Más
que “la cena”, eran “las cenas”. Me tengo que remontar a cuando vivíamos en
Madrid, a esas noches de verano, a veces un tanto agobiantes, pero con una
suave brisa de la sierra que las hacía más soportables.
Era cuando la parte norte de la casa
tenía entonces más protagonismo. Habíamos hecho un patio, con una mesa redonda
de piedra en el centro y sus cuatro bancos abrazándola; enfrente, la barbacoa
de obra; en un lateral, puse rosales altos y bajos y, a ambos lados, dos
encinas enormes creaban un ambiente más acogedor. En época de cosecha, llenaba
calderos de bellotas que desgraciadamente tiraba (os aseguro que intenté
asarlas –como si fueran castañas, me decían–, y hasta hice varias tartas que,
al final, era yo quien acababa con ellas). Después he sabido que se usan en
confitería, fileteadas y tostadas a modo de almendras, y hasta probé un licor
hecho con ellas, delicioso.
Detrás de la barbacoa, pusimos un
seto de arizónicas para disimular el tendedero, donde, en invierno, las manos
no las sentía al poner las pinzas en la ropa. A continuación, en la esquina de
la parcela, había una pequeña huerta con unos cuantos frutales que me empeñé en
hacer sacando cientos de piedras, ¡pero lo conseguí!
Era en esas noches, con el olor
penetrante de las jaras que inundaban las parcelas sin edificar, cuando
hacíamos alguna que otra cena con amigos de la urbanización. Daba igual que
fueran unas chuletillas, ruedas de bonito o sardinas; todo quedaba muy
apetecible. Éramos más jóvenes y cualquier pretexto era bueno para estar
juntos, reír un rato y llevar una tertulia. Si era fin de semana y sin prisas,
se alargaban, y hasta hacíamos queimadas con orujo gallego y el conjuro en
verso que le habían regalado a mi marido allí.
¡Tiempo
para el recuerdo! La última foto que tengo de ese sitio fue ver a los gorriones
comiendo las migas de pan que les eché para despedirme de ellos en un día frío
y triste de marzo en que nos vinimos a Santander.
Mª EULALIA
DELGADO GONZÁLEZ
Diciembre
2018
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