Hacía rato que Lucía se había acostado y la
casa, en la tarde pletórica de vida, estaba ahora en silencio. La televisión,
apagada, dormía un sueño virtual y sin complejos en su retiro del mueble bar.
En la chimenea, unas brasas tomaban el testigo de las llamas que habían estado
jugando con los leños, en parte carbonizados y cubiertos de cenizas.
Un bostezo vino a tu boca y llevaste la mano a
los labios como queriendo decirles que sí, que ahora te ibas a la cama para
intentar encontrar el descanso que necesitabas.
Cerraste el libro que tenías abierto y que
estabas leyendo, colocándole un marcapáginas. Apagaste la luz del salón y
caminaste por el pasillo hasta el cuarto de Lucía.
Despacio y procurando no romper el silencio,
entornaste la puerta para ver si dormía. La luz de la mesita te permitió ver su
carita de ángel posada en la almohada, con una sonrisa escapando de sus labios.
Te quedaste mirándola unos segundos, como intentando penetrar en el mundo de
sus sueños.
¡Cuánto habrías dado por soñar con ella en ese
mundo de la infancia, por seguirla en sus viajes y proyectos, caminar tras sus
pasos infantiles por el bosque encantado de las hadas y la magia –algo a lo que
todavía ella, como niña, no había renunciado y menos tú, su ángel de la guarda!
Sonreíste ante lo absurdo de tus pensamientos, ¡pero
había tanta ternura en esta escena que contemplabas con tus ojos...!
Te inclinaste y posaste tus labios en su frente
antes de apagar la luz de la mesita. Te hubiera gustado decirle tantas cosas,
incluso velar su sueño y leerle un cuento, sin principio ni final, como
aquellos que tú, algún día y hace tiempo, escribías y soñabas para una princesa
inalcanzable.
Ahora estaba allí, en ese lecho de cristal,
pasando unos días contigo y no era un sueño. La princesa añorada tenía cuerpo y
forma, tenía voz y nombre, tenía luz en sus ojos infantiles y por ellos sus
pupilas encendidas transmitían la fiebre contagiosa de la vida y de la poesía.
Saliste de la habitación y te enjugaste una
lágrima traidora que rodó por tus mejillas.
¡Qué hermoso regalo el del invierno, en esta
Navidad, para un abuelo!
Rafael Sánchez Ortega ©
02/01/19
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