Fuimos
a Salou con nuestros padres. Nos compraron las entradas y, por fin, la petición
a porfía fue satisfecha: nos dejaron solos en el Aqua Park durante cuatro largas
horas. Cogidos de la mano –éramos felices–, nos dirigimos, jadeando, al Dragón
Kan. Superamos con creces el listón medidor. Los cincuenta segundos nos
resultaron brevísimos y embriagadores; el giro de trescientos grados, en el punto álgido, estuvo a punto de
cercenarnos el cuello: solo apto para
malabaristas intrépidos.
Kra-kra,
chillaban lo cuervos.
Despacito, apoyándonos el uno en el
otro, entramos en la atracción de Luz y Sonido; fue la única a la que nos
exhortaron nuestros padres, y no podíamos dejarnos llevar por la avaricia ante
tanta generosidad. Nos sentamos en la tercera fila, a la izquierda del pasillo
central. Y entraron los niños acróbatas con sus números prodigiosos; parecían
cervatillos en el aire. La música nos elevó al
séptimo cielo; parecíamos etéreos siguiendo el ritmo. Esta vez, mi hermana
me abrazó como si fuera un ángel; yo mantuve la mirada en el escenario, no
quería que se percatase de mis lágrimas. Hubo un bis, la luz fue irisándose:
rojo, morado, rosa, azul, lila, verde, marrón. Las filas de escaladores
formaban castellers catalanes.
Estuvieron a punto de romperse los cráneos en el cimbreo. ¡Uy, qué alivio! A la
salida, de nuevo, el kra-kra de los
pajarracos que, con el displicente sol, nos borró casi todo el arco iris que
transportaban nuestros ojos. Escapamos corriendo a la frescura de las canoas rafting.
Bajamos dando tumbos, hasta que llegamos a unas cataratas. La potencia
del agua hizo volcar la canoa y amerizamos en una poza. El golpe en el agua extrajo los sonidos que mantenía de la
exhibición anterior y, a cambio, me llenó de un glu-glu atronador. El dolor me succionó las ganas de comer.
Kra-kra,
y mis oídos, a punto de estallar.
Viendo a mi hermana gozar de su
hamburguesa, lamer –como una gatita glotona– la grasa de sus dedos…, vomité
bilis.
Kra-kra,
kra-kra, cada vez se acercaban más los buscadores de tesoros.
Mis
pies, zigzagueantes, eran arrastrados por el brío de mi hermana. Rehusé las
golosinas. Pero ella sabía qué medicina me sanaría. Frenó junto al cubículo de
los libros y juguetes mágicos. Tras el fallo de mi hermana, inserté, con
bastante desgana, un euro. A Sarah se le iluminó la cara: La historia interminable. Apenas me dolían los oídos:
–Toma el libro –le dije.
Ella
me estampó un beso sonorísimo. No le
importó fracasar por segunda vez; yo cacé un tiranosaurio rex, toda una joya para mi colección. Los cuervos volaban en
círculos; solo se oía el aleteo de sus plumas.
–Mikel,
toma mi euro y así tendrás más tiempo para elegir: quizás, el inigualable
hallazgo. Agarré con firmeza las tenazas. Visioné las orejas de Sreck y estuve a
punto de rajárselas. Con el pulso firme,
lo saqué. Al instante, la algarabía. Un chaval le oprimió los orejones embudo y
el ser azul celeste lo duchó con sus bufidos babosos –como los de los bisontes.
–¡Maldito alien!
–Ahora, verás –amenazó una chavala.
Kra-kra,
kra-kra, kra-kra, graznaban los negros nubarrones. Se abalanzaron hacia el
Ser.
–Dame
ese piercing nacarado que llevas en
tus labios amorfos.
El
Ser le mostró sus cuatro filas de dientes y le dejaron la señal de sus
numerosos incisivos. Yo espantaba a los cuervos con mi camiseta apestosa. Mi
hermana les engañaba con sus ositos
atractivos.
–¡Alien satánico! Pronto te matarán las autoridades –chilló la
engreída chavala.
Escondimos
al Ser en mi camiseta, manchada de vómito. Percibí los latidos en sus fontanelas
del cráneo, aún por endurecerse. Sarah recogió su preciosa melena rubia en un
moño y lo camufló con el pañuelo muñequero. Yo lo hice con el tiranosaurio rex sobre el bulto infante. A paso
ligero, nos dirigimos al punto de encuentro. Nadie nos encontraría en el
atiborrado parking, y ningún
terrícola osaría infringirle el mínimo arañazo a nuestro querido Ser.
Isabel
Bascaran ©
San Vicente
de la Barquera, 30 de octubre de 2018
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