–¡Trae toallas, Mary, rápido, no
puedo parar la hemorragia! ¡Y trapos limpios, todos los que puedas! ¡Se nos va,
Dios, se nos va! –gritó el veterinario.
Una hora más tarde, había pasado el
peligro.
–Se ha salvado por los pelos –le dijo
a Jack–. Esto tiene que parar, su cuerpo no aguantará más.
–Tú métete en tus cosas –le contestó
Mary– y deja de decir a mi familia lo que está bien o mal. Eres un fracasado y
no vales ni para contentar a tu mujer.
El hombre se fue con el corazón
encogido y el cuerpo medio muerto.
Las
nubes se movían con suavidad, pero su mirada se perdía en la superficie de las profundas
aguas azules.
¿Por qué, madre? ¿Por qué?
Cuando
el sol brillaba, el lago, semiescondido por las coníferas y abedules, se transformaba en un chispeante azul turquesa
con reflejos amarillos, rodeado por diez picos que casi todo el año estaban
cubiertos de nieve, como un secreto del lugar, allí donde termina el mundo.
Sólo
había seis casas en el pueblo, todas ellas construidas con troncos de madera de
arce. Pintadas, unas azules, otras verdes y otras rojas, salpicaban la magia
del valle como gotas de piedras semipreciosas.
La
temperatura en el Gran Norte canadiense era muy extrema, y más aún en un pueblo
perdido entre las montañas a las que apenas llegaba nadie. Sólo lo habitaban
cinco familias. En una de ellas, vivía el veterinario con la suya. Subsistían
todos gracias a la caza y al sirope de arce que se extraía de dicho árbol. Un
helicóptero, cuando el tiempo lo permitía, les abastecía con alimentos de
primera necesidad.
Los
vigorosos ríos y bosques boreales se extendían a lo largo de toda la región
de la alta montaña.
Alana
seguía con la mirada perdida y repetía una y otra vez:
¿Por qué, madre? ¿Por qué?
Una
voz grave y profunda la llamó. Era la hora del almuerzo.
Se
levantó como una sombra. Sacudió su vestido, por inercia, y se dirigió a casa.
Por el camino, sus ojos, su mente y su cuerpo avanzaban adormecidos.
Su padre
la estaba esperando en la puerta y la cogió delicadamente por la cintura:
–Ya
sabes que no me gusta que vayas sola hasta el lago, aunque esté tan cerca de
casa. Anda, lávate las manos, que tu madre está sirviendo la comida.
Alana
no dijo nada. Elevó los ojos hasta la altura de los de su madre, pero ésta, con
la cabeza gacha, no le devolvió la mirada.
Sus
padres no dormían juntos –que ella recordara– desde que cumplió los siete años.
Había tres habitaciones en la casa, una
para cada uno.
Empezaron
a comer en silencio como siempre, sólo
interrumpido por Jack, su padre, gritándole a Mary, la madre, por derramar
una jarra de agua en la mesa:
–Eres
una perfecta inútil. Todo lo haces para fastidiar. Me resultas muy desagradable,
y vergüenza me das con esas manos torcidas y deformes. Y ya no digamos con esa
extrema delgadez asquerosa.
La
mujer no contestó, se limitó a secar la mesa.
Alana
la seguía con la mirada, una mirada llena de rabia casi imposible de controlar.
Comieron sopa y pan sin hablarse y con premura. Diez minutos fueron suficientes.
Había prisa.
–Bueno,
vamos a dormir un rato. Fuera hace frío y descansar nos ayuda a mantener el
cuerpo sano. Mary, ve a tu cuarto, no metas ruido y saldrás cuando yo te lo
indique. Y tú, princesa, túmbate un rato; te sentará bien.
Cuando
Alana se encontró a solas en su dormitorio, empezó a temblar con fuertes sacudidas.
Ya casi no le quedaban lágrimas, estaba destrozada. Cogió una bolsa de agua
caliente, se quitó toda la ropa y, como una sonámbula, se metió en la cama. Todo
lo que siguió a continuación fue el ritual al que estaba desgraciadamente
acostumbrada.
¿Por qué, madre? ¿Por qué?
A
media tarde se levantó, se vistió y salió al comedor, que hacía, a la vez, de
cocina.
Su
madre estaba cosiendo. Alana se acercó a ella despacio y, con la voz
extremadamente baja, le dijo:
–Eres
la segunda persona más repugnante que conozco.
La
mujer ni se inmutó. Continuó cosiendo como si nada.
Los
días pasaban y Alana vivía entre sus sentimientos y su fragilidad como ser
humano.
Llegó
el cumpleaños de Mary y, para celebrarlo, los vecinos de la casa azul se
presentaron con una tarta de ruibarbo a pasar la velada juntos.
–¡Que
corra el whisky! –dijo Jack.
La
vecina miró a la muchacha:
–Chiquilla,
estás muy delgada; tienes mal aspecto y manchas oscuras en la cara. ¿Estás
enferma?
–Supongo
que no habrás venido aquí para chismorrear –dijo Mary, irritada.
Nadie
se atrevió a decir nada más sobre el aspecto personal de Alana. Hablaron de la
caza, de la nieve, y así hasta que, toscamente, la lengua se les fue trabando
de tanto alcohol. Bailaron y se emborracharon hasta que no se sostuvieron en
pie.
Al
despedirse de sus amigos, Jack estaba rojo y eufórico. Miró a su hija:
–¿Ves,
cariño? Hay que vivir y gozar. Esa es la verdadera vida.
Ella
no contestó. Temblaba como una hoja en medio de la ventisca en el Gran Norte.
Sabía lo que le esperaba… La noche caía como un manto helado de aguas negras.
¿Por qué, madre? ¿Por qué?
Al
cabo de dos días, como si de un milagro se tratase, llamaron a la puerta.
–¿Quién
demonios será? –dijo Jack.
Abrió.
Un chico medio congelado se había perdido con la moto de nieve. Era de la edad
de Alana.
–¿Quién
eres tú? –le preguntó Jack
–Señor,
soy del grupo de geólogos que estudiamos las montañas y, con este temporal, me
he perdido.
–Pues
vete por dónde has venido, no quiero extranjeros en mi casa.
–Padre,
por favor, déjale pasar la noche. Ahí fuera se congelará.
Alana
se acercó a él y le preguntó cómo se llamaba.
–Me
llamo John, pero todos me llaman Pecas.
Ella,
por primera vez desde que alcanzara a recordar, se rió.
Al
final, Jack cedió a regañadientes. Pero la estancia del extranjero se prolongó
debido a la fuerte tormenta de nieve.
Una
mañana, el padre cogió la escopeta y se fue de caza muy temprano. Había dormido
mal.
Alana,
cuando oyó que se cerraba la puerta, se dirigió a la cocina, donde el muchacho
dormía cubierto por una gran piel de oso. Se acercó a él, poniéndole un dedo en
los labios para que hablara en voz baja.
–Mi
madre está durmiendo y se levantará tarde.
–¿Cómo
tienes tantos morados en los brazos y en las piernas? –le preguntó él–. ¿Qué
pasa en esta casa?
–Vístete
y vámonos al lago; allí podremos hablar.
Se
vistieron, se abrigaron bien y salieron al maravilloso día que se estaba
abriendo por el este. Los rayos del sol eran una explosión de color.
Ya
en el lago, el chico le preguntó:
–Alana,
cuéntame la historia de tu vida, porque no creo que sea un minúsculo drama
personal. Te miro y la angustia me oprime el pecho, porque tu cuerpo necesita
un milagro para seguir viviendo.
Ella
se tapó la cara con las manos y empezó a sollozar compulsivamente. El dejó que
se serenara y se tranquilizara.
–John,
mi vida es un auténtico drama. Mi padre es un ser miserable y maligno. Empezó a
violarme a los siete años. Desde entonces, casi cada día, a la hora de la
siesta, entra en mi cuarto y hace lo que quiere conmigo, hasta que cae rendido.
Desde entonces, he abortado varias veces en estos años. La última ha sido dos
días antes de que tú llegases.
–¡Por
todos los santos! Y tu madre, ¿qué dice?
–Mientras
se divierta contigo –me dice–, yo tengo paz. Sin ti, mi vida sería un infierno;
pero tú me salvas de lo peor.
Al
pobre muchacho no le salían las palabras. Estaba ante lo más bajo de la
condición humana.
Le tomó
la mano; la miró con calidez:
–No
puedes seguir aquí ni un minuto más. Tengo un plan, pero tienes que escucharme
muy detenidamente, confiar en mí y prometerme que lo vas a cumplir.
Ella
asintió. El salvaje paisaje fue su único testigo.
Más
tarde, John se levantó.
–Vámonos
a casa –le dijo–, tu padre estará al llegar.
Por
el camino no hablaron, sólo se oía el ruido de la pesada nieve cayendo de las
ramas y el crujido del hielo al romperse en el espacioso lago.
Subieron
los peldaños, barnizados de madera oscura, y abrieron la puerta. Jack ya estaba
allí.
–¿Aún
tengo que estar viendo tu cara después de dos semanas manteniéndote? –dijo,
dejándose caer en la silla de madera de respaldo recto.
–Señor,
mañana después del desayuno, recogeré mis cosas y me iré.
Le
ignoró y, dirigiéndose a su mujer, le dijo:
–Venga
esa cena, vaga. Y tú, mi princesa, ¿cómo estás?
–Bien,
padre, voy a por el mantel rojo oscuro que tanto te gusta.
Se
acercó y lo abrazó efusivamente, fundiendo su cuerpo con el de él.
Cenaron
y, como siempre, sin hablar, se acostaron temprano.
El
día amaneció con una claridad cegadora. Pecas
se despidió de todos dándoles las gracias por su amabilidad. Alana cerró la
puerta y, con una gran sonrisa, se dirigió a su padre:
–Hace
dos semanas, desde que llegó John, no siento tus caricias ni tu aliento. Estoy
desesperada, padre; nunca habíamos estado tanto tiempo sin acariciar nuestros
cuerpos.
Alana
se acercó hasta que sus labios rozaron los de su padre y le dijo:
–Ve
a mi cuarto, desnúdate, métete en la cama y espérame. Yo saldré a respirar el
aire helado porque quiero que mi piel esté fría para que tú puedas
calentármela. Y tú, madre, ve a tu habitación.
Jack
babeaba sin control. Ella se dirigió a la puerta, la abrió y salió al camino dando
traspiés por la emoción. La moto de nieve estaba en marcha. Pecas la esperaba.
Se
agarró con fuerza y no miró atrás. Allí quedaban todos sus lloros y sus
sonrisas sin corazón. Mientras la moto rugía con todas sus fuerzas, John vio a
Jack en el umbral de la puerta y a Mary, con su camisón de lana, gritando:
–¡No
me dejes aquí sola con tu padre, mala hija! ¡Vuelve, no me dejes con él, no,
no, no!
El
marido se tambaleaba. El quebranto de su cuerpo resultaba alarmante.
El
ruido del motor fue alejándose más y más y la luz iba desvaneciéndose como la
niebla en primavera.
Los
dos entraron en la casa sin cerrar la puerta y se sentaron a esperar. Pasó algún
tiempo. Desde lo lejos, como espinas rasgando el silencio boreal, se aproximaban
las sirenas.
¿Por qué, madre? ¿Por qué?
Francis Cortés Pahissa ©
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