domingo, 11 de noviembre de 2018

EL SER



Fuimos a Salou con nuestros padres. Nos compraron las entradas y, por fin, la petición a porfía fue satisfecha: nos dejaron solos en el Aqua Park durante cuatro largas horas. Cogidos de la mano –éramos felices–, nos dirigimos, jadeando, al Dragón Kan. Superamos con creces el listón medidor. Los cincuenta segundos nos resultaron brevísimos y embriagadores; el giro de trescientos  grados, en el punto álgido, estuvo a punto de cercenarnos  el cuello: solo apto para malabaristas intrépidos.

            Kra-kra, chillaban lo cuervos.

            Despacito, apoyándonos el uno en el otro, entramos en la atracción de Luz y Sonido; fue la única a la que nos exhortaron nuestros padres, y no podíamos dejarnos llevar por la avaricia ante tanta generosidad. Nos sentamos en la tercera fila, a la izquierda del pasillo central. Y entraron los niños acróbatas con sus números prodigiosos; parecían cervatillos en el aire. La música nos elevó al  séptimo cielo; parecíamos etéreos siguiendo el ritmo. Esta vez, mi hermana me abrazó como si fuera un ángel; yo mantuve la mirada en el escenario, no quería que se percatase de mis lágrimas. Hubo un bis, la luz fue irisándose: rojo, morado, rosa, azul, lila, verde, marrón. Las filas de escaladores formaban castellers catalanes. Estuvieron a punto de romperse los cráneos en el cimbreo. ¡Uy, qué alivio! A la salida, de nuevo, el kra-kra de los pajarracos que, con el displicente sol, nos borró casi todo el arco iris que transportaban nuestros ojos. Escapamos corriendo a la frescura de las canoas rafting.  Bajamos dando tumbos, hasta que llegamos a unas cataratas. La potencia del agua hizo volcar la canoa y amerizamos en una poza. El golpe en el agua  extrajo los sonidos que mantenía de la exhibición anterior y, a cambio, me llenó de un glu-glu atronador.  El dolor me succionó las ganas de comer.

            Kra-kra, y mis oídos, a punto de estallar.

            Viendo a mi hermana gozar de su hamburguesa, lamer –como una gatita glotona– la grasa de sus dedos…, vomité bilis.

            Kra-kra, kra-kra, cada vez se acercaban más los buscadores de tesoros.

            Mis pies, zigzagueantes, eran arrastrados por el brío de mi hermana. Rehusé las golosinas. Pero ella sabía qué medicina me sanaría. Frenó junto al cubículo de los libros y juguetes mágicos. Tras el fallo de mi hermana, inserté, con bastante desgana, un euro. A Sarah se le iluminó la cara: La historia interminable. Apenas me dolían los oídos:

            –Toma el libro –le dije.

Ella me estampó un beso  sonorísimo. No le importó fracasar por segunda vez; yo cacé un tiranosaurio rex, toda una joya para mi colección. Los cuervos volaban en círculos; solo se oía el aleteo de sus plumas.

            –Mikel, toma mi euro y así tendrás más tiempo para elegir: quizás, el inigualable hallazgo. Agarré con firmeza las tenazas. Visioné las orejas de Sreck y estuve a punto de rajárselas.  Con el pulso firme, lo saqué. Al instante, la algarabía. Un chaval le oprimió los orejones embudo y el ser azul celeste lo duchó con sus bufidos babosos –como los de los bisontes.

            –¡Maldito alien!

            –Ahora, verás –amenazó una chavala.

            Kra-kra, kra-kra, kra-kra, graznaban los negros nubarrones. Se abalanzaron hacia el Ser.

            –Dame ese piercing nacarado que llevas en tus labios amorfos.

El Ser le mostró sus cuatro filas de dientes y le dejaron la señal de sus numerosos incisivos. Yo espantaba a los cuervos con mi camiseta apestosa. Mi hermana les engañaba  con sus ositos atractivos.

            –¡Alien satánico! Pronto te matarán las autoridades –chilló la engreída chavala.

Escondimos al Ser en mi camiseta, manchada de vómito. Percibí los latidos en sus fontanelas del cráneo, aún por endurecerse. Sarah recogió su preciosa melena rubia en un moño y lo camufló con el pañuelo muñequero. Yo lo hice con el tiranosaurio rex sobre el bulto infante. A paso ligero, nos dirigimos al punto de encuentro. Nadie nos encontraría en el atiborrado parking, y ningún terrícola osaría infringirle el mínimo arañazo a nuestro querido Ser.

Isabel Bascaran ©
    San Vicente de la Barquera, 30 de octubre de 2018          

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