer en silencio como siempre, sólo  interrumpido por Jack, su padre, gritándole a Mary, la madre, por derramar una jarra de agua en la mesa:

–Eres una perfecta inútil. Todo lo haces para fastidiar. Me resultas muy desagradable, y vergüenza me das con esas manos torcidas y deformes. Y ya no digamos con esa extrema delgadez asquerosa.

La mujer no contestó, se limitó a secar la mesa.

Alana la seguía con la mirada, una mirada llena de rabia casi imposible de controlar. Comieron sopa y pan sin hablarse y con premura. Diez minutos fueron suficientes. Había prisa.

–Bueno, vamos a dormir un rato. Fuera hace frío y descansar nos ayuda a mantener el cuerpo sano. Mary, ve a tu cuarto, no metas ruido y saldrás cuando yo te lo indique. Y tú, princesa, túmbate un rato; te sentará bien.

Cuando Alana se encontró a solas en su dormitorio, empezó a temblar con fuertes sacudidas. Ya casi no le quedaban lágrimas, estaba destrozada. Cogió una bolsa de agua caliente, se quitó toda la ropa y, como una sonámbula, se metió en la cama. Todo lo que siguió a continuación fue el ritual al que estaba desgraciadamente acostumbrada.

¿Por qué, madre? ¿Por qué?

A media tarde se levantó, se vistió y salió al comedor, que hacía, a la vez, de cocina.

Su madre estaba cosiendo. Alana se acercó a ella despacio y, con la voz extremadamente baja, le dijo:

–Eres la segunda persona más repugnante que conozco.

La mujer ni se inmutó. Continuó cosiendo como si nada.

Los días pasaban y Alana vivía entre sus sentimientos y su fragilidad como ser humano.

Llegó el cumpleaños de Mary y, para celebrarlo, los vecinos de la casa azul se presentaron con una tarta de ruibarbo a pasar la velada juntos.

–¡Que corra el whisky! –dijo Jack.

La vecina miró a la muchacha:

–Chiquilla, estás muy delgada; tienes mal aspecto y manchas oscuras en la cara. ¿Estás enferma?

–Supongo que no habrás venido aquí para chismorrear –dijo Mary, irritada.

Nadie se atrevió a decir nada más sobre el aspecto personal de Alana. Hablaron de la caza, de la nieve, y así hasta que, toscamente, la lengua se les fue trabando de tanto alcohol. Bailaron y se emborracharon hasta que no se sostuvieron en pie.

Al despedirse de sus amigos, Jack estaba rojo y eufórico. Miró a su hija:

–¿Ves, cariño? Hay que vivir y gozar. Esa es la verdadera vida.

Ella no contestó. Temblaba como una hoja en medio de la ventisca en el Gran Norte. Sabía lo que le esperaba… La noche caía como un manto helado de aguas negras.

¿Por qué, madre? ¿Por qué?

Al cabo de dos días, como si de un milagro se tratase, llamaron a la puerta.

–¿Quién demonios será? –dijo Jack.

Abrió. Un chico medio congelado se había perdido con la moto de nieve. Era de la edad de Alana.

–¿Quién eres tú? –le preguntó Jack

–Señor, soy del grupo de geólogos que estudiamos las montañas y, con este temporal, me he perdido.

–Pues vete por dónde has venido, no quiero extranjeros en mi casa.

–Padre, por favor, déjale pasar la noche. Ahí fuera se congelará.

Alana se acercó a él y le preguntó cómo se llamaba.

–Me llamo John, pero todos me llaman Pecas.

Ella, por primera vez desde que alcanzara a recordar, se rió.

Al final, Jack cedió a regañadientes. Pero la estancia del extranjero se prolongó debido a la fuerte tormenta de nieve.

            Una mañana, el padre cogió la escopeta y se fue de caza muy temprano. Había dormido mal.

Alana, cuando oyó que se cerraba la puerta, se dirigió a la cocina, donde el muchacho dormía cubierto por una gran piel de oso. Se acercó a él, poniéndole un dedo en los labios para que hablara en voz baja.

–Mi madre está durmiendo y se levantará tarde.

–¿Cómo tienes tantos morados en los brazos y en las piernas? –le preguntó él–. ¿Qué pasa en esta casa?

–Vístete y vámonos al lago; allí podremos hablar.

Se vistieron, se abrigaron bien y salieron al maravilloso día que se estaba abriendo por el este. Los rayos del sol eran una explosión de color.

Ya en el lago, el chico le preguntó:

–Alana, cuéntame la historia de tu vida, porque no creo que sea un minúsculo drama personal. Te miro y la angustia me oprime el pecho, porque tu cuerpo necesita un milagro para seguir viviendo.

Ella se tapó la cara con las manos y empezó a sollozar compulsivamente. El dejó que se serenara y se tranquilizara.

–John, mi vida es un auténtico drama. Mi padre es un ser miserable y maligno. Empezó a violarme a los siete años. Desde entonces, casi cada día, a la hora de la siesta, entra en mi cuarto y hace lo que quiere conmigo, hasta que cae rendido. Desde entonces, he abortado varias veces en estos años. La última ha sido dos días antes de que tú llegases.

–¡Por todos los santos! Y tu madre, ¿qué dice?

–Mientras se divierta contigo –me dice–, yo tengo paz. Sin ti, mi vida sería un infierno; pero tú me salvas de lo peor.

Al pobre muchacho no le salían las palabras. Estaba ante lo más bajo de la condición humana.

Le tomó la mano; la miró con calidez:

–No puedes seguir aquí ni un minuto más. Tengo un plan, pero tienes que escucharme muy detenidamente, confiar en mí y prometerme que lo vas a cumplir.

Ella asintió. El salvaje paisaje fue su único testigo.

Más tarde, John se levantó.

–Vámonos a casa –le dijo–, tu padre estará al llegar.

Por el camino no hablaron, sólo se oía el ruido de la pesada nieve cayendo de las ramas y el crujido del hielo al romperse en el espacioso lago.

Subieron los peldaños, barnizados de madera oscura, y abrieron la puerta. Jack ya estaba allí.

–¿Aún tengo que estar viendo tu cara después de dos semanas manteniéndote? –dijo, dejándose caer en la silla de madera de respaldo recto.

–Señor, mañana después del desayuno, recogeré mis cosas y me iré.

Le ignoró y, dirigiéndose a su mujer, le dijo:

–Venga esa cena, vaga. Y tú, mi princesa, ¿cómo estás?

–Bien, padre, voy a por el mantel rojo oscuro que tanto te gusta.

Se acercó y lo abrazó efusivamente, fundiendo su cuerpo con el de él.

Cenaron y, como siempre, sin hablar, se acostaron temprano.

El día amaneció con una claridad cegadora. Pecas se despidió de todos dándoles las gracias por su amabilidad. Alana cerró la puerta y, con una gran sonrisa, se dirigió a su padre:

–Hace dos semanas, desde que llegó John, no siento tus caricias ni tu aliento. Estoy desesperada, padre; nunca habíamos estado tanto tiempo sin acariciar nuestros cuerpos.

Alana se acercó hasta que sus labios rozaron los de su padre y le dijo:

–Ve a mi cuarto, desnúdate, métete en la cama y espérame. Yo saldré a respirar el aire helado porque quiero que mi piel esté fría para que tú puedas calentármela. Y tú, madre, ve a tu habitación.

Jack babeaba sin control. Ella se dirigió a la puerta, la abrió y salió al camino dando traspiés por la emoción. La moto de nieve estaba en marcha. Pecas la esperaba.

Se agarró con fuerza y no miró atrás. Allí quedaban todos sus lloros y sus sonrisas sin corazón. Mientras la moto rugía con todas sus fuerzas, John vio a Jack en el umbral de la puerta y a Mary, con su camisón de lana, gritando:

–¡No me dejes aquí sola con tu padre, mala hija! ¡Vuelve, no me dejes con él, no, no, no!

El marido se tambaleaba. El quebranto de su cuerpo resultaba alarmante.

El ruido del motor fue alejándose más y más y la luz iba desvaneciéndose como la niebla en primavera.

Los dos entraron en la casa sin cerrar la puerta y se sentaron a esperar. Pasó algún tiempo. Desde lo lejos, como espinas rasgando el silencio boreal, se aproximaban las sirenas.

¿Por qué, madre? ¿Por qué?

Francis Cortés Pahissa ©

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