Rojas, verdes y amarillas.
A mí no me gustan las golosinas. Respondí más bien engañado por mi
subconsciente y debido a que, tres días antes, había estado visitando una
entrañable bodega local donde nos dieron a probar un vino blanco muy singular
producido con cuatro variedades de uvas: Riesling, Hondarrabi Zuri, Godello y
Albariño. En en el momento de la cata, me pidieron que dijese espontáneamente lo
que me transmitía, y eso fue lo que respondí: golosinas. Ese vino, cuyo
sugerente nombre es además “Mar de fondo”, olía a golosinas, y no me pregunten
el porqué.
He de desnudarme y confesar
que hay algo contradictorio en mis pensamientos, porque, aunque diga que no me
gustan las golosinas, sí que ha habido momentos en que las he consumido con
ilusión, ansia y pasión. El primer recuerdo que me viene son los Peta Zeta; aquello era tener la primera
experiencia extrasensorial, con decenas de explosiones dinamitando el paladar y
que sólo tú podías escuchar desde dentro. Ahora algún iluminado los utiliza
para la cocina de vanguardia, lo cual será para que sus comensales escuchen su
mundo interior, tan necesitado en estos días.
La segunda experiencia golosínica fueron las nubes. Reconozco
que no solo me chiflaban, sino que las quemaba con un mechero, convirtiendo la
nube rosa en un vertedero de viscosidades oscuras. Por aquella época
inquisidora de quema de nubes, confieso, no sin cierto rubor y arrepentimiento,
haber crucificado lagartijas o haberles inyectado alcohol de 96 grados, pero
esa es otra historia, menos dulce.
También, como soy más de
salado, mezclaba kikos de maíz tostado con regaliz rojo y Coca-Cola. Esta
mezcla, aunque resulte poco atractiva, ha estado presente a lo largo de mi vida,
hasta que hace dos años, cuando, tras la resaca e intoxicación del combinado,
decidí que nunca más.
Pero pasemos a otras
golosinas, si las podemos llamar así. Ahora que estamos entrando en época
navideña, hay un bollo que es el sumun de mi glotonería y que me mantiene
inquieto durante un par de meses, y por el cual me podrían otorgar el título de
máximo (el) golosón, y éste es el popular roscón de reyes, por supuesto con
nata. El otro, no lo concibo; en mi caso, al no acompañarlo con chocolate,
siempre será más esponjoso el bocado bañado con espumas de nata.
Otra golosina un poco más
salada y adictiva, además de que es el único alimento que fotografío en Instagram, ya que estoy especializado en
él; éste, que denomino como el alimento de los dioses y que creo que debería
ser obligatorio en los comedores de los colegios, es un superalimento y lo
conocemos como el torrezno. El torrezno, con esa corteza burbujeante y crujiente
en contraste con sus hebras de tocino y carne, que te engrasa el gaznate y las
articulaciones, ¡qué delicia! El torreznismo es un estilo vida del que se debería
escribir un tratado.
Y ya en harina, o más bien
en legumbres, podría seguir hablando de los riquísimos cocidos que preparo,
tanto montañeses como madrileños, y de los que me puedo jactar que están entre
los mejores del mundo; o de las sopas ramen, que persigo allá donde vaya
buscando el mejor lugar para sorber sus fideos. Con estas sopas, todavía estoy
en fase de experimentación, pero todo se andará.
Y me pregunto, ¿por qué
sigo hablando de golosinas? ¿Será que mi subconsciente se aferra a engañarme, manipularme
y a decidir por mí? Porque en aquel momento y a aquella pregunta de ¿qué está
buenísima?, mi respuesta sincera hubiese sido: la princesa de los labios de
fresa.
Óscar Nuño©
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