—¿Quién
de aquí ha visto alguna vez un alienígena? —oí vagamente decir a Paula.
Las
risas y comentarios que vinieron a continuación se hicieron casi imperceptibles
para mí. Me había alejado del grupo para hacer una llamada y aprovechaba para contestar
los mensajes que tenía en la pantalla. Estaba apoyado, medio sentado en el
escalón de piedra del parque, y mi cabeza ya remaba mar adentro aquel mediodía
de otoño.
Llevaba
toda la semana de exámenes y me dolía el cuerpo, pero sobre todo notaba el
estrés acumulado. Iba a por todas, siempre voy a por todas, es mi peor vicio; el
mejor, el surf. Me reí para mis adentros.
Había
amanecido con una neblina que prometía desaparecer según avanzase el día. El
parte no pintaba nada mal. Era un jueves del mes de octubre, no habría nadie
—pensé—, apenas quedarían unos cuantos alemanes que terminarían de irse gracias
a la niebla que avisaba del fin de la temporada.
Mientras
me ponía el traje, todavía daba vueltas al último examen. La profesora había
avisado que no pondría logaritmos, pero allí estaban. ¡La mataría! El agua fría
en los pies me sacó de mis ensoñaciones. Me quedé mirando las olas, ahora sí
que se veían: enormes, preciosas. Sí, había niebla, pero nada de viento. El
sonido era ensordecedor, mi rival venía con fuerza; mejor así.
La
playa estaba casi desierta; apenas una pareja y su perro, nadie más. El
mediodía no lo perdonan, es la hora de comer. Todo mío. Me acerco a la orilla, respiro
hondo, siento la calma, avanzo, me mojo los pies, espero la serie, avanzo de
nuevo. A partir de este momento, me encontraré en el “Aquí y Ahora”. Sonrío. No
puede ser de otra forma, no puedo bajar la guardia. Me tumbo en la tabla y remo
con fuerza, pero no con toda. Tranquilo pero en tensión. Las primeras espumas
por arriba. Me resisto a mojarme la cabeza. Cuando ya es inevitable, me
incorporo sobre la tabla y hundo la punta atravesando la ola, con los ojos bien
abiertos para no perderme esa transparencia opaca del mar en otoño o para dejar
que el agua pase a través de ellos y me limpie. Una tras otra, voy atravesando
las olas hasta llegar al pico y allí me siento, respiro profundamente e intento
recuperarme. Me giro hacia la playa para buscar un punto de referencia, pero no
lo hay; no se ve la playa, no se ve nada, la niebla lo cubre todo.
Fue
mientras remontaba, acababa de coger mi primera ola y subía con una sonrisa
dibujada en la cara. El cielo se había abierto y un haz de luz caía sobre el
mar. Me sumergí para pasar las espumas y, al salir, ya no estaba. La niebla
había vuelto a cubrirlo todo.
Lo
relacioné luego, mucho más tarde, días más tarde, meses más tarde, cuando volví
al mismo pico, a la misma playa, y no la volví a ver.
Pasó
a mi lado deslizándose como lo hace el viento sur cuando acaricia las olas, y
la arena y el corazón. Apareció de entre la niebla, del mismo lugar donde
minutos antes había visto el haz de luz reflejarse en el mar, de donde el cielo
se había abierto para cerrarse antes de que pudiese mirarlo dos veces.
Si
era yo el que cogía la ola, era ella la que me miraba, me sonreía, me aprobaba.
Y si era ella, ella bailaba, bailaba, hasta fundirse en el mar con la última
nota.
¿Fueron
horas? ¿Minutos? No hubo tiempo. Solo espacio compartido, el mar, ella y yo. Y
así como vino, se fue.
Almudena Pascual ©
Ruiloba, 4 de noviembre de 2018
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