domingo, 11 de noviembre de 2018

ESTRELLA




            Alba vivía con sus padres y hermanos, a punto de cumplir diecisiete años. No le gustaban las comparaciones, pero, mirándose en el espejo de su habitación, se decía a sí misma: “¡Qué barbaridad! No he sacado ni una parte de la esbeltez ni elegancia de mis hermanos, ¡ni tan siquiera el color de sus ojos! Me sobra un poco de peso, mi cabello es un desastre y, por si eso fuera poco, este trimestre voy fatal en el instituto, mis exámenes son una calamidad.”

            Alba suspiraba en secreto por Hugo, compañero de clase: “¡Qué guapo es! Y no lo hay más simpático en todo el instituto. Todas las chicas andan tras él, pero veo firmemente que no sabe ni que existo.” Y todo esto a las tres de la mañana, sentada sobre su cama.

            Hacía mucho calor y decidió asomarse a su balcón, como hacía siempre, para mirar al cielo. Fue de repente: delante de mi puerta, vi una luz muy fuerte, llena de brillos, como de una discoteca, que salían de un platillo volante. Yo había escuchado muchas veces en televisión hablar de platillos volantes a pilotos de aviación o a gente que vivía en lugares poco habitados; pero yo nunca había visto nada. Había un silencio propio de la hora avanzada de la noche y todo permanecía a oscuras, así que las luces del platillo brillaban más. Me escondí entre las flores del balcón y vi cómo se abrían unas puertas por las que salieron dos hombrecitos, pequeños como enanitos, que vestían trajes negros. Los vi recorrer toda la calle, de derecha a izquierda.

Estaba tan cansada y tenía tanto sueño que me metí en la cama a dormir.  Alrededor de mi almohada, daban vueltas las luces brillantes del platillo, pero me quedé dormida.

Como os decía, me llamo Alba. Así me llamó mi madre por la mañana cuando me vio correr hacia el balcón.

–¿A dónde vas? –me dijo–. Es hora de marcharte al instituto. El desayuno está en la mesa.

Yo hice como que no la oía y asomé deprisa la cabeza por entre las plantas. El platillo volante no estaba allí, en la puerta.

A partir de entonces, mi vida cambió. Ya no esperaba la noche solamente para mirar al cielo. Esperaba día tras día a que apareciera aquel platillo volante. Nunca se lo conté a nadie. Mis secretos eran solo para mí y tenía miedo de que pensaran que estaba loca.

Pasó el tiempo y llegó el frío invierno. ¿Vendrán hoy?, me preguntaba. El viento del norte soplaba con fuerza. Yo miraba y miraba: ¿será hoy? Fue entonces cuando aquel aparato brillante se volvió a posar en mi calle. Los dos hombrecitos me miraron:

–¿Qué queréis? –les dije.

Entonces me señalaron la puerta del platillo. Subí con curiosidad ante lo desconocido. Me miraban con sus ojos alargados. El aparato se puso en marcha. El cielo era enorme, pero lo que más me gustó fueron las estrellas: eran como luces de Navidad. Los hombrecitos no hablaban, pero sí me miraban con dulzura.

Por la mañana desperté, como siempre, en mi cama. Cuando me dirigía a clase, tomé una decisión: le dije a mis compañeros “desde hoy me llamo Estrella”. Se rieron mucho, pero ya siempre me llamaron así.

No quise salir más al balcón, y mi secreto es eso: mi secreto.

Mari Carmen Bengochea ©

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