Te odio, te desprecio, te aborrezco.
Os aprovecháis todos de que soy mujer, casi una niña, y no tengo vuestra fuerza
ni la libertad para huir. Y encima tengo que aguantar esa patética pose tuya de
prepotencia e indiferencia, ese supremo egoísmo en el que sólo cuentas tú. Me
utilizáis todos, pero sobre todo me utilizas tú. Echas sobre mí tu aliento
nauseabundo y clavas en mí tu mirada asquerosa cuando me veo obligada a
humillarme y tocar tu cuerpo repugnante. ¿Sientes las arcadas que me asaltan nada
más plantarme ante ti? ¿Te das cuenta de los esfuerzos inhumanos que he de
hacer para no vomitar cuando te veo avanzar lentamente hacia mí? ¿Percibes la
aversión, la repugnancia, la náusea que rebosa por cada uno de los poros de mi
piel en tu presencia? No, tú no, tú eres insensible a todo lo que no seas tú
mismo. Te tengo miedo y eso te basta. ¡Qué gran victoria: una niña de dieciséis
años atemorizada ante ti, el ser más inmundo y despreciable sobre la Tierra!
Ni se te pasa por la cabeza que yo
debería estar jugando con amigas; ni puedes concebir que debería estar tonteando
con chicos de mi edad, enamorarme. No, tú no, egoísta repulsivo; tú, la peor
pesadilla con la que hubiera podido soñar. Me das asco; así de claro te lo digo
porque necesito decírtelo, aunque a ti te dé igual. Ya sé que para ti no soy
más que una esclava que utilizas únicamente para satisfacer tus necesidades y
que, de no ser porque me necesitas, si pudieras, me matarías. De hecho, siempre
que estamos juntos temo que, en cualquier momento, sin hacer yo nada para
provocarlo, te dé un arrebato y lances contra mí tu ira, tu fuerza, tu salvaje
inhumanidad y me destroces.
¡Qué sabrás tú de mis súplicas a mis
padres para intentar cambiar mi destino! ¡Qué sabrás tú de mis llantos por las
noches, de mi impotencia para evitar la injusticia que conmigo iban a cometer
entregándome a ti! ¡Qué sabrás tú de los sueños rotos de una niña, arrojados a
la maloliente letrina de mi cotidiana realidad!
Llega la hora temida en que debo
volver a ti. No puedo hacerte esperar, porque te pones furioso y aún me das más
miedo. Me pongo el mono azul, las botas de agua, los guantes de látex, y cojo
los dos cubos llenos de pienso, me adentro en la mierda de tu pestilente
pocilga y me humillo sirviéndote la comida. Dieciséis años. ¡Qué culpa tendré
yo de ser la hija del granjero! ¡Cerdo, más que cerdo!
José-Pedro
Cladera©

No hay comentarios:
Publicar un comentario