Había llegado a Bath, junto con mis
padres, la noche anterior, procedentes de Londres. Era nuestra segunda
residencia, donde pasábamos los veranos, y algunos fines de semana en
primavera. No es que Londres me disgustara, no, pero sentía adoración por Bath,
con sus termas y sus gentes tan distinguidas.
Me levanté temprano y abrí la
ventana de mi habitación tan pronto puse mis pies, desnudos, en el suelo. Al
instante, me inundó el olor fascinante proveniente del jardín, que resplandecía
de rosas de todos los colores celosamente cuidadas. No muy lejos, el río Avon
fluía lentamente. La brisa olía a flores silvestres.
Era
el ocho de mayo, mi cumpleaños. Nací en pleno mes de las flores y estaba
orgullosísima por ello. Íbamos a celebrar por todo lo alto mi vigésimo primer cumpleaños,
mi mayoría de edad, el gran acontecimiento, y mamá había contratado al mejor
chef francés de la época. Sería una fiesta extraordinaria.
¡Ah,
perdón! No me he presentado: me llamo Freya.
El día fue pasando como un soplo de
viento y las mesas del jardín ya estaban elegantemente engalanadas, salpicadas
con flores de jazmín, mis preferidas, y lazos azules rodeaban las blancas telas
de hilo que vestían las sillas.
Llegó el momento. Bajé la escalinata
a cámara lenta, con mi vestido largo de satén de color miel ceñido
perfectamente a mi cuerpo. Las manos mágicas de Glenn Gould inundaban el
ambiente con las Variaciones Goldberg
de Bach.
Nos
sentamos y todo era perfecto. Hasta que nos trajeron el segundo plato. El chef
dijo que, en París, era la créme de la
créme del momento: seso cortadito en bolitas crujientes, jalonado de
cebolla caramelizada y regado con confitura de higos. Creo que la cara se me
puso roja, luego derivó a amoratada y probablemente hasta llegó a verde. Todos
los comensales alabaron el plato, buenísimo según ellos. El asco me dominó e
hizo que me levantara de golpe y, sin apenas disculparme, tambaleándome, me
dirigí al baño para vomitar.
Cuando
volví y me senté de nuevo, todos me miraban, supongo que por el color de mi
cara y porque la diadema, con chispitas de perlas, se hallaba torcida sobre mi
cabeza. Miré el plato por segunda vez y me di cuenta de que sólo tenía dos opciones:
comérmelo o retirarme a mi habitación diciendo que tenía una gran jaqueca. No
era educado que una joven dama de la alta sociedad dejara nada en el plato,
pero opté por lo segundo, naturalmente. Me retiré medio llorando. El día que debía
ser el más importante de mi vida quedó completamente arruinado. Ya no podría
disfrutar del gran baile de gala ni de
mis amigos. Sesos: ¡qué asco!
Francis
Cortés Pahissa ©
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