viernes, 14 de diciembre de 2018

BUENÍSIMA




            Andrea y Telmo trotaban acariciando los lomos de sus ponis, guiados por el abuelo Higinio. La mañana lucía soleada pero suave, en un paisaje otoñal: los nogales  iban tejiendo una alfombra marrón de hojas planas, grandes y estrelladas que crujían bajo los cascos de los animalitos. El paisaje mostraba todos los colores del arco iris, predominando el ocre y el rojo. Las moras, enredadas en las ramas más altas de los arbustos, tentaban con sus frutos rojo-violáceos, hinchados de jugo dulce. Los dedos de los hermanos se movían con frenesí (mañana los pajaritos volarán sin rumbo, pío, pío;  pío, pío; pío, pío; chocarán unos contra otros y pum, teñirán los rastrojos de gris).

            La abuela Tere ya ha elaborado las croquetas de jamón cocido.

            Los expedicionarios vienen cansados de su periplo por el embalse de Ullíbarri   (Vitoria). Sus brazos son todo arañazos y sus pies, trastabillados. Van de la mano del abuelo.

            Mientras Andrea y Telmo cepillan los ponis y les acercan al abrevadero, Higinio, el abuelo, rocía las moras con agua fría: parecen rubíes. Los hermanos se lavan las manos a conciencia. Con las directrices del abuelo, van desmenuzando la harina y la mantequilla. Extienden las relucientes moras sobre la masa. El color dorado que adquiere en el microondas es el reloj para liberarlo del calor. Faltan las natillas calientes que enriquecerán, si se puede, el pastel: miel sobre hojuelas.

            Sobre un hule adornado de frutas y vasos decorados de Mikey y Minnie,  Andrea y Telmo van sirviéndose croquetas y más croquetas. Higinio y Tere les exhortan a que vayan con  paciencia, que todavía queda la tarta. Apenas beben agua.

Y llega humeante, rezumando un aroma angelical, el postre celestial. Llenan sus bols y, entre uf, uf, ay, ay, yummy, yummy, van saboreando el pastel. Beben unos tragos de agua para que les baje lo ingerido… y vuelven al postre. Con la mano izquierda en las barriguitas, vuelven al bol, como pavos. A petición de Telmo, el abuelito lo lleva al baño: vomita y vuelve a vomitar; después, se acurruca en el sofá.

            Andrea manifiesta problemas respiratorios: como un fantasma, surge la figura del vecino Valentín, que, por un empacho  gastrointestinal, estuvo días ingresado. El taxi las acerca a urgencias. En el box número 8, le colocan el suero y un edema. La niña mueve la cabeza como una posesa: No puedo res… En minutos que parecen horas,  Andrea ocupa la cama 2 de la UCI. Está entubada por arriba y por el abdomen. Los profesionales rompen la luz tenue con sus  batas verdes.

            Amama, no me dejes sola. Piel contra piel, la abuelita siente el arduo respirar de Andrea. Se culpa de haberles dejado glotonear; sin embargo, se mantiene dulce. 

            El equipo facultativo la atiende con desvelo, con total abnegación. Vigilan el catéter. A cada parpadeo de la niña, las enfermeras le inyectan unas gotas de agua en la boca. Pensando en el bienestar de la abuela, le ofrecen un paño para que hidrate el rostro de Andrea.  

            Cada minuto que pasa es un avance. La abuelita mantiene la tez de la niña como enriquecida con aloe vera. Vuelven los facultativos; la luz ilumina algo más el dormitorio milagroso. Examinan el instrumental; un médico recula: palpa el abdomen de Andrea y acaricia el hombro de la abuela.


                                       Isabel Bascaran©
                                       San Vicente de la Barquera, 7 de diciembre de 2018              

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