viernes, 14 de diciembre de 2018

FREYA




            Había llegado a Bath, junto con mis padres, la noche anterior, procedentes de Londres. Era nuestra segunda residencia, donde pasábamos los veranos, y algunos fines de semana en primavera. No es que Londres me disgustara, no, pero sentía adoración por Bath, con sus termas y sus gentes tan distinguidas.

            Me levanté temprano y abrí la ventana de mi habitación tan pronto puse mis pies, desnudos, en el suelo. Al instante, me inundó el olor fascinante proveniente del jardín, que resplandecía de rosas de todos los colores celosamente cuidadas. No muy lejos, el río Avon fluía lentamente. La brisa olía a flores silvestres.

Era el ocho de mayo, mi cumpleaños. Nací en pleno mes de las flores y estaba orgullosísima por ello. Íbamos a celebrar por todo lo alto mi vigésimo primer cumpleaños, mi mayoría de edad, el gran acontecimiento, y mamá había contratado al mejor chef francés de la época. Sería una fiesta extraordinaria.

¡Ah, perdón! No me he presentado: me llamo Freya.

            El día fue pasando como un soplo de viento y las mesas del jardín ya estaban elegantemente engalanadas, salpicadas con flores de jazmín, mis preferidas, y lazos azules rodeaban las blancas telas de hilo que vestían las sillas.

            Llegó el momento. Bajé la escalinata a cámara lenta, con mi vestido largo de satén de color miel ceñido perfectamente a mi cuerpo. Las manos mágicas de Glenn Gould inundaban el ambiente con las Variaciones Goldberg de Bach.

Nos sentamos y todo era perfecto. Hasta que nos trajeron el segundo plato. El chef dijo que, en París, era la créme de la créme del momento: seso cortadito en bolitas crujientes, jalonado de cebolla caramelizada y regado con confitura de higos. Creo que la cara se me puso roja, luego derivó a amoratada y probablemente hasta llegó a verde. Todos los comensales alabaron el plato, buenísimo según ellos. El asco me dominó e hizo que me levantara de golpe y, sin apenas disculparme, tambaleándome, me dirigí al baño para vomitar.

Cuando volví y me senté de nuevo, todos me miraban, supongo que por el color de mi cara y porque la diadema, con chispitas de perlas, se hallaba torcida sobre mi cabeza. Miré el plato por segunda vez y me di cuenta de que sólo tenía dos opciones: comérmelo o retirarme a mi habitación diciendo que tenía una gran jaqueca. No era educado que una joven dama de la alta sociedad dejara nada en el plato, pero opté por lo segundo, naturalmente. Me retiré medio llorando. El día que debía ser el más importante de mi vida quedó completamente arruinado. Ya no podría disfrutar del gran baile de gala  ni de mis amigos. Sesos: ¡qué asco!


Francis Cortés Pahissa ©

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