Alba vivía con sus padres y hermanos,
a punto de cumplir diecisiete años. No le gustaban las comparaciones, pero,
mirándose en el espejo de su habitación, se decía a sí misma: “¡Qué barbaridad!
No he sacado ni una parte de la esbeltez ni elegancia de mis hermanos, ¡ni tan
siquiera el color de sus ojos! Me sobra un poco de peso, mi cabello es un
desastre y, por si eso fuera poco, este trimestre voy fatal en el instituto,
mis exámenes son una calamidad.”
Alba suspiraba en secreto por Hugo,
compañero de clase: “¡Qué guapo es! Y no lo hay más simpático en todo el
instituto. Todas las chicas andan tras él, pero veo firmemente que no sabe ni
que existo.” Y todo esto a las tres de la mañana, sentada sobre su cama.
Hacía mucho calor y decidió asomarse
a su balcón, como hacía siempre, para mirar al cielo. Fue de repente: delante
de mi puerta, vi una luz muy fuerte, llena de brillos, como de una discoteca,
que salían de un platillo volante. Yo había escuchado muchas veces en
televisión hablar de platillos volantes a pilotos de aviación o a gente que vivía
en lugares poco habitados; pero yo nunca había visto nada. Había un silencio
propio de la hora avanzada de la noche y todo permanecía a oscuras, así que las
luces del platillo brillaban más. Me escondí entre las flores del balcón y vi
cómo se abrían unas puertas por las que salieron dos hombrecitos, pequeños como
enanitos, que vestían trajes negros. Los vi recorrer toda la calle, de derecha
a izquierda.
Estaba
tan cansada y tenía tanto sueño que me metí en la cama a dormir. Alrededor de mi almohada, daban vueltas las
luces brillantes del platillo, pero me quedé dormida.
Como
os decía, me llamo Alba. Así me llamó mi madre por la mañana cuando me vio
correr hacia el balcón.
–¿A
dónde vas? –me dijo–. Es hora de marcharte al instituto. El desayuno está en la
mesa.
Yo
hice como que no la oía y asomé deprisa la cabeza por entre las plantas. El
platillo volante no estaba allí, en la puerta.
A
partir de entonces, mi vida cambió. Ya no esperaba la noche solamente para
mirar al cielo. Esperaba día tras día a que apareciera aquel platillo volante.
Nunca se lo conté a nadie. Mis secretos eran solo para mí y tenía miedo de que
pensaran que estaba loca.
Pasó
el tiempo y llegó el frío invierno. ¿Vendrán hoy?, me preguntaba. El viento del
norte soplaba con fuerza. Yo miraba y miraba: ¿será hoy? Fue entonces cuando
aquel aparato brillante se volvió a posar en mi calle. Los dos hombrecitos me
miraron:
–¿Qué
queréis? –les dije.
Entonces
me señalaron la puerta del platillo. Subí con curiosidad ante lo desconocido.
Me miraban con sus ojos alargados. El aparato se puso en marcha. El cielo era
enorme, pero lo que más me gustó fueron las estrellas: eran como luces de
Navidad. Los hombrecitos no hablaban, pero sí me miraban con dulzura.
Por
la mañana desperté, como siempre, en mi cama. Cuando me dirigía a clase, tomé
una decisión: le dije a mis compañeros “desde hoy me llamo Estrella”. Se rieron
mucho, pero ya siempre me llamaron así.
No
quise salir más al balcón, y mi secreto es eso: mi secreto.
Mari Carmen Bengochea ©
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